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Rebecca Winters: Entre el amor y el deber

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Rebecca Winters Entre el amor y el deber

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El doctor Raúl Cárdenas fue el primero en descubrir las consecuencias de la noche de pasión que había compartido con Heather Sanders. Al examinarla después de un accidente se dio cuenta de que se había quedado embarazada. Raúl no tenía la menor duda de que él era el padre y estaba dispuesto a reclamar sus derechos… eso significaba que tenía dos noticias que dar a Heather: que estaba embarazada y ¡que estaba a punto de convertirse en su esposa!

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A pesar de que sabía que su interpretación había sido la mejor que había hecho nunca, se sentía mal. Quería hablar con él de su vida y de sus inquietudes, pero, al mismo tiempo, estaba nerviosa porque no sabía cómo iba a reaccionar. Lo último que quería era hacerlo sufrir.

– Cariño.

Su voz la sacó de sus pensamientos.

– Lo sé. Tienes que ver a un paciente.

– Lo siento. Espero no tardar mucho. Ya has oído a Phyllis. Dijo que pasáramos por su casa, así que te voy a dejar allí y luego te paso a buscar. No quiero que estés sola después de la maravillosa interpretación de esta noche.

Heather no sabía lo que quería.

– Menos mal que me he quedado en un lateral del escenario -continuó sin darse cuenta de su angustia-. Así he podido llorar a gusto. Soy el padre más orgulloso del planeta. Había mucha gente importante en el auditorio. Todos hablaban bien de ti. Les podría haber dicho que eres tan buena hija como pianista.

– El sentimiento es mutuo, papá. No sabes la suerte que he tenido de ser hija tuya y de mamá. Me habéis dado una vida maravillosa -dijo con voz temblorosa.

John le acarició la mano.

– Cariño… lo dices como si todo se hubiera acabado cuando no ha hecho más que comenzar. Supongo que será el cansancio lo que te hace hablar así.

Tal vez.

«Tal vez sea eso».

Necesitaba dormir y descansar.

La tensión de tocar en su ciudad natal había pasado. Probablemente, se le pasaría la ansiedad.

– ¿Heather?

– Sí, papá, tienes razón. Estoy cansada.

– Dile a Phyllis que quieres echarte un rato y poner los pies en alto.

– Eso suena divino.

Unos minutos después, entraban en casa de los Dorney. Heather se inclinó para besar a su padre.

– Date prisa.

– Cuenta con ello.

Heather salió del coche y Phyllis ya la estaba esperando con la puerta abierta.

– Vaya! -exclamó al ver que John se iba.

– Ha dicho que no tardará.

– ¿Cuántas veces habremos oído lo mismo?

Ambas mujeres se sonrieron comprendiéndose perfectamente y Phyllis cerró la puerta.

– ¿Qué quiere hacer la mejor concertista del mundo?

– ¿Te importaría mucho que me tumbara un rato? Phyllis la miró preocupada.

– No tienes ni que preguntarlo. ¿Quieres que te lleve algo?

– No, nada, pero gracias. ¿Y Evan?

– En la consulta. Tenía que mirar unas radiografías, pero volverá pronto. Ve al estudio y ponte cómoda en el sofá.

– Gracias, Phyllis, eres maravillosa conmigo.

– Eres como la hija que nunca he tenido. Soy yo la que te da las gracias.

Heather la abrazó intentando no llorar y se dirigió al estudio. Se sentía tan cómoda en casa de los Dorney como en su propia casa. Entró en la estancia llena de libros donde tantas veces había ensayado y se quitó las sandalias de tacón alto. Colocó un cojín en un extremo del sofá, se tumbó y cerró los ojos.

Siempre estaba cansada tras un concierto, pero era la confusión mental y emocional lo que la hacía sentir como si el cuerpo le pesara mil kilos.

Raúl abrió las puertas del estudio en busca del periódico y se encontró con Heather Sanders tumbada en el sofá de terciopelo verde todavía vestida con el vestido negro. El vivo retrato de la Bella Durmiente…

Se despertó y se quedó mirándolo sin decir nada. Debía de estar profundamente dormida.

Estaba a cierta distancia de ella, pero quedó fascinado por aquellos electrizantes ojos azules que 10 miraban entre unas pestañas largas y negras.

Los lagos de los Andes eran de ese azul. Raúl había acampado muchas veces a sus orillas, anonadado por la tonalidad de sus profundidades. El color de esos ojos, combinado con su aspecto rubio del norte de Europa, dejó a Raúl sin aliento.

