Esperó la reacción de ella, que se limitó a asentir con la cabeza.
– De acuerdo, eso puedo entenderlo. ¿Y por qué yo?
Will se encogió de hombros.
– Tiene sentido -repuso-. Para empezar, está el contrato. Y ya éramos buenos amigos -no le dijo que ella lo atraía mucho, que no dejaba de pensar en ella y la veía bajo una luz nueva.
– ¿O sea que esto es sólo cuestión de… eficiencia? -preguntó ella.
Will soltó una risita.
– He pasado años perfeccionando mis encantos, ¿y qué he conseguido? Todavía no he encontrado a la mujer perfecta.
– ¿Y estás dispuesto a conformarte con una imperfecta?
– ¡No! -protestó él-. Tú no eres imperfecta en absoluto. Nosotros empezamos como amigos, Jane. Quizá sea lo mejor -hizo una pausa-. Si quieres saber mi opinión, creo que nos han tomado el pelo. Nos dedicamos a buscar el amor y los finales felices y puede que la mayoría no los encontremos nunca. Yo tengo treinta años y he salido con mujeres suficientes para saber que es difícil encontrar algo especial.
Cerró los ojos y respiró hondo el aire húmedo.
– ¿Sería tan malo intentarlo? ¿Qué tenemos que perder?
La miró, vio que dudaba y resistió el impulso de presionarla más. No quería asustarla.
– Somos personas distintas. Tú ya no me conoces -dijo ella.
Will la miró a los ojos.
– Te conozco lo suficiente -contestó-. Sé que nos iría bien juntos. Dame una oportunidad de demostrártelo.
Ella se mordisqueó el labio inferior, pensativa, y Will se permitió sentir una cierta esperanza.
– De acuerdo -dijo ella al fin-. Pero tiene que ser según mis condiciones.
– Por supuesto -él hizo ademán de tomarle las manos, pero ella evitó el contacto y entrelazó los dedos-. Aceptó cualquier condición.
Jane lo miró a los ojos con una expresión que tenía algo de retadora.
– Quiero un anillo -dijo ella-. Uno muy grande. Tres quilates por lo menos.
Will reprimió un respingo de sorpresa.
– ¿Qué?
– Y no quiero perder el tiempo con un compromiso largo. Si después de tres meses, esto no funciona, seguimos cada uno nuestro camino y rompemos el contrato. Y por supuesto, yo me quedo el anillo. ¿Aceptas?
Ella no hablaba de una cena precisamente. Seguía pensando que quería obligarla a casarse y hablaba de algo mucho más serio. Su cerebro intentaba entender lo que ocurría. ¿Anillo? ¿Compromiso? Entendió entonces la mirada retadora de ella. Aquello era un farol porque quería asustarlo con la posibilidad del compromiso. La audacia de ella le dio ganas de reír. Pero a aquel juego podían jugar los dos.
– De acuerdo -dijo en tono mesurado-. Pero yo también tengo condiciones. Si vamos a intentarlo de verdad, tenemos que pasar más tiempo juntos. Creo que debes mudarte conmigo. Así podremos ver si somos compatibles.
Jane se puso tensa y Will pensó que iba a dar marcha atrás.
La joven se encogió de hombros.
– Supongo que eso estaría bien, pero con una condición. Tendremos habitaciones separadas.
Will admiró su sangre fría. Ni siquiera había parpadeado. Habían pasado de salir a vivir juntos en menos de un minuto.
– De acuerdo, pero tendrás que hacer un esfuerzo por realizar algunos deberes de esposa -repuso, convencido de que aquello sería demasiado para ella.
Tal y como esperaba, Jane abrió mucho los ojos.
– ¿Quieres que me acueste contigo?
Will se echó a reír.
– No, no me refería a eso, pero si quieres añadir eso a tu lista de responsabilidades diarias, no tengo nada que objetar.
– Esto no saldrá bien -murmuró ella.
– Yo me refería a cosas que suelen hacer las mujeres por sus maridos. Cocinar de vez en cuando, hacer la colada, arreglar la casa, escuchar mis problemas en el trabajo.
– ¿Y qué me dices de los deberes de los esposos? ¿Qué vas a hacer tú para contribuir a este acuerdo?
