Jill Shalvis - Cura de amor

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¿Cuál sería la mejor cura para los síntomas del amor?
El doctor Luke Walker vivía entregado a su trabajo y, salvo a sus pacientes, trataba a todo el mundo con exagerada severidad y rigor, hasta que sus superiores lo trasladaron temporalmente a una clínica de remedios alternativos. Allí, la aromaterapia, la acupuntura y el yoga parecieron causar un efecto extraordinario en él… ¡pero no tanto como el efecto que Faith McDowell, la directora del centro, provocaba en su libido!
Luke y Faith estaban enfrentados en todo, excepto en su pasión por curar a los pacientes… y en la pasión que sentían mutuamente. El problema era que Luke Walker, que había hecho todo lo posible por no necesitar a nadie, empezaba a depender de ella. De modo que se vio obligado a usar sus dotes más persuasivas para convencer a Faith de que la pasión tenía que durar.

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Aun así, esperaron al doctor treinta minutos y, cuando vieron que los pacientes se acumulaban, Shelby y Faith se encontraron en el pasillo con cara de preocupación.

– Habitualmente, hoy sería su día libre -dijo Faith-. Quizá se haya quedado dormido sin querer.

– Entonces, estamos acabadas.

– No. No lo estamos -agarró sus llaves-. Dame su dirección.

– Está en tu escritorio -sonrió Shelby-. ¿Vas a sacarlo de la cama?

– Si hace falta. Sé que ya vamos retrasadas, pero si consigo traer a otro médico, merecerá la pena que me ausente un momento -Faith se mordió el labio-. Será mejor que me desees suerte.

– Oh, sí, te deseo suerte. Vas a necesitarla

Faith llamó de nuevo a la puerta de la casa que el doctor Luke Walker tenía en la costa. Al ver que nadie contestaba, comprobó la dirección del papel que tenía en la mano. Tenía que estar en el lugar adecuado. La casa era un palacete, el lugar perfecto para un prestigioso doctor, igual que el jaguar verde que había aparcado en la entrada.

Ella miró hacia su Ford Escort de finales de los ochenta y suspiró. No era una mujer a la que le gustaran los enfrentamientos, a pesar de que era testaruda y siempre quería tener razón. Pero cuando se trataba del futuro de su clínica…

La maldición del carácter de las pelirrojas, supuso, y se acarició la melena rojiza. Bien, al retrasarse, el doctor le estaba pidiendo que le mostrara su carácter. Él tenía un compromiso, ese sábado y todos los sábados durante tres meses, con ella y con la clínica.

Llamó de nuevo, pero con más fuerza. Esperó con paciencia, y al ver que nadie contestaba, comenzó a dar golpecitos con el pie. Miró otra vez el coche que le aseguraba que había alguien en casa.

Y llamó otra vez, escuchando con satisfacción el eco de sus golpes reverberando en el interior de la casa.

¿Estaría dormido? Maldito hombre, roncando plácidamente mientras su vida estaba a punto de desmoronarse…

Entonces, se abrió la puerta y ella se encontró frente al torso desnudo de un hombre. Levantó la vista y, al ver el rostro del doctor Luke Walker, tragó saliva.

Por supuesto, había oído hablar de él en el artículo del periódico en el que hizo los nefastos comentarios sobre su clínica. Pero en carne y hueso, el doctor Luke Walker era algo que nunca había visto antes. Era más delgado y fuerte de lo que ella esperaba, las facciones de su rostro eran más duras, y su cuerpo semidesnudo mucho más irresistible de lo que nunca hubiera imaginado.

– ¿Si? -la mirada de sus vivos ojos azules se posó sobre Faith y, por algún motivo, ella no fue capaz de emitir palabra. Tenía el cabello corto y oscuro y estaba muy serio. Al ver que ella permanecía en silencio, comenzó a palpitarle un músculo de la mejilla. Ah, y no llevaba más que unos pantalones de chándal que ni siquiera se había molestado en atar. Sin duda, Faith lo había sacado de la cama, pero no había nada de dormido en su mirada fulminante-. ¿Quién es? ¿Por qué intenta tirar mi puerta abajo?

– Me llamo Faith McDowell -dijo ella, tratando de no fijarse en su cuerpo musculoso de piel bronceada. Por algún motivo, al verlo semidesnudo se sentía insegura.

– Bueno, Faith McDowell, ¿qué es lo que quiere?

