– Edward no va a venir a la boda -contestó.
Laurel miró al apuesto desconocido, incapaz de comprender lo que le decía.
– ¿Qué es esto?, ¿una broma estúpida?
– Me temo que no -respondió el hombre-. Eddie me dio cien dólares para que viniera a decírtelo en persona.
– No, no es posible. Tengo que casarme hoy. Los invitados, las damas de honor. He estado dos meses eligiendo la música. ¡No puede echarse atrás media hora antes de la boda! – dijo Laurel al borde de un ataque de nervios-. ¿Dónde está? Quiero hablar con él.
– No está aquí -el hombre la agarró, frenándola en su intento de salir a buscarlo-. Y no puedes hablar con él.
– ¿Por qué no?
– Porque está camino de la cárcel.
– ¿Quién eres? -preguntó entonces Laurel, mirándolo a los ojos-. ¿Por qué estás aquí?
– Ya te lo he dicho. Me manda Eddie. Me llamo Sean Quinn, soy detective privado. Y… he sido yo el que lo ha mandado a la cárcel.
– ¿A la cárcel?, ¿has metido a Eddie en la cárcel?
Quizá fuera la tensión de los últimos meses, organizar la boda, asegurarse de que todo fuera a salir perfecto, encontrar por fin a un hombre adecuado que quisiera casarse con ella. No esperaba una boda de cuento de hadas, pero tampoco una pesadilla. En cualquier caso, lo último que imaginaba era que reaccionaría pegándole un puñetazo en el estómago a Sean Quinn. El golpe lo pilló desprevenido y lo dejó sin respiración durante unos segundos. Se limitó a mirarla asombrado. Después recuperó el aliento.
– Buen golpe. Supongo que me lo merezco -Sean carraspeó-. Aunque esperaba que te echaras a llorar, no un derechazo… En fin, creo que después de que le explique la situación quizá se sienta mejor.
– Lo único que me hará sentir mejor es que te esfumes ahora mismo y aparezca Eddie en tu lugar -replicó ella.
– Lo siento, pero eso no va a pasar. Tu prometido no es quien aparenta ser. Su verdadero nombre es Eddie Perkins. Es un estafador y está buscado en ocho estados.
– Tiene que tratarse de un error. Edward proviene de una familia muy buena. Se dedican a inversiones bursátiles. Me presentó a sus padres.
– Serían actores contratados -contestó Sean-. Es su modus operandi, según el expediente. Es muy bueno en lo que hace. No deberías sentirte estúpida por que te haya engañado.
– ¿Estúpida? -repitió Laurel a punto de pegarle otro puñetazo-. ¿Te parece que soy estúpida?
– No, no, en absoluto. Creo que eres…
– ¿Ingenua?
– Ya te lo he dicho -Sean negó con la cabeza, tragó saliva-. Eres preciosa.
Cuando la miró a los ojos, Laurel no pudo respirar. Tenía unos ojos increíbles, una extraña mezcla de verde y dorado, una mirada intrigante a la vez que directa y franca. Hasta ese momento, no se había molestado en fijarse bien en él. Al fin y al cabo, era el día de su boda. Se suponía que debía tener la cabeza puesta en su novio.
Sintió una tremenda frustración y estuvo a punto de ponerse a gritar. Las cosas no estaban saliendo como se suponía. No tenía por qué ser el día más romántico de su vida, pero al menos sí que debía representar un punto de inflexión. A partir de ese día, se suponía que debía tomar las riendas de su vida.
– Con lo bien que iba todo… -Laurel se acercó a la ventana y dejó que la vista se perdiera en algún punto del patio exterior. ¿Cómo podía haberse torcido todo?-. No puedo creer que esto esté pasando.
– Lo siento -Sean le puso una mano encima del hombro-. No… no pretendía estropearte un día tan especial.
De repente, se sintió exhausta. Laurel se dio la vuelta hacia Sean.
– No pasa nada, no es culpa tuya -dijo al tiempo que se le escapaba una lágrima.
– No llores -murmuró Sean mientras le acariciaba los brazos, como para consolarla.