– Yo haré lo que quieras.
– Una cerradura en la puerta de mi dormitorio -musitó ella-. Y un cuarto de baño propio.
– Eso será un problema -repuso él-. En mi casa sólo hay uno y medio.
Jane suspiró y le lanzó una mirada recelosa.
– Supongo que puedo soportarlo. Podemos hacer turnos para el baño.
– De acuerdo.
– Bien. Tres meses -dijo ella-. Hasta el día de San Valentín. Y si no funciona, seguimos caminos separados.
– Tres meses -asintió él-. ¿Quién sabe lo que puede ocurrir?
Jane le tendió la mano y él se la estrechó.
– Trato hecho -dijo ella-. Quizá deberíamos escribir otro contrato.
Will, sorprendido todavía por el giro de los acontecimientos, le retuvo la mano.
– Añadiremos una cláusula al viejo – comentó. ¿Cuándo quieres mudarte conmigo?
– ¿Este fin de semana?
– Está bien -no pudo reprimir una sonrisa-. ¿Qué te parece el sábado? Te ayudo a instalarte y luego podemos salir a cenar. Conozco un restaurante magnífico en…
– El sábado tengo que trabajar; sería mejor el domingo.
– La dirección es el 2234 de North Winston. Te espero el domingo.
La joven asintió y se volvió para marcharse, pero él se negó a soltarle la mano.
¿-Jane?
Ella miró los dedos enlazados de ambos.
– ¿Sí?
– Tú me has preguntado por qué; yo puedo preguntarte lo mismo. ¿Por qué?
– Yo no tengo que darte mis razones -contestó ella-. Eso no entra en el trato – se soltó y echó a andar por el camino. Will la contempló hasta que dobló un recodo y desapareció; se sentó en un banco del parque con la respiración formando nubes delante de su rostro.
Desde el comienzo había buscado sólo una cita y de pronto había acabado con una prometida. No sabía qué pensar, así que optó por no pensar en lo sucedido. Tendría tres meses para averiguar lo que sentía por ella… y lo que sentía ella por él.
El dormitorio de Jane estaba lleno de cajas. Miró el lado de armario donde guardaba la ropa de verano y pensó qué podía hacer con aquellas prendas.
– Las guardaré en un almacén -murmuró.
Lisa tomaba un café sentada en el borde de la cama y la observaba.
– Estás loca. ¿Se puede saber qué te ha dado? -levantó una mano-. Espera, no contestes. Yo sé lo que te ha dado. Un virus llamado Will McCaffrey. ¡Y yo que pensaba que al fin te habías curado!
– Lo que me ha entrado es sentido común -repuso Jane. Tomó un montón de jerséis bien doblados y los dejó en una caja vacía.
Había pasado dos noches dando vueltas en la cama, considerando sus alternativas, pero lo que al fin la forzó a decidirse fue una llamada del mecánico que le dijo que tenía que cambiar unas piezas de su coche de nueve años, reparación que ella no podía pagar, y menos si tenía que pagar a un abogado que la librara del ridículo contrato con Will.
– ¿Sentido común? -gruñó Lisa-. ¿Qué tiene de sensato irse a vivir con Will?
– No sólo me voy a vivir con él. Digamos que estoy prometida con él.
Lisa abrió mucho la boca.
– ¿Prometida?
Jane miró el montón de jerséis que tenía que empaquetar.
– Creía que podía obligarlo a renunciar a su estúpido contrato, pero las cosas no salieron como yo planeaba.
– Jane, no puedo creer que ese contrato sea vinculante. No puede obligarte a casarte con él.
– Esa no es la cuestión. Luchar con él me costará un dinero que no tengo. Además, esto me viene bien. Tendré un sitio para vivir mientras nos recuperamos y dentro de tres meses rompemos el contrato y no tendré que volver a pensar en Will McCaffrey -miró a su amiga-. Sólo son tres meses, Lisa. Nos esforzaremos con el negocio, haremos dinero suficiente para pasar el invierno y en marzo volveremos a empezar.
– Te dije que podías venir a vivir con Roy y conmigo. El sofá es muy cómodo.
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