– Yo… He venido a llevarlo a la clínica porque es evidente que su coche no funciona, lo que explicaría por qué no ha aparecido en la clínica hace una hora, cuando debía -él la miró sin más. Ella trató de no mirar el reloj-. Tenemos pacientes citados con usted, ¿recuerda? -«dígame que lo recuerda».

– Lo recuerdo dijo él, en un tono que afirmaba que ir a la clínica era lo último que le apetecía hacer-. Ojalá no lo hiciera.

– Entonces… ¿no ha sonado el despertador? -esa vez no pudo contenerse y, al mirar el reloj, le entró el pánico.

– No es la hora de que suene.

– Claro, porque como médico, puede llegar a la clínica una hora después de que se abra, sin que le preocupe cómo afectará eso a nuestro horario «¿cómo puedo haberme olvidado de lo arrogantes que son los médicos?»-. Mira, siento que no quieras hacer esto, pero hoy tenemos muchos pacientes. Gracias a tu impuntualidad vamos muy retrasados. Cuánto más tiempo esté aquí esperándote, peor será la cosa.

– ¿Mi impuntualidad?

– Si nos demoramos mucho más antes de la hora de la comida, créeme que no será divertido.

Él se pasó la mano por el mentón.

– Me dijeron a las nueve.

– Siete.

– Eso no es lo que me dijeron.

Había sido un malentendido. Bien. Podrían superarlo.

– Lo siento, pero te informaron mal.

Luke se rascó el pecho, ese que ella trataba de no mirar. Era evidente que, durante el día, hacía algo más que cuidar de sus pacientes, porque su cuerpo no mostraba ni un poco de exceso.

– No habría aceptado ir a las siete -dijo él-. Es demasiado temprano.

– Bueno, pues así será durante los fines de semana de los próximos tres meses, así que tendrás que acostumbrarte -desde luego, debería ser ilegal ser tan atractivo y tan insensible al mismo tiempo.

Se encontraba en esa situación por su culpa. La gente lo estaba esperando, aunque ella imaginaba que así era la historia de su vida. El doctor Luke Walker había nacido para curar, o eso decía la leyenda en South Village Medical Center, uno de los hospitales más famosos de California. Sus manos hacían milagros cada día. Y sus pacientes lo veneraban por ello.

La gente que trabajaba con él, los otros médicos, las enfermeras y demás personal, comprendían y respetaban su maravilloso don, pero según se rumoreaba, no había nadie que sintiera mucho cariño por él como persona. Faith sabía que había mucha envidia en todo eso. Después de todo, él sólo tenía treinta y cinco años y se especulaba que, a los cuarenta, podría estar dirigiendo el hospital.

Si pudiera corregir la costumbre de decir lo que pensaba…

Porque aunque era tierno y compasivo con sus pacientes, no trataba a nadie más de la misma manera, ni siquiera a sus compañeros de trabajo. Faith había oído muchas historias sobre él y suponía que su intención no era ser tan brusco e impaciente, sino que no sabía cómo aceptar la estupidez de la gente.

Sin embargo, en esos momentos, Faith se preguntaba si es que le faltaba el gen de la amabilidad.

– Comprendo que trabajar en la clínica no es importante para ti, pero lo prometiste -él suspiró y, para Faith, fue la gota que colmó el vaso-. De todos modos, es culpa tuya. Si no hubieras hecho ese comentario que salió en la prensa diciendo que nuestra clínica no merecía la pena, no tendrías que pagar penitencia todos los sábados durante tres meses y podrías estar jugando al golf…

– ¿Jugando al golf? -preguntó incrédulo. Jugar al golf…

– O lo que sea que hagáis los doctores ricos con el dinero que le sacáis a vuestros pacientes.

– Cielos, tienes una boca bien grande.

Sí. Así era. Y por ello se había metido en más de un lío pero, maldita sea, aquello era muy importante para ella. Faith tragó saliva y dijo:

– Lo siento -eran palabras que no empleaba a menudo-. Es sólo que te necesitamos de veras.

Con los brazos cruzados sobre el pecho y el ceño fruncido, parecía más un matón que un médico. Un matón atractivo, pero peligroso. Luke se pasó los dedos por entre el cabello y dijo:

– Me gustaría dejar una cosa clara. Nunca he dicho que la clínica no mereciera la pena. Lo que dije fue que no comprendía por qué el hospital daba dinero a tu clínica cuando… -al ver la expresión del rostro de Faith se calló-. De acuerdo. Olvídalo. Estaré allí enseguida.

– Te esperaré para llevarte.

– No hace falta.

– Creo que sí.

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