– Ni hablar -dijo Sean-. Si intenta huir, quiero estar cerca para atraparlo.
Estaban a mitad de camino cuando Eddie los vio. Sean supo antes que los agentes que echaría a correr. Lo supo nada más enlazarse sus miradas. Lo cual le permitió aventajar a los agentes. No les había dado tiempo a gritar siquiera y Sean ya había arrancado tras Eddie. Le dio alcance a mitad de la manzana, le agarró la muñeca por la espalda y lo tiró al suelo.
Cuando Randolph y Atkins llegaron, Sean ya lo tenía totalmente inmovilizado. Atkins lo esposó y le puso de pie.
– Eddie -le dijo.
– Un momento, esperad -se resistió Eddie-. No podéis detenerme ahora.
– ¿Quieres que volvamos luego? -Randolph rió-. Vale, lo que tú digas. Es más, si te parece, nos llamas por teléfono cuando estés dispuesto a entregarte, ¿de acuerdo? -añadió justo antes de darle un empujón hacia el coche.
– ¡Hey, tú! -Eddie se giró hacia Sean-. ¡Ven!
Sean miró a los dos agentes, los cuales se encogieron de hombros.
– ¿Qué quieres? -preguntó.
– Tienes que sacarme de esta. Es muy importante -Eddie trató de meterse la mano en un bolsillo del pantalón, pero los agentes se lo impidieron. Atkins sacó un fajo de billetes-. Dale cincuenta; no, que sean cien.
– ¿Para? -preguntó Sean cuando el agente le hubo entregado dos billetes de cincuenta dólares.
– Quiero que vayas al 634 de la calle Milholme y le cuentes a Laurel Rand lo que ha pasado.
– Tienes derecho a una llamada -contestó Sean-. Llámala tú -añadió al tiempo que le devolvía el dinero.
– No, no puedo. Será demasiado tarde. Tienes que hacer esto por mí. Dile que lo siento de verdad. Dile que la quería de verdad.
Sean miró los billetes. Sabía que debía negarse, pero cada dólar que echaba al bolsillo suponía estar un dólar más cerca de conseguir un despacho de verdad y, quizá, hasta una secretaria en condiciones. Con cien dólares podría pagar la factura de la luz durante unos meses. ¿Por qué no emplear un rato en un encargo tan sencillo?
– Está bien. ¿Quieres que le diga que te han detenido? -preguntó y Eddie asintió con la cabeza-. ¿Quieres que le cuente por qué?
– Como quieras. Cuando se entere de la verdad, no querrá volver a verme. Pero dile que la quería de verdad. Que era la elegida.
– Por supuesto, Eddie -murmuró Atkins-. Estoy seguro de que eso se lo dices a todas. ¿Lo haces antes o después de limpiarles la cuenta corriente?
– Las he querido a todas -aseguró él-. Pero es como una compulsión. No puedo evitar pedirles matrimonio y ellas siempre aceptan. La culpa es de ellas, no mía.
– Andando -el agente Randolph le dio un tirón del brazo.
– Recuérdalo, me lo has prometido -gritó Eddie a Sean-. Confío en ti.
Los agentes introdujeron a Eddie en el asiento trasero del sedán y se marcharon calle abajo. Sean volvió a mirar el reloj. No tardaría más de media hora en dar el recado. Después, volvería al apartamento, prepararía una última factura y la enviaría por correo electrónico. La semana siguiente tendría el dinero ingresado y a la otra podría empezar a buscar un despacho pequeño. Todavía tenía que pensar en amueblarlo y en los gastos de promoción, por supuesto. Y necesitaría un teléfono, un contestador y un busca. Si quería que el negocio tuviese éxito, debía prepararse para el éxito… y comprarse un par de trajes y una corbata o dos quizá.
– A la calle Milholme -murmuró camino del coche-. Será divertido.
Estaba a sólo unos pocos kilómetros de la casa de Eddie. Sean guiñó los ojos contra el sol y se bajó las gafas de sol para leer los números por la ancha avenida. Pero al llegar a la dirección que Eddie le había indicado, descubrió que no había un apartamento o una tienda, sino una iglesia.
Detuvo el coche. Delante de la iglesia había una limusina aparcada con un cartel de «Recién Casados» detrás. -¿Qué demonios? De pronto, Sean lamentó haber aceptado el encargo de Eddie. Lo último que quería era decirle a una mujer que su pareja no se presentaría al banquete de boda.
