Jill Shalvis - Sedúceme

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Merecía la pena romper todas las reglas por un hombre como él…
Regla número 1: Nada de citas a ciegas.
Después de haberse enfrentado a muchas, Samantha O’Ryan no estaba dispuesta a volver a tener otra cita a ciegas… Hasta que su mejor amiga le pidió un favor y conoció a Jack Knight. Si hubiera sabido lo guapísimo que era, no habría protestado.
Regla número 2: Nada de besos en la primera cita.
El problema fue que, después de una sola cita con Jack, Sam quería mucho más que besos, lo cual debería haber sido motivo suficiente para no tener una segunda cita. Pero no lo fue.
Regla número 3: Nada de enamorarse.
Sam había decidido tener un romance sin ataduras… hasta que Jack empezó a hablar de amor…

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Fueron hasta la mesa en la que había menos comensales, sólo dos mujeres y un hombre, los tres de más de setenta años. Las mujeres bebían sus copas, y el hombre estaba sentado entre ellas, comiendo muy contento. Jack les sonrió.

– Hola.

El hombre le respondió con una sonrisa de oreja a oreja.

– Diría que eres un maldito afortunado por escoltar a una mujer tan hermosa -dijo-, pero esta noche soy yo el afortunado, porque he venido con dos bellezas.

Jack rió mientras esperaba a que Sam se acomodara. Cuando se sentó, se dirigió al hombre levantando su copa.

– Por tener mujeres guapas a nuestro lado.

– Brindo por ello -contestó el anciano.

Empezaron a comer, y Sam se descubrió mirando a Jack. Él se dio cuenta y sonrió.

– ¿Qué?

Jack era elegante cuando bailaba, cuando comía, todo el tiempo. Resultaba muy agradable mirarlo.

– Además de que una mujer coma algo más que zanahorias, ¿qué más te gusta?

Cuando él se quedó mirándola, a ella se le escapó una carcajada.

– Sólo me preguntaba…

Él dejó el tenedor y la tomó de la mano.

– Me gustan las mujeres capaces de salir del mar y prepararse para una velada elegante en dos minutos.

– Me has visto, ¿verdad?

– Sí -reconoció él, acariciándole la palma-. Me gustan las mujeres que se meten en la tierra para ayudarme sin preocuparse por sus zapatos. Me gustan las mujeres que no desprecian a la hermana de un tipo, aunque sea una entrometida y se lo merezca. Y me gustan mucho las mujeres dispuestas a probar cosas nuevas, como bailar delante de varios cientos de personas aunque odien bailar.

– Bueno, no me he metido en la tierra; me has llevado a caballito. Y en cuanto al baile, tú has hecho todo el trabajo. Jamás me he sentido cómoda bailando.

– Conmigo parecías estarlo.

Sí, estar en los brazos de Jack había sido muy agradable. Y sobre todo, muy excitante.

Él pinchó algo en su tenedor y se lo ofreció a Sam.

– ¿Otra cosa nueva para probar? -preguntó ella, aceptando el bocado.

Jack le miró los labios atentamente.

– No. Sólo me encanta verte comer.

Después de la cena llegó la subasta.

Jack echó un vistazo a la larga lista de artículos y supo que le había llegado el turno. Sam y él habían seguido las pujas desde lejos, comiendo helados en la mesa de los postres. Alguien acababa de adquirir un viaje de dos días a Santa Bárbara y unas vacaciones en Big Bear. Cada vez que se adjudicaba algún artículo, Sam se volvía para mirarlo con los ojos llenos de entusiasmo, lo tomaba del brazo y sonreía.

– ¡Cuánto dinero para la fundación de Heather! Es increíble.

Lo que era increíble era aquella noche. Jack había imaginado que se aburriría; jamás había pensado que podía pasarlo tan bien.

– Sam…

Ella estaba mirando a Heather, que dirigía la subasta.

– Me cae bien -afirmó-. No dudo que sea muy prepotente, pero yo también lo soy, así que…

– Sam…

Entre risas, ella bajó la cuchara, se lamió los labios y se volvió a mirarlo.

– ¿Sí?

Le brillaban los ojos y seguía con aquel moño descolocado que lo hacía querer deshacérselo y jugar con sus rizos. Sin poder evitarlo, Jack estiró una mano y le pasó un dedo por los labios para quitarle un resto de helado, y después se lo llevó a la boca.

A ella se dilataron las pupilas y entreabrió la boca, como si de repente le costara respirar.

A él, sin duda, le costaba.

– Yo soy el siguiente.

