Rebecca Winters - Mi detective privado

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Dana estaba en la cárcel por un delito que no había cometido, y su amiga Heidi había decidido descubrir quién era el culpable y así poder liberarla. El problema era que no sabía ni por dónde empezar.
Entonces, como respuesta a sus plegarias, apareció Gideon Poletti, un detective de homicidios de San Diego que estaba allí para dar unas clases de criminología.
Además de buen detective, Gideon resultó ser el hombre más atractivo que Heidi había tenido el placer de conocer, pero sabía perfectamente que ahora no tenía tiempo para romances; sólo tenía tiempo para sacar a su amiga de la cárcel.
La investigación que emprendieron juntos los llevó a descubrir algo que Heidi jamás habría sospechado. Como tampoco habría sospechado que Gideon se enamoraría de ella tanto como ella de él.

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Heidi no podía creer que se le estuviera declarando mientras los chicos estaban atentos a cada palabra de su conversación.

– ¡Sí! -gritó.

Él se echó a reír alegremente.

– Bien. Hablaremos de los planes de boda la próxima vez que te tenga en mis brazos. Si voy demasiado deprisa para ti, no pienso disculparme.

– No quiero que te disculpes. Deseo lo mismo que tú. Y cuanto antes.

– Sabes elegir el momento, ¿eh, Heidi? Pues deja que te advierta que yo también.

La línea quedó muerta.

A Gideon no dejaba de asombrarlo que, a cualquier hora del día o de la noche que fuera a los calabozos de la comisaría, estos siempre rebosaban de gente. Sobre todo, los sábados por la mañana. En efecto, los calabozos eran un hervidero de detenidos como Manny Fleischer, que a menudo se ponían violentos, de modo que resultaban un submundo particularmente desagradable.

Esa mañana, a las cinco y media, Gideon había llamado a John Cobb. El abogado le había dicho que se encontraría con él en la comisaría a las siete. Gideon estaba sentado en una silla, con la cabeza apoyada contra la pared, intentando descabezar un sueño mientras aguardaba.

La tarde anterior, Max y él habían detenido a Fleischer en la escuela, con la ayuda de Kristen y Stacy. Pero el conserje no había accedido a hablar hasta esa mañana.

Gideon había mandado a Max a casa, con Gaby, unas horas antes. La idea de un hogar tenía ahora un nuevo significado para Gideon. Heidi le había dejado un mensaje en el buzón de voz, diciéndole que Kevin y ella habían pasado la noche del viernes en casa de sus padres y que ese día pensaban ir a pescar.

Aunque le encantaba que Heidi y su hijo se llevaran tan bien, estaba deseando estar a solas con ella otra vez. Tenía tantas cosas que contarle que apenas sabía por dónde empezar.

– ¿Detective Poletti?

Abrió los ojos y vio que el célebre abogado estaba de pie frente a él. Impecablemente afeitado y trajeado, al verlo Gideon recordó que llevaba dos días sin ducharse ni afeitarse.

– Señor Cobb -se puso en pie y le estrechó la mano-. Siento haberle despertado tan temprano. Gracias por venir.

– Llámeme John y no se disculpe. Estaba deseando conocerlo desde que Heidi Ellis me llamó y me dijo que estaba decidida a reabrir el caso de Dana. En toda mi carrera solo he perdido dos casos en los que el instinto me decía que mi cliente era inocente. El de Dana Turner es uno de ellos.

Gideon asintió.

– Yo sentí lo mismo la primera vez que fui a visitarla a la cárcel.

– Sus padres fueron a mi oficina el jueves por la tarde -dijo John-. Gracias a las pruebas que ha reunido, he hecho que mis ayudantes preparen las solicitudes para la vista oral. Antes de que acabe el día, las enviarán por mensajero a Ron Jenke y al juez Landers. Ayer tarde recibí una llamada del juez que me sorprendió mucho. Ha hecho un hueco en su agenda para oír el caso el martes.

Faltaban tres días. «Gracias, Daniel».

– Es algo inaudito, y Ron está frenético -continuó John Cobb-. Pero no se ha opuesto porque hasta él comprende que los resultados de la autopsia le han dado la vuelta al caso. Sabe que obran en nuestro poder evidencias que desafían el veredicto que el jurado emitió basándose en pruebas circunstanciales -sacudió la cabeza-. Sin embargo, es una lástima que los Turner no autorizaran la autopsia la primera vez.

– Estoy de acuerdo.

