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Rebecca Winters: Entre el amor y el deber

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Rebecca Winters Entre el amor y el deber

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El doctor Raúl Cárdenas fue el primero en descubrir las consecuencias de la noche de pasión que había compartido con Heather Sanders. Al examinarla después de un accidente se dio cuenta de que se había quedado embarazada. Raúl no tenía la menor duda de que él era el padre y estaba dispuesto a reclamar sus derechos… eso significaba que tenía dos noticias que dar a Heather: que estaba embarazada y ¡que estaba a punto de convertirse en su esposa!

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– Debe de estar muerto de cansancio. Tendría que haberse ido a dormir hace tiempo; Supongo que después del vuelo, tú también estarás rendido. Me alegro de que hayas venido, por los Dorney -dijo con voz temblorosa.

– Pero no por ti.

Ella desvió la mirada.

– No… no he querido decir eso.

– ¿ Qué has querido decir?

– Nada -murmuró-. Supongo que ha llegado el momento de decirnos adiós. Buena suerte, doctor Cárdenas. Espero que encuentre todo bien cuando vuelva a su país.

Si lo hubiera hecho a posta, no podría haberle dicho nada que lo turbara más porque Raúl no tenía ninguna esperanza de encontrar, alivio al llegar a su país. No cuando sabía que habla una mujer de intensos ojos azules y pelo sedoso en alguna parte del planeta…

– Yo no hace falta que te desee buena suerte porque eres una mujer de talento, Heather. Si tocas en todos tus conciertos como lo has hecho hoy, llegarás a ser mundialmente conocida.

– Gracias -contestó sin expresividad.

En ese momento, su padre abrió la puerta de la cocina. Algo le dijo a Raúl que no era santo de devoción del doctor Sanders.

– ¿Lista, cariño?

– Voy.

– Doctor Cárdenas… -le dijo despidiéndose con la cabeza mientras le pasaba a su hija el brazo por los hombros-. Encantado de conocerlo.

– Lo mismo digo, doctor Sanders.

– Espero que disfrute de la estancia con Evan y con Phyllis.

«Pero ni se le ocurra acercarse a mi hija», pensó Raúl como leyéndole el pensamiento.

– Ya lo estoy haciendo. Adiós.

Volvió a mirar la cara de Heather por última vez antes de que saliera de la cocina y de su vida.

Cuando se fueron, sintió un tremendo vacío.

En las últimas horas había sentido más cosas que en todos aquellos años, desde que tenía nueve, pero el dolor de perder a sus padres había sido muy diferente al que sentía en aquellos momentos.

Lo que sentía era una agonía tan grande que no podía describirla. La intensidad de la pérdida lo desgarraba.

«Dios».

Después de treinta y siete años, por fin, le estaba ocurriendo.

– ¿Heather? ¡Espera!

«No. Todd, no».

No quería hablar con nadie. Podía hacer como que no lo había oído.

– Eh… -dijo el rubio pianista de Michigan llegando a su lado-. He estado esperándote para darte la enhorabuena por el Bacchauer. Todo el mundo habla de ti. ¡Eres famosa!

– No creo que sea para tanto, Todd, pero muy amable por tu parte -contestó yendo hacia el cubículo donde ensayaba. Todd no se separó de ella.

– Me gustaría invitarte a cenar espagueti esta noche. ¿Tienes planes?

Heather sacó las llaves del bolso, abrió la puerta y lo miró.

– Me temo que sí. Son casi las tres y quiero ensayar, como mínimo, seis horas, así que me van a dar las nueve, pero muchas gracias.

Todd se metió las manos en los bolsillos e hizo equilibrios sobre los talones.

– ¿Y mañana? -preguntó esperanzado. Heather se sintió culpable.

Heather nunca había salido con él si no había sido en grupo. No le interesaba ni él ni ningún otro hombre. El viaje a Salt Lake le había hecho entender por qué.

Aquello había sido como un terremoto. No había podido contárselo a nadie.

– No puedo, Todd. Lo siento. Pasado mañana me voy a Viena y tengo que ensayar todo lo que pueda. Gracias de todas formas -contestó entrando y cerrando la puerta con llave para que nadie la molestara.

Era el único sitio donde podía estar sola. En la residencia, compartía habitación con otra chica, pero allí no había paz desde que se habían enterado de que había ganado el premio.