Pero nada más sentir las manos del desconocido a su alrededor, Laurel se olvidó de Edward y de la boda, sorprendida por la amabilidad, la fuerza… y el torso espectacular de Sean.
Respiró hondo y dio un paso atrás. Si tenía alguna duda sobre la hondura de sus sentimientos por Edward, ya se le había resuelto. Nunca lo había querido. No hacía ni diez minutos que había salido de su vida y ya estaba en brazos de otro hombre.
Laurel retrocedió con disimulo unos pasos más, como si quisiera observar a Sean Quinn desde una distancia más prudente. Sus ojos no eran el único rasgo atractivo. Tenía el pelo negro, y un poco largo. Era guapo, pero tenía algo, cierto aire indiferente que lo hacía parecer distante, intocable.
– ¿Por qué lo han detenido? -preguntó entonces Laurel.
– Eh… -Sean carraspeo-. Por polígamo.
– ¿Polígamo? -repitió sorprendida Laurel-. ¿Ya estaba casado?
– Nueve veces. Tú habrías sido la mujer número diez.
Laurel sintió que las mejillas le ardían de humillación.
– Supongo que me lo merezco -dijo y esbozó una sonrisa tímida-. Debería haber sospechado que pasaba algo. Quería presentarle a mis amigos, pero siempre tenía alguna excusa, alguna reunión de negocios inaplazable. Y cuando le pregunté por su familia, cambió de tema. Y anoche no pudo ir al ensayo general de la boda. Dijo que tenía una reunión.
– Estaba con otra mujer -dijo Sean-. Pero si te hace sentirte mejor, dijo que te quería de verdad.
Laurel soltó una risotada. La quería. Era demasiado práctica para creer en el amor. Edward y ella eran compatibles, había creído que venía de una buena familia y había decidido aceptar su propuesta cuando le había pedido que se casaran. Encajaba en sus planes. Se casaría con Edward, adquiriría el fideicomiso administrado por su tío y haría realidad todos sus sueños. Pero todo se había venido abajo. ¿O no?
– Dime una cosa, ¿estás casado? -preguntó de pronto Laurel.
– No.
– ¿Tienes novia o prometida?
Sean negó con la cabeza y frunció el ceño con inquietud.
– Será mejor que me vaya. Tienes un montón de cosas que hacer. Supongo que no podrás devolver el vestido de novia, pero puede que los invitados dejen que te quedes con los regalos… cuando sepan que no ha sido culpa tuya.
– ¿De qué talla es tu chaqueta? -Laurel se dio la vuelta y agarró una percha que colgaba del pomo de un armario con espejo-. Creo que es la tuya. Aunque no habrá tanta suerte con los pies. Los de Edward eran realmente grandes.
– Ni hablar. No pienso vestirme para decirles a tus invitados que la boda se suspende – atajó Sean-. Ya he hecho lo que tenía que hacer. Me voy.
– No quiero que les digas nada a los invitados -dijo ella-. Pienso casarme esta tarde.
– Eddie está en la cárcel. No creo que lo dejen salir -respondió Sean.
– No, con Edward no. Voy a casarme contigo -afirmó Laurel. Sobrevino un silencio ensordecedor. Esperó. Observó cómo se le abría la boca a Sean. Tal vez se hubiera precipitado, pero estaba desesperada-. Antes de que digas que no, quiero que escuches mi oferta.
– Ni hablar -Sean levantó las manos para frenarla-. No pienso encontrarme contigo en el altar. Ni contigo ni con ninguna mujer.
– Y yo no tengo intención de cancelar la boda. Desde mi punto de vista, la culpa de todo la tienes tú. Tú eres quien ha detenido a Edward…
– ¡Era polígamo! -exclamó Sean-. Estaba infringiendo la ley. Deberías estarme agradecido.
– Lo estaría si no hubiera tanto en juego en esta boda. Hay invitados, regalos, un banquete. Sería muy violento -dijo Laurel cada vez con menos convencimiento. Se sentía un poco culpable por manipularlo, pero era verdad que la boda era importante. Una vez se casara, podría disponer de su herencia. Entonces podría alquilar un edificio. Ya lo tenía todo elegido, con fachada de ladrillos, techos altos y mucha luz.
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