Sean obedeció. Cortó un pedacito y se lo llevó a la boca. Pero nada más rozar los labios de Laurel, una buena parte se escurrió y cayó sobre su vestido. Los invitados rieron y aplaudieron, instando a Sean a que le quitara él la tarta.
– Ni se te ocurra -susurró ella al ver cómo le miraba el corpiño. Sean se apartó un poco y Laurel se giró para limpiarse el vestido. Cuando hubo recobrado la compostura, sonrió de nuevo y pasó un brazo alrededor de Sean-. Ahora, mi tío Sinclair está esperando a conocerte. Tiene ochenta años, es un poco excéntrico y te hará un par de preguntas raras. Probablemente querrá ver tus uñas. Tiene una manía con las uñas limpias. Intenta tomártelo con sentido del humor y, si no sabes qué decir, me aprietas la mano y dejas que yo conteste. Recuerda, te llamas Edward Garland Wilson, eres de West Palm Beach, Florida, y tu familia se dedica a hacer inversiones bursátiles. Aparte de eso, no sabe nada de ti.
– ¿Por qué no le habías presentado a Edward hasta ahora? -preguntó Sean mientras salían.
– Sinclair es un poco ermitaño. Vive en una isla, en Maine. Le gusta coleccionar sellos y monedas y observar pájaros. Es vegetariano, tiene siete pares de zapatos iguales. Y cree que hay extraterrestres viviendo entre nosotros. Por favor, no le lleves la contraria en eso.
– Suena un poco chiflado -comentó él.
– Es multimillonario, así que no está chiflado, es excéntrico -precisó Laurel. Cuando llegaron a la puerta del vestíbulo, respiró hondo-. Acabemos con esto. Después de ver a mi tío, podemos irnos.
– Y yo que empezaba a divertirme.
– ¿Estás seguro de que te las arreglarás con mi tío? Si no, podemos dejarlo para otro día.
– Podré -contestó Sean. La rodeó por la cintura y salieron. Laurel estaba deseando que volviera a abrazarla y besarla como había hecho en la pista de baile. Pero se obligó a pensar en la prueba que tenía por delante, el último obstáculo para finalizar con éxito el plan.
Encontraron a Sinclair Rand sentado en un lujoso asiento situado cerca de recepción, arrellanado como si fuese un miembro de una familia real. Mientras se acercaban, le susurró algo a Alistair, el cual asintió con la cabeza. Laurel agarró la mano que Sean había posado sobre su cintura. Podía conseguirlo. Podía salir de aquel lío.
– Hola, tío Sinclair -lo saludó Laurel-. Tío, te presento a mi flamante marido, Edward Garland Wilson. Edward, Sinclair Rand, mi tío.
Sean extendió la mano. Sinclair la aceptó, examinó sus uñas y dejó caer la mano.
– Te has casado con mi sobrina -afirmó el anciano.
– Así es,
– ¿Qué tomas para desayunar? -le preguntó entonces Sinclair.
Al principio, pareció desconcertado, pero en seguida reaccionó.
– Cereales: Corn Flakes o Smacks con leche -Sean se aclaró la garganta y se tomó la confianza de tutearlo-. Tú tienes pinta de que te guste la avena.
– Eh… pues sí, soy hombre de tomar avena -dijo complacido Sinclair-. ¿Te han operado alguna vez?
– No, tengo buena salud. ¿Y a ti?
– Sabes que tengo dinero -continuó el anciano sin responder a la pregunta de Sean.
– Yo también. Aunque probablemente no tanto. ¿Cuánto tienes tú?
Laurel no pudo evitar sonreír. La gente solía intimidarse ante Sinclair Rand. Pero Sean parecía tan tranquilo, devolviéndole las preguntas con una franqueza que estaba dejando a su tío desconcertado.
– Tío, tenemos que irnos. Nos espera una estupenda luna de miel en Hawai.
– ¿Hawai? No comáis plátanos -los avisó-. Manteneos lejos de cualquier fruta amarilla y todo irá bien. Ya hablaremos de tu herencia cuando vuelvas.
Laurel se agachó a darle un beso en la mejilla a su tío.
– Te llamaré cuando volvamos -dijo y tiró con disimulo del brazo de Sean. Pero éste permaneció firme.
– Encantado de conocerte. Espero que volvamos a vernos.