Ella le miró la boca.

– ¿Qué?

– La subasta. He donado algo, y es lo que se va a subastar ahora.

– ¡Qué tierno! ¿Qué has donado?

– A mí.

En cuanto lo dijo, se oyó la voz de Heather.

– Y para terminar, una serie de lecciones privadas de baloncesto con uno de los mejores jugadores de nuestro tiempo: Jack Knight. La subasta se abre en doscientos dólares.

Sin dejar de mirarlo, Sam arqueó las cejas lentamente.

– Doscientos cincuenta -dijo Heather, aceptando la oferta de un hombre sentado en las mesas de adelante.

Sam tomó su paleta. No había pujado en toda la noche, y Jack tampoco, porque ya había hecho una donación importante.

Pero en aquel momento, sin apartarle la mirada, Sam levantó su paleta.

– Doscientos setenta y cinco -dijo.

Desde la tarima, Heather sonrió.

– ¿Alguien ofrece trescientos?

– Trescientos -gritó un hombre desde el fondo.

Sam flexionó la muñeca para volver a levantar la paleta, pero Jack soltó una carcajada y la detuvo.

– Basta.

Ella le sacó la lengua, y él tuvo la irresistible necesidad de besarla.

– Trescientos cincuenta -gritó Sam.

A partir de entonces la subasta se volvió un delirio, y Jack dejó de impedirle que participara, aunque le preocupó verla hacerlo con tanto ímpetu.

– Sam…

– Setecientos cincuenta -dijo Heather-. Si nadie ofrece más…

– Ochocientos -gritó Sam.

– Ochocientos -repitió Heather, impresionada-. Ochocientos a la una, ochocientos a las dos, ochocientos a las tres -bajó el mazo-. Adjudicado a la señorita de negro con la enorme sonrisa.

Jack no pudo contener la risa. Sam estaba sonriendo.

– Estás loca.

– Puede ser.

– No tenías por qué hacerlo.

– No te preocupes, Jack. Nunca hago nada que no quiera.

– ¿En serio? -preguntó él, apartándole un mechón de pelo de los ojos-. ¿Y ahora qué te gustaría hacer?

– ¿Hemos terminado con esto?

– No sé tú, pero yo ya he cumplido con mi parte.

– Entonces, vámonos de aquí.

Acto seguido, Sam se puso en pie y lo tomó de la mano. Encontraron a Heather, agobiada, pero feliz con el dinero que había recolectado. Sam le firmó un cheque y se guardó en el bolso el vale para las lecciones.

Heather abrazó a su hermano con fuerza.

– Gracias por hacer esto. Te debo una.

Él miró a Sam, pensando en lo que había ganado aquella noche.

– No me debes nada.

– No ha estado tan mal, ¿verdad? No ha habido ningún escándalo.

– ¿Esperabais que los hubiera? -preguntó Sam.

– No, pero los periodistas están tan ensañados con Jack que son capaces de cualquier cosa -contestó Heather, antes de despedir los con un beso-. Buenas noches, chicos.

– Buenas noches.

Jack abrió la puerta de la cocina y le apoyó una mano en la espalda a Sam para llevarla afuera.

– Oh. Acabo de recordar que… -se oyó decir a Heather.

Jack suspiró y se volvió a mirarla.

– ¿Qué es lo que acabas de recordar?

– Un último favor…

– ¿Qué?

– El carnaval de los niños la semana que viene. Andamos escasos de voluntarios. Serán unas pocas horas. Podríais hacerlo juntos. Será divertido. Os lo prometo.

Jack suspiró.

– Comida gratis…

Sam lo miró con expectación.

– Me gusta la comida gratis.

Él soltó otra carcajada.

– Has oído la parte de «podríais hacerlo juntos», ¿verdad? Significa que te comprometes a hacer lo que sea, te guste o no.

– No me molesta.

– Por los niños -insistió Heather-. Es todo por los niños, Jack.

– ¿Y qué pretendes que hagamos? -preguntó él-. Porque estoy seguro de que hay algo que no me estás diciendo.

– Bueno, no es nada complicado. En serio. Es muy fácil de hacer. No tendréis ningún problema, y a los chicos les encanta…

– ¿De qué se trata, Heather?

– De sentarse al borde de un barreño gigante para que os derriben a pelotazos.

– Por mí está bien -dijo Sam-. Me gusta el agua.

Las dos mujeres sonrieron y se volvieron a mirar a Jack, pero fue la prometedora sonrisa de Sam la que lo cautivó y lo hizo gruñir