Brian hizo una pausa y esperó, saboreando el momento.
– Bueno, ¿y qué pasó entonces? -preguntó por fin Sean.
– Ronan se armó de valor, apretó la bellota con fuerza dentro del puño y, con los ojos cerrados, deseó que el lobo se convirtiera en un animal inofensivo, como un ratón o un conejo. Cuando dejó de oír los gruñidos del lobo. Ronan abrió los ojos y se encontró ante una delicada piel de lobo. Al agacharse a recogerla, saltó una rana fea y la princesa, al verse convertida en rana, se perdió entre los árboles del bosque. Ronan regresó a casa, ansioso por obtener la recompensa. Y nunca más volvió a faltar comida en su mesa.
Sean no pudo evitar reírse del final.
– No tiene sentido. Si Ronan era tan listo, ¿por qué no se volvió directamente a casa con las tres bellotas y pidió tres deseos que de verdad necesitara? ¿Y para qué va a querer una princesa bellotas mágicas si ya tiene una corona de esmeraldas? Y si ella ya tenía dos bellotas y Ronan sólo una, podía haber…
– Cállate ya -Brian le dio un empujón en el hombro-. No es más que una historia. ¿O es que crees que existen bellotas mágicas?
– A mí me ha gustado -dijo Liam con satisfacción-. Y he entendido la moraleja: no te fíes nunca de las mujeres, por muy bonitas que sean. Los Increíbles Quinn no deben enamorarse… Ah, y no seas demasiado codicioso cuando alguien te ofrezca algo -añadió justo antes de echar a correr, gritándole a Conor que estaba hambriento.
Brian se puso de pie. Sean lo siguió. Se sentía un poco mejor. A la porra con Colleen Kiley. Que la zurcieran. Además, en realidad no era tan guapa. Se ponía mucho maquillaje y se reía como una hiena.
– Una última cosa -dijo Brian mientras salían de la habitación.
– Si me vas a preguntar si voy a pedirle a Colleen Kiley que vaya al baile conmigo, ya te puedes ir despidiendo de tus dientes.
Brian soltó una carcajada y sacó del bolsillo tres bellotas.
– He pensado que te podían venir bien.
– ¿Para qué?
– No sé, podrías convertir a Colleen Kiley en una rana. O en un escarabajo -Brian sacó otras tres bellotas. Y si con tres no tienes bastantes, utilizaré las mías. Los Quinn tenemos que estar unidos -añadió, pasando un brazo sobre el hombro de su hermano.
Sean sonrió y asintió con la cabeza. Por mucho que se peleara con ellos, sabía que siempre podía contar con sus hermanos.
– Sí, supongo que sí -murmuró mientras se guardaba las bellotas en el bolsillo.
Sean Quinn estaba arrellanado en su maltrecho Ford. Había encontrado aparcamiento justo bajo la calle de un edificio de tres plantas situado en uno de los barrios de moda de Cambridge y llevaba observando el portal casi dos horas.
Le habían encargado el caso de forma indirecta, a través de un colega al que había conocido una noche en un bar. Bert Hinshaw, detective privado de sesenta años, mujeriego y bebedor empedernido, había visto numerosos casos delirantes. Habían hablado durante horas, Sean tomando nota de la mayor experiencia de Bert y éste complacido por tener a alguien dispuesto a escuchar sus historias. A partir de ahí habían desarrollado un sentimiento de amistad y quedaban de vez en cuando para charlar.
Pero Berr había tenido que reducir el ritmo de trabajo por problemas de salud y había empezado a derivar algún caso hacia Sean. Éste se lo había pasado hacía dos semanas y su cliente era una mujer adinerada a la que un tal Eddie Perkins, también conocido como Edward Naughton Smyth, Eddie el Gusano y seis o siete apodos más, había seducido, convencido para que se casara con él y esquilmado buena parte de su fortuna.
Se trataba del caso más lucrativo que había tenido nunca con diferencia, mejor incluso que el del banco Intertel de hacía unos meses, Estaba ganando mucho dinero, con un fijo garantizado de casi cuatrocientos dólares diarios.