Cuando Sinclair sacudió la mano dándoles permiso para marcharse, Laurel decidió retirarse antes de que Sean dijera nada más. Una vez se hubieron alejado, se giró hacia él:
– ¿Por qué has dicho eso? Sabes que no vas a volver a verlo.
– Pero se supone que él no lo sabe. De hecho, si de verdad fuera Edward, pensaría que volveríamos a encontrarnos, ¿no?
– Sí -murmuró ella con el ceño fruncido-. Tiene lógica. Bien pensado. Venga, ya sólo tenemos que despedirnos, lanzo el ramo de flores y asunto terminado.
Y, sin embargo, Laurel no quería que la noche terminara. Aunque le dolían los pies y estaba deseando cambiarse de ropa, no estaba segura de qué haría a continuación. Se suponía que debía marcharse a Hawai a la mañana siguiente. Cuando volviera, buscaría a su tío y este le extendería un cheque por cinco millones de dólares. Luego espaciaría las visitas, aparentaría estar triste y acabaría confesando que el matrimonio había sido una equivocación. Si le echaba la culpa a Sean, a Edward, tal vez su tío se mostrase comprensivo.
Pero, a pesar de que apenas conocía a Sean, le costaba imaginarlo como un marido horrible.
La había apoyado durante todo el día, se había mostrado atento y había empezado a verlo como algo más que un desconocido que estaba haciendo un trabajo a cambio de dinero. Por un instante, había sido el marido perfecto: un hombre seguro de sí mismo, en quien podía confiar… y atractivo.
Lo miró. Podía ser que no supiera nada de Sean Quinn. Pero sí sabía lo que la hacía sentir cuando la besaba y la rozaba. Apasionada, salvaje… la dejaba sin aliento. Y Laurel sabía que quizá no volviera a sentirse así con otro hombre.
Estaba sentado en el asiento trasero de la limusina, mirando por la ventanilla. Iban por la costa, por un barrio caro de casas y mansiones bonitas junto al mar. Laurel le había ofrecido acercarlo a la iglesia para que pudiera recoger su coche, pero Sean había insistido en que podía esperar. No había imaginado que viviera tan lejos.
Con todo, se alegraba de la tranquilidad del viaje y de tener la oportunidad de pasar un rato más con Laurel. Aunque le había pagado por un día de trabajo, no quería poner fin a aquel trato. Al principio, le había parecido que sería una odisea superar la farsa de la boda. Pero la responsabilidad de compartir la tarde y la velada con Laurel había terminado resultándole agradable.
La miró y la encontró ensimismada en sus propios pensamientos.
– ¿A qué hora sale tu avión? -le preguntó.
– A primera hora. Tengo que estar en el aeropuerto a las cinco de la mañana. Tío Sinclair está en casa, pero puedo colarme, cambiarme de ropa y recoger el equipaje sin despertarlo. El chofer te llevará a tu coche -Laurel se giró a mirarlo-. ¿Qué vas a hacer el resto de la noche?
– Mi familia tiene un pub en Southie, el Pub de Quinn. Abren hasta las dos. Supongo que me acercaré a tomar una pinta si no es muy tarde.
– Quiero darte las gracias por ayudarme – dijo ella.
– No hay de qué -dijo Sean. De repente, ya no le resultaba tan fácil hablar con Laurel. Volvía a sentirse como un adolescente nervioso ante una chica bonita-. Seguro que hará un tiempo estupendo en Hawai -añadió, lamentando al instante haber caído tan bajo como para tener que recurrir a hablar del tiempo.
Poco después, la limusina se detuvo y el chofer aparcó frente a una mansión de piedra enorme.
– Ésta es mi casa -dijo.
– Es enorme.
– Sí, demasiado para una sola persona. Pero es de la familia. Crecí aquí. Y tío Sinclair no me deja venderla, así que vivo aquí -contestó Laurel-. Bueno, supongo que ha llegado el momento de despedirnos -añadió tras unos segundos de silencio.
– Te acompaño -propuso Sean. Abrió la puerta de la limusina y rodeó el vehículo para abrir la de Laurel. Salieron dados de la mano y caminaron, con el frufrú del vestido sobre la acera, hasta que Laurel tecleó el código de seguridad y la puerta se abrió automáticamente.
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