Todos se habían portado de maravilla con ella y les agradecía su interés, pero aquello de que le dijeran continuamente el gran futuro que tenía por delante como concertista la desconcertaba.

Allí, donde nadie la veía y podía dar rienda suelta a sus sentimientos, se sentó al piano y ocultó el rostro entre las manos. Era lunes. «Estará volando hacia Argentina». No podía soportarlo.

Desde que lo había visto aparecer en el estudio de los Dorney, se había sentido atraída por él y por el contacto de sus manos en los hombros. No había podido olvidar lo que le había dicho porque ella sentía lo mismo por él.

«Me siento atraído por ti. Para ser sinceros, atraído es decir poco. Más bien, podría llevarte a un paraíso solitario y hacerte el amor durante semanas».

– Tengo que olvidarme de ti, Raúl -susurró con angustia-. Tengo que hacerlo porque, de lo contrario, no sé qué vaya hacer para seguir viviendo.

Se secó las lágrimas con el reverso de la mano y se lanzó a practicar escalas con ferocidad intentando quitarse a un tal doctor Cárdenas de la cabeza.

Los cubículos de la escuela Juilliard estaban llenos de estudiantes. En cuanto entró en el edificio, la música lo acompañó. Miró los nombres que figuran en las placas de las puertas, pero hasta el momento, no había podido encontrar el que estaba buscando.

Si él no podía encontrar a Heather, nadie podría tampoco. Era fruta prohibida. Su padre no permitiría que tuviera una relación con ella. Le había quedado claro por la conducta del doctor Sanders en la cocina de casa de Evan.

En cuanto a Heather, no sabía cómo iba a reaccionar cuando lo viera después de lo que le había dicho. Aquellas palabras le habían salido de dentro sin querer y lo habían dejado tan sorprendido como a ella.

Al no ver su nombre por ninguna parte, pensó que había sido un error ir allí. Vivía en el campus en el Lincoln Center, en el centro de Nueva York. Podía estar en mil sitios. Haría mejor en irse al aeropuerto hasta que saliera su vuelo a Buenos Aires.

Cuando se disponía a irse, vio a un hombre rubio con camisa de manga corta y pantalones cortos que estaba bebiendo agua en una fuente. Obviamente, era un estudiante. Raúl se acercó a él.

– Perdón, estoy buscando a una pianista que se llama Heather Sanders. Es rubia y de ojos azules. ¿La conoces?

El chico levantó la cabeza y lo miró con hostilidad.

– ¿Y tú quién eres?

Aquel pobre diablo había dejado tan claro lo que sentía por Heather que Raúl tuvo que contenerse para no contestarle de manera cortante. Por otra parte, se alegró de que aquel joven se interesara por ella. Así nadie con malas intenciones se acercaría a ella. Cualquier desconocido podía entrar a buscarla. Tal vez, por eso ella no había colocado su nombre en la puerta.

– Soy el doctor Cárdenas, un amigo suyo de Salt Lake. ¿Sabes si está en el edificio?

Las palabras «Salt Lake» le debieron decir algo porque le contestó.

– Esa es su sala de ensayo -dijo el chico indicándole la puerta que tenían enfrente-, pero yo no la molestaría si fuera tú.

Raúl sintió que se le aceleraba el pulso. Heather estaba allí. Cerró los ojos un momento.

– Se va de gira -añadió el chico corno si fuera su representante y guardaespaldas todo en uno-. Déjeme a mí el recado y yo se lo haré llegar.

«Claro, seguro».

– Te lo agradezco, pero mi avión despega en breve y no puedo esperar. Gracias por la información.

Ignoró el ceño del joven y se dirigió a la puerta. La oyó tocar el concierto para. Piano número uno de Brahms, otro de sus favoritos. Sintió que se derretía. Llamó a la puerta.

Heather había creído que podría quitarse de la cabeza a Raúl Cárdenas con una buena sesión, pero se había equivocado completamente. Para su consternación, la soledad del cubículo la llevó a pensar única y exclusivamente en él.

Al oír que llamaban a la puerta, no hizo ni caso. Rezo para que la persona que estuviera llamando se fuera y la dejara en paz. No creía que fuera Todd.

Volvieron a llamar.

Con violencia, terminó de tocar, se levantó y abrió la puerta con cara de pocos amigos.

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