– Cuando acabemos aquí, volveré a mi despacho. Mis ayudantes están dispuestos a hacer horas extra para preparar el caso. Le he dado instrucciones a mi secretaria para que anule todos mis compromisos hasta el martes, para que podamos trabajar sin interrupciones.

– Yo me pasaré por casa para asearme un poco y luego me reuniré con usted -su reencuentro con Heidi y Kevin tendría que esperar un poco más.

– Bien.

– John, las amigas de Amy, Kristen y Stacy, están dispuestas a declarar que Amy decía a menudo que odiaba a Dana. Pero aún nos falta una prueba.

– ¿Se refiere a que no tenemos a nadie que pueda declarar que Amy planeaba suicidarse? -el otro hombre asintió-. Me doy cuenta de ello. Vamos, veamos qué podemos obtener del señor Fleischer.

Al ver entrar a Dana en la sala del tribunal, esposada y escoltada por una agente de policía, Heidi dio gracias al cielo por no haber tenido que contemplar aquella dolorosa imagen durante el primer juicio. No dejaban de asombrarla las vejaciones que había tenido que soportar su amiga. ¿Cómo había podido resistirlo?

Conteniendo un sollozo, Heidi, que estaba sentada entre sus padres y los de Dana. Tomó de la mano a su madre y a Christine.

Todas las miradas estaban fijas en Dana, cuya palidez daba a su bello rostro un tinte translúcido. Llevaba puesta una falda y una blusa que Heidi conocía, pero las prendas colgaban flojamente sobre su cuerpo esquelético.

Dana se sentó elegantemente a la mesa, junto al señor Cobb, el doctor Díaz y Gideon. Detrás de ellos se hallaban sentados en un banco los demás testigos llamados a declarar, entre ellos Kristen y Stacy. Max, Gaby y Kevin habían tomado asiento unas filas más atrás. Sin que Heidi lo supiera, el chico le había pedido permiso a su padre para faltar a clase con el fin de asistir a la vista.

Como Gideon se había pasado el fin de semana trabajando con el señor Cobb, Heidi había acabado pasando el domingo con Kevin, y sentía que, durante aquellos tres días, el chico había aprendido a confiar en ella. Se sentían a gusto juntos. Kevin le hizo un pequeño gesto con la mano cuando sus miradas se encontraron. Emocionada, Heidi le devolvió el saludo.

Al otro lado de la sala estaba sentado el señor Jenke, con su equipo legal. Parecía un hombre anodino, pero Heidi sabía que en la sala de un tribunal podía convertirse en un auténtico perro de presa.

Había otras personas sentadas a las que Heidi no reconocía. Seguramente amigos o familiares de los testigos. Según Gideon, el hombre que le vendía las drogas a Amy estaba fuera de la sala, bajo custodia policial, y no haría su aparición hasta que le llegara el momento de declarar.

Al mirar a Dana y a Gideon, Heidi tuvo que enjugarse los ojos. Un mes antes, había perdido toda esperanza de poder ayudar a su amiga y ni siquiera había oído hablar del detective Gideon Poletti.

Cuánto había cambiado su vida desde entonces. Porque se había enamorado.

«Por favor, Señor, que la vida de Dana también cambie. Permítele volver a casa y consolar a su familia. Deja que se mueva libremente otra vez… que se enamore…»

– En pie.

El juez entró en la sala. Heidi observó a aquel hombre de gafas de montura metálica que decidiría el destino de Dana. Solo él tenía autoridad para ordenar un nuevo juicio con jurado o dejarla en libertad.

– El Honorable Quínton T. Landers preside la sesión. Pueden sentarse.

Durante la vista se había generado una tremenda tensión. Gideon observó que Ron Jenke se levantaba para interrogar a Kristen. Según John Cobb, la chica sería la última en testificar antes de que Fleischer subiera al estrado. Una vez los letrados acabaran sus alegatos, todo quedaría en manos del juez. Gideon sintió que le faltaba el aire.

– Señorita Welch, en el juicio del pasado agosto, declaró usted que Amy Turner temía que su hermana, Dana, la matara.

– Eso fue lo que ella me dijo.

– Sin embargo, acaba de declarar ante este tribunal que sabía que Amy Turner sentía un odio violento hacia su hermana. Además, ha admitido que Stacy, Amy y usted eran consumidoras habituales de drogas duras. ¿Por qué ocultó esa información durante el primer juicio?

Kristen se encogió de hombros.

– Porque nunca me lo preguntó. Antes de que empezara el juicio, usted mismo me advirtió que contestara solo a lo que se me preguntara y que no dijera ni una palabra más.

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