– ¿Señorita Sanders? No sabía que estuviera aquí. Si lo llego a saber, no la habría molestado.

La vio ruborizarse mientras se sentaba y se levantaba. Tenía la marca de la mano sobre la que había recostado la cara en una de las mejillas, como una niña pequeña.

Sin embargo, las curvas que se adivinaban bajo el precioso vestido eran las de toda una mujer.

– No sabía que estaba usted aquí -dijo ella.

Phy1lis no le había dicho que el doctor Cárdenas estaba en Salt Lake. ¿Por qué?-. Mi padre me dejó aquí antes de irse al hospital y decidí tumbarme un ratito -continuó mirando el reloj-. No me puedo creer que sea casi la una.

– No me extraña que esté usted cansada después de lo de esta noche -dijo él fijándose de nuevo en la blancura dorada de su pelo. En el auditorio no había podido verla en todo su esplendor.

Se dio cuenta con cierto disgusto de que estaba merodeando en busca de algo que leer porque no había dejado de pensar en ella desde que la había visto subir al escenario.

No podía dejar de mirarla. No pensó que la estaba incomodando. Sintió un loco deseo de besarle el cuello.

Heather estaba en desventaja, pues descalza, no podía ocultar la desazón ante su escrutinio. Aquella reacción le gustó.

Durante el concierto, se veía que controlaba la situación. Raúl se alegró de haberla pillado con la guardia baja. Sonrió y le acercó sus zapatos.

– Sus zapatos, señorita Sanders. Póngaselos si así se siente menos vulnerable. Sin embargo, si quiere mi opinión, le diré que me gusta tal y como está.

Se puso roja como un tomate.

– Gracias, doctor Cárdenas -contestó agarrando las sandalias. Con mucha dignidad, se las puso.

– De nada.

Raúl volvió a sonreír al percibir que Heather se moría por atusarse el pelo y ponerse bien el vestido, esas pequeñas cosas que las mujeres hacían para sentirse mejor.

Sin embargo, no lo hizo. No le iba a dar la satisfacción. Aquella chispa de desafío lo intrigó.

– Como parece que nos conocernos aunque no nos han presentado oficialmente, ¿qué te parece si nos tuteamos, Heather? -preguntó Raúl con voz sedosa.

Ella levantó el mentón.

– Dado que llevas más de diez años sin aparecer por Salt Lake y que, probablemente, no volverás no veo por qué no.

La conversación había tomado una dirección extraña.

– ¿Son imaginaciones mías o lo ha dicho por algo personal?

Heather se sonrojó y bajó la mirada.

– Lo siento. He sido una grosera -contestó tomando aire-. Es que supongo que Evan está tan feliz de tu visita que va a sufrir mucho cuando te vayas. Cuando volvía de pasar las vacaciones contigo, lo pasaba muy mal.

Su sinceridad lo emocionó.

– Siento haber tardado tanto en venir. Supongo que mi aparente indiferencia hacia los Dorney me ha condenado. Sin embargo, te aseguro que, si no fuera porque tengo un paciente muy grave, no me iría de aquí ahora por nada del mundo.

De nuevo, no pudo evitar mirarla descaradamente.

Heather negó con la cabeza.

– No es asunto mío. Lo importante es que has venido y Evan se sentirá un hombre nuevo.

– No te entiendo -comentó él con el ceño fruncido.

– Yo tampoco sé si lo entiendo muy bien -sonrió con tristeza-, pero por razones que solo él sabe, Evan siempre ha querido que vivieras en Salt Lake, que trabajaras con él -dijo mordiéndose el labio. Aquello hizo que Raúl se fijara en aquella boca que ansiaba tanto besar-. Quería ser como un padre para ti y lo desgarró el hecho de que eligieras volver a Suramérica.

Raúl se quedó estupefacto ante su sinceridad y se frotó la nuca.

– Gracias por hacerme ver lo que me quiere. Te aseguro que yo siento lo mismo por él, pero no podía dar la espalda a mis tíos, que me han criado desde que mis padres murieron en un terremoto.

– Qué horror.

– Sí, La verdad es que lo fue. Sin embargo, me sirvió para darme cuenta de que mi país necesitaba médicos. No había suficientes para hacerse cargo de todos los heridos. Entonces, decidí ser médico para ayudar. Por eso no pude aceptar la oferta de Evan, aunque era lo que más deseaba.

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