Sean se fijó en varias mujeres desparejadas, paradas frente a la iglesia, vestidas con elegancia. Una de ellas tenía que ser Laurel Rand. Bajó del coche, echó una carrera y se dirigió a la primera mujer que encontró.
– Busco a Laurel Rand -dijo.
– Está dentro -contestó la guapa invitada. Sean asintió con la cabeza y entró sin vacilar. Cuanto antes se librara de aquel recado, antes podría volver al Pub de Quinn y celebrar el cierre exitoso del caso. Justo detrás de la puerta había una dama de honor con un ramillete en la mano.
– ¿Laurel Rand? -preguntó Sean.
– Bajando por ese pasillo -la mujer apuntó hacia la izquierda-. La última puerta a la derecha. ¿Eres el fotógrafo?
Sean frunció el ceño y echó a andar pasillo abajo. No estaba seguro de qué esperaba al llamar a la puerta. Pero cuando una mujer vestida de novia abrió, supo que aceptar el dinero de Eddie había sido un error colosal.
– ¿Laurel Rand?
– ¿Sí?
Sean tragó saliva al reconocerla. Era una de las mujeres que había visto con Eddie en las últimas semanas. Pero nunca se había fijado en lo bella que era. Parecía un ángel, tan pálida y perfecta, vestida de blanco. Tuvo que cerrar las manos en puño para no acariciarla. Llevaba el pelo, rubio y ondulado, recogido hacia atrás y cubierto por un velo.
– ¿Eres Laurel Rand? -repitió Sean, rezando para que ésta estuviera en algún lugar dentro de la habitación, quizá arreglando las flores o limpiando los zapatos de la novia.
– Sí, ¿eres el fotógrafo? Se suponía que tenías que llegar una hora antes de la boda -Laurel le estrechó la mano y lo hizo pasar a la habitación. Su piel cálida y suave le provocó una reacción prohibida-. Sólo tenemos media hora hasta el comienzo previsto de la ceremonia. ¿Dónde tienes la cámara?
– No… no soy el fotógrafo.
– ¿Quién eres?, ¿por qué me interrumpes? – preguntó entonces ella al tiempo que le soltaba la mano-. ¿Es que no ves que soy la novia? No deberías ponerme nerviosa, se supone que tengo que estar tranquila, ¿parezco tranquila?
Contuvo el impulso de agarrarle la mano de nuevo mientras le daba la noticia.
– Pareces… -Sean respiró profundo en busca de la palabra adecuada-. Estás preciosa. Radiante. Arrebatadora.
Para no sentirse a gusto hablando con las mujeres, le había salido con mucha facilidad.
– Gracias -dijo Laurel, esbozando una leve sonrisa.
Le entraron ganas de darse la vuelta y echar a correr para quedarse con el recuerdo de Laurel Rand cuando sonreía. Al diablo con Eddie. Pero, aun así, cierto instinto desconocido quería protegerla de la humillación.
– ¿Podemos hablar? -le preguntó justo antes de sujetarla por el codo, ansioso por tocarla de nuevo.
– ¿Hablar?
Sean cerró la puerta, luego la condujo con delicadeza hacia una silla por si le daba por desmayarse.
– ¿Con quién te vas a casar? La mujer lo miró unos segundos con expresión confundida.
– Con… con Edward Garland Wilson. Pero deberías saberlo si estás invitado a la boda -dijo y frunció el ceño-. ¿Te has colado?, ¿quién eres?
– Sólo otra pregunta -dijo Sean-. ¿Tu novio mide alrededor de metro ochenta y cinco, tiene pelo negro, gris por las sienes?
– Sí. ¿Eres un amigo de Edward?
– No exactamente. Pero me ha pedido que te dé un recado -contestó Sean.
– ¿Sí? -el rostro de la mujer se iluminó-. ¡Qué considerado! Pero podía haber venido en persona. Yo no creo en esas supersticiones tontas de que el novio no puede ver a la novia antes de la ceremonia. ¿Cuál es el recado?
Sean maldijo para sus adentros. ¿Por qué habría accedido? Debería haberse dado media vuelta y punto. No quería romperle el corazón a esa mujer. Y menos todavía quería verla llorar. Pero mucho se temía que no podría salir de la habitación sin que ambas cosas pasaran.
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