Kate Hoffmann - Cuando llega el amor

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LO ÚNICO QUE PUEDE HACER DOBLEGARSE A UN QUINN ES UNA MUJER…
El investigador Sean Quinn vivía de acuerdo con una regla: no implicarse jamás. Pero había un caso en el que le estaba siendo muy difícil seguir obedeciendo esa norma. Había localizado a un polígamo justo antes de que engañara a otra pobre mujer. ¿Cuál había sido su error? Había accedido a darle la mala noticia a la prometida. El problema era que Laurel Rand estaba ya en el altar esperando a casarse… fue entonces cuando le pidió que él se convirtiera en el novio.
Si no conseguía demostrarle a su tío que estaba casada, él dejaría toda su fortuna a unos coleccionistas. Pero no pasó mucho tiempo antes de que su tío se convirtiera en el menor de los problemas de Laurel. El mayor era tener que pasar tanto tiempo con Sean sin dejarse llevar por la increíble atracción que había entre ellos…

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Cuando el sacerdote los declaró por fin marido y mujer, Sean exhaló un suspiro de alivio. No había sido tan difícil. Pero la siguiente frase hizo que el corazón le diera un vuelco:

– Puede besar a la novia.

– ¿Qué? -Sean miró al sacerdote.

– Levántale el velo y bésala -susurró él. Sean pidió permiso a Laurel con la mirada. A través del velo, la vio sonreír.

– Bésame -murmuró-. Y más vale que lo hagas bien.

No se hizo rogar. Agarró el borde inferior del velo y lo puso sobre su cabeza. Con delicadeza, tomó su cara entre las manos y la miró al fondo de los ojos. Luego, despacio, posó la boca sobre la de ella. Sólo había pensado rozarlos unos segundos, para que disfrutaran los invitados. Pero después de sentir sus labios no parecía capaz de poner fin al beso.

Perdió la perspectiva por completo; se olvidó de los invitados que los miraban y del sacerdote. Sean centró toda su atención en la dulzura de su boca, en el modo en que sus labios se separaron tímidamente y el gemido delicado que escapó de su garganta cuando sus lenguas se enlazaron. No pudo decir cuánto duró, sólo que cuando por fin se apartó, los invitados rompieron a aplaudir.

– ¿Qué tal lo he hecho? -murmuró él, todavía a escasos centímetros de su boca.

– Bi… bien -dijo Laurel con voz trémula. Luego el órgano empezó a sonar y Sean se dio la vuelta y le ofreció el brazo. Mientras echaban a andar por el pasillo, la miró de reojo y vio la misma expresión de asombro que había visto en su rostro cuando había abierto los ojos al terminar el beso.

Sean tenía la impresión de que había disfrutado del momento tanto como él. Bueno, iba a pagarle diez mil dólares, pero al menos se quedaría satisfecha. Y si quería más, estaría encantado de ofrecérselo.

Capítulo 2

El banquete, elegante aunque apagado, se celebró en el Four Seasons, uno de los hoteles más majestuosos de la ciudad. Una orquesta pequeña tocaba melodías en un extremo del salón mientras los invitados charlaban relajados por las mesas desperdigadas alrededor de la pista de baile. Laurel estaba contenta con cómo había salido todo, después de tantos planes y una coordinación perfecta. Había sido la boda perfecta, salvo que el novio estaba en la cárcel y se había casado con un desconocido. Por suerte, nadie había notado nada extraño.

Era un milagro haber superado la prueba de la cena. Primero, los brindis y luego los besos obligatorios para complacer a los invitados. Después del beso de la iglesia, no había imaginado que la cosa pudiera mejorar. Pero cada vez que Sean rozaba su boca era diferente, una sensación más intensa, un sabor más adictivo. El último beso que habían compartido, en la pista de baile, la había dejado mareada, sin aliento, con ganas de acorralarlo en una esquina oscura.

Se llevó una mano al pecho y respiró profundamente. Sólo tenía que superar una última prueba para poder decir que la noche había sido un éxito. Su tío Sinclair se personaría en el banquete y tendría que presentarle a Sean. Aunque tenía más de ochenta años, seguía siendo tan perspicaz como cuando era un joven emprendedor y había empezado a amasar dinero con el padre de Laurel.

Miró hacia la pista de baile y vio a Sean bailando con una de las damas de honor. No bailaba muy bien, pero tenía una constitución atlética y un oído fino que le permitía seguir el ritmo con facilidad. Y no estaba nada mal en esmoquin. Cualquier mujer se sentiría atraída por un hombre como…

Frunció el ceño. Nan Salinger, dama de honor y compañera de trabajo, parecía estar disfrutando de la compañía de Sean demasiado. Llevada por un arranque de celos, se agarró la cola del vestido y entró en la pista de baile.