Eddie, conocido estafador y polígamo, había dejado una buena ristra de corazones partidos y cuentas bancarias vacías por todo el país. El FBI llevaba años detrás de él, Pero era Sean quien lo había localizado después de que la séptima mujer de Eddie oyera que se encontraba en Boston. Había contratado a Sean para dar con él y entregarlo luego al FBI, a fin de obtener una indemnización en un juicio posterior.
Sean miró la hora. Los sábados, Eddie no solía levantarse antes de las tres de la tarde. Y la noche anterior había sido larga. La había pasado con una de las cinco amigas con las que coqueteaba en esos momentos, una divorciada también rica. Sean había decidido que había llegado el momento de actuar y había llamado al FBI. El agente al mando le había asegurado que enviaría a dos hombres al piso en menos de una hora.
– Venga, venga -murmuró mientras miraba por el retrovisor en busca de un sedan sin matricula.
Le resultaba asombroso que un hombre como Eddie pudiera haber convencido a nueve mujeres inteligentes para que se casaran con él y le confiaran su dinero. En ese sentido, debía reconocer que era digno de admiración. Aunque Sean tampoco tenía problemas con las mujeres. Era un Quinn y, por alguna razón, los hermanos Quinn tenían un gen misterioso que los hacía irresistibles para el sexo opuesto. Pero, a diferencia de sus hermanos, él nunca se había sentido relajado hablando con una mujer. No se le ocurría nada ingenioso ni halagador, nada para entretenerlas… aparte de su talento en la cama.
Las cosas no habían cambiado mucho desde que era un niño. Brian seguía siendo el gemelo extravertido y él permanecía en segundo plano, observando, evaluando. Sus hermanos le tomaban el pelo con que era justo ese aire reservado lo que lo hacía irresistible a las mujeres. Cuanto menos interés mostraba, más fascinadas quedaban.
Pero Sean sabía lo que esas chicas querían en realidad: sexo del bueno y un futuro que no estaba preparado para ofrecerles. Advertía su deseo de atraparlo en el matrimonio, y siempre se escapaba antes de que le echaran el lazo. Se suponía que los Quinn no debían enamorarse. Y aunque para sus hermanos era demasiado tarde, Sean no tenía intención de cometer el mismo error que ellos.
Un sedán gris pasó despacio por delante y Sean se incorporó.
– Ya era hora -murmuró. Salió del coche y, segundos después, se le acercaron dos agentes con trajes negros y gafas de sol.
– ¿El señor Quinn? -preguntó uno de ellos-. Soy Randolph. Éste es Atkins. Del FBI.
– ¿Por qué habéis tardado tanto?, ¿habéis parado a comprar donuts? -murmuró Sean.
– Estábamos ocupados deteniendo a unos tipos malos de verdad -respondió con desdén Atkins.
– Si el caso no os interesa, creo que en Baltimore ofrecen una recompensa -Sean levantó las manos en un gesto de burla, como si se rindiera-. Puedo llamar y que lo encierren allí – añadió, sabedor de que el FBI preferiría detener a Eddie por su cuenta.
– ¿En qué apartamento está? -preguntó Atkins.
– Es un animal de costumbres. Los sábados se marcha a las tres en punto, se toma un capuchino en la cafetería de abajo, compra el Racing News en el kiosco y llama a su corredor de apuestas desde una cabina. Se compra algo, cena y sale a pasar la noche.
– ¿Cuánto tiempo llevas vigilando a este tipo?
– Dos semanas -Sean devolvió la mirada al portal del edificio. La puerta se abrió y no pudo evitar sonreír al ver salir a Eddie, a la hora en punto, con un abrigo a medida y unos pantalones perfectamente planchados. Aunque tenía cuarenta y pico años, se ocupaba de mantenerse en forma. Podía pasar sin problemas por un hombre diez años menor. Llevaba una maleta pequeña de cuero, dato significativo para un hombre como Eddie. ¿Pensaba marcharse?-. Es él.
– Son las dos y cincuenta y cinco. Supongo que no conoces a tu hombre tan bien como crees -dijo Atkins y echó a andar seguido por su compañero-. Nosotros lo detendremos. Tú quédate aquí.
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