Rebecca Winters - Una sirena atrapada

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Cuando Andrew Cordell vio a una hermosa sirena nadando hacia él, supo que había caído bajo su hechizo. Su alarmante descubrimiento resultó ser la futura bióloga marina Lindsay Marshall. Ella estaba ensayando un anuncio, vestida de sirena, y descubrió que esa actuación había conseguido encantar a algo más que a los peces. ¡Andrew se había quedado completamente prendado! Pero si el atractivo viudo no creía en cuentos de hadas marinas, ¿qué esperanza había de que se produjera un final feliz?

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El señor Herrera le abrió la puerta de detrás de recepción.

– Después de usted, señorita Marshall.

Allí había cinco hombres, dos de ellos con uniforme de policía. La atención de todos se centró en ella inmediatamente, pero su mirada se quedó fija en el hombre cuyos ojos azules la estaban mirando con la misma concentración que ella a él.

Cuando se dio cuenta de lo que estaba haciendo, apartó la mirada, intrigada no sólo por ese contacto visual, sino porque ese hombre le sonaba de algo. Evidentemente, era el buceador. Ahora que podía verle la cara podía decir que la había visto en alguna parte, pero no podía recordar dónde ni cuando y no tenía nada que ver con su leve parecido con Robert Redford.

Atractivo no era una palabra que lo describiera ni por asomo. No tenía nada que ver con el tipo de socorrista que se había imaginado al principio. Y, excepto por el cabello corto y rubio, no veía muchas cosas más que le recordaran al famoso actor.

Estaba quemado por el sol más que moreno, mostrando así el hecho de que no pasaba mucho tiempo en la playa. Sus rasgos emanaban una ruda masculinidad que pegaba con su talla y poderío físico. Llevaba un traje gris de apariencia cara, como Leanne le había descrito.

– Señorita Marshall -dijo uno de los policías-. Soy el oficial Ortiz. Este es mi compañero, el oficial Henderson. ¿Puede darme su declaración, por favor?

Lindsay se la dio y el hombre la leyó brevemente antes de levantar la cabeza.

– Dice que tenía miedo, que este caballero la estuvo esperando intencionadamente esta tarde. Sospecha que pensaba seguirla y molestarla. Aquí dice que lo culpa del accidente que sufrió bajo el agua porque estaba tratando de apartarse de él. ¿Es eso correcto?

Dicho así, la hacía parecer como una tonta alarmista y evitó mirar al buceador.

– Sí. Llegué a esa conclusión después de que él me viera practicando el día anterior y me filmó.

– Aun así, admite que cuando su… cola de sirena quedó atrapada en los sedales, él fue en su rescate y la ayudó a quitársela para que pudiera emerger.

– Sí. Eso sí que lo hizo. Pero el caso es que yo no me habría visto en esa situación si él hubiera elegido otro sitio para bucear.

Luego miró resentida al buceador y él le devolvió la mirada con un brillo de diversión en la suya.

– Pero él no sabía que usted iba a volver a practicar allí y esas aguas son libres para todo el mundo.

Indignada, ella dijo:

– Eso puede ser cierto, pero cuando me vio empezó a seguirme en vez de dejarme en paz. Tienen que comprender lo que me pasó entonces por la cabeza. Creía que podía atacarme. La máscara le escondía el rostro y su expresión. Tal vez fue algo irracional por mi parte pensar lo peor, pero bajo esas circunstancias me sentí completamente indefensa. El jefe de buceo no sabía que tenía problemas y yo me estaba quedando sin aire.

Los otros dos hombres robustos, que iban vestidos con camisas de manga corta y bermudas, como el señor Herrera, parecieron suprimir unas sonrisas y eso la enfadó más aún. Se preguntó por qué estaban allí, a no ser que fueran agentes de policía de paisano.

– Puede que les resulte imposible de creer, caballeros, pero no a todas las mujeres les gusta que un extraño les dedique sus atenciones no solicitadas. Si hubiera alguna razón lógica para* que él hiciera lo que hizo, me gustaría oírla. Seguramente quiera ser presentado al director del anuncio, pero si ese es el caso, ha elegido un mal camino, no tengo ninguna influencia con él.

Ese comentario hizo que todo el mundo volviera a sonreír, enfureciéndola más todavía.

El oficial Ortiz se tocó la visera de la gorra.

– ¿Señorita Marshall? Los demás podemos esperar fuera mientras el Gobernador Cordell le cuenta su lado de la historia.

Lindsay parpadeó. Cordell. Cordell. Entonces algo se despertó en su memoria. ¿No sería Andrew Cordell, Gobernador de Nevada?

Levantó la mirada y se encontró con la suya. De repente se dio cuenta de por qué había pensado que lo había visto antes. Le pareció como si se la fuera a tragar la tierra y se agarró al borde de la mesa que tenía cerca para conservar el equilibrio.

Capítulo 4

El hombre estudió su reacción y ya no sonreía.

– ¿Nos sentamos? -le preguntó fríamente.

– Prefiero seguir de pie, si no le importa.

No importaba quien fuera él, le había dado un auténtico susto. Lo único que ella quería era oír su explicación antes de olvidarse de todo el incidente.

– Su instinto tenía razón sobre mí, señorita Marshall. La estaba siguiendo.

Esa admisión la sorprendió y, ridículamente, el corazón se le aceleró de nuevo.

– Y, lo que es peor, le he mentido a la policía.

Ella no había oído en su vida a nadie que pareciera menos arrepentido de hacer algo.

– ¿Quiere decir que sabía que volvería allí esta tarde para practicar?

– Eso es. Investigué un poco y, deliberadamente, me las arreglé para poder mirarla.

En ese momento ella pensó que, tal vez, prefiere las mentiras ladinas que semejante sinceridad.

– No me diga. Es difícil ser un mirón cuando se es el gobernador de un estado, así que tiene que dedicarse a hacerlo bajo el agua.

La sincera risa que se le escapó a él la desarmó por completo, incluso hasta sonrió de mala gana.

– Lo siento. Eso ha sido muy poco educado por mi parte. El señor Herrera me ha asegurado que no tengo nada que temer de usted, pero todavía no he oído su explicación.

La risa se esfumó y la expresión de él se puso seria.

– Ese es el problema, que no tengo ninguna.

Incrédula, ella miró al suelo, incapaz de esconder su evidente agrado.

– Por favor, no juegue conmigo.

– Esto no es un juego, señorita Marshall. La verdad es que ayer me encontré con una sirena y… me encantó.

Lindsay lo miró a los ojos una vez más.

– Estaba tan alucinado que corrí tras ella, esperando tocarla, sólo para ver si era real. Siempre se ha dicho que las sirenas no existen, pero yo tengo una grabada en vídeo para demostrar que ésta sí. Hoy he vuelto al mismo sitio para revivir mi encantamiento, sin sospechar que mi presencia podía asustarla. Cuando la vi luchando para liberar su cola, el encantamiento se volvió un terror paralizante e hice lo que tenía que hacer para permitirle alcanzar la superficie. Con ello le dañé la cola y la dejó allí. Dado que sé que las sirenas necesitan mucho su cola, se la traje, esperando que ella no estuviera demasiado enfadada con un simple mortal que se ha entrometido en su mundo y, por un breve instante, ha vivido su propia fantasía privada.

En ese momento el oficial Ortiz asomó la cabeza por la puerta y los interrumpió.

– ¿Señorita Marshall? Tenemos otra llamada. Si ya han resuelto sus dificultades, tomaré nota y escribiré el informe en comisaría. Si no, el señor Herrera se hará cargo hasta que volvamos.

Lindsay se sintió admirada por el policía por hacer su trabajo cuando estaba segura que lo que pensaba era que ella le había hecho perder el tiempo.

Y, con respecto al Gobernador Cordell, la sinceridad de su confesión la había pillado con la guardia baja y la había dejado tan confusa que ya no sabía qué pensar sobre él o el incidente.

– Me ha dado una buena explicación -dijo en voz baja-. Gracias por venir, oficial. Se lo agradezco mucho.

– De nada, señorita Marshall. Gobernador… Que ambos tengan una agradable estancia en Nassau.

Cuando la puerta se cerró de nuevo, la habitación se transformó en algo claustrofóbico. La dominante presencia del gobernador la hizo tener miedo de una forma que ni siquiera quería saber.

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