– Necesito pedirte prestado a mi marido un momento -le dijo, dándole una palmadita en un hombro-. Tenemos que cortar la tarta.

– De acuerdo.

Como si se tratara de una orden, Sean soltó a Nan y fue hacia la tarta, dejando a solas a las dos mujeres en la pista de baile.

– Creo que has encontrado a un verdadero príncipe -comentó Nan, siguiéndolo con una mirada soñadora-. ¿Por qué no encuentro yo un hombre así?

– ¿Así cómo? -preguntó Laurel, intrigada por saber la opinión que tenía del novio su amiga.

– No sé, un hombre varonil. Ya sabes, fuerte, callado pero atractivo. Hombros anchos, un trasero bonito. No habla mucho, ¿verdad? Pero eso lo hace más interesante. ¿Tiene hermanos solteros? Porque si tiene, me gustaría conocerlos.

Laurel frunció el ceño de nuevo. ¿Un trasero bonito? No tenía por qué escuchar esas cosas el día de su boda.

– No… no sé -contestó-. Pero te lo diré si me entero -añadió mientras se daba la vuelta, ansiosa por evitar más preguntas.

Porque en realidad no sabía nada sobre la familia de Sean… ni de él mismo. No sabía qué le gustaba comer ni qué hacía en su tiempo libre. No sabía su color favorito, qué coche tenía. Y entonces tomó conciencia de que nunca sabría nada de eso. Sean Quinn saldría de su vida esa misma noche y no volvería a verlo.

– ¿Señorita Laurel?

Laurel se giró y vio al hombre de confianza de su tío, Alistair Winfield. Su tío no iba a ninguna parte sin él. Alistair hacía de mayordomo, cocinero y gestor financiero todo en uno. También de chico de los recados. Había sido él quien la había informado de que su tío no acudiría a la ceremonia, el que había firmado la tarjeta del regalo de boda. Y quien se había asegurado de que hubiese dinero suficiente en la cuenta de Laurel para cubrir todos los gastos de la boda.

– Hola, Alistair.

– Está preciosa, señorita Laurel -dijo sonriente el hombre, calvo y bajito-. Siento mucho no haber podido asistir a la ceremonia, pero el señor Sinclair tenía una reunión muy importante con la Sociedad Numismática.

Como tenía poco dinero, encima se dedicaba a coleccionarlo. El tío Sinclair tenía pensado dejar todo su dinero a la Sociedad Numismática. Aunque a Laurel se le ocurrían muchas formas mejores en que emplear la fortuna de Sinclair, era cosa de él.

– Al menos ha podido venir al banquete.

– Quiere conocer a su marido -dijo Alistair.

– ¿Dónde está? -preguntó ella-. No lo he visto entrar.

– Está esperando fuera, en el pasillo. Ya sabe que no le gustan las aglomeraciones – Alistair esbozó una sonrisa tímida-. Ni las mujeres con sombreros raros. Además, si hay flores en el salón, exigiría que las quitaran. Ya sabe lo que le pasa con las rosas.

– Me aseguré de pedirle a la florista que no pusiera ninguna rosa -dijo Laurel-. Íbamos a cortar la tarta. En cuanto terminemos, le llevaré un trozo y le presentaré a Edward.

– No será de chocolate, ¿no? Ya sabe que no le gusta.

– Se me había olvidado -Laurel hizo una mueca de fastidio.

– Tranquila, la esperamos fuera -dijo él-. Pero sólo diecisiete minutos. Su tío nunca espera más de diecisiete minutos.

– Estaré en cinco -aseguró Laurel. Luego se agarró la falda y corrió hacia Sean, que la estaba esperando con el cuchillo en la mano.

– No tengo ni idea de cómo partir esto – dijo mirando la tarta de cuatro pisos-. ¿Empiezo por arriba o por abajo? Parece que necesitamos unas cien raciones -añadió tras calcular el número de invitados de un vistazo.

– Sólo tenemos que cortar un trozo para ti y otro para mí -explicó sonriente Laurel-. El fotógrafo hará unas fotos y los del hotel se encargan de repartir el resto. ¿No decías que ya habías estado en más de una boda?

– En el bar -contestó él-. Y la tarta no estaba ahí.

– Pon la mano encima de la mía y sonríe – dijo Laurel tras agarrar el cuchillo. El fotógrafo disparó un par de veces antes de que Laurel partiera la tarta. Cortó un pedacito pequeño y se lo ofreció-. Toma. Sonríe y párteme un trozo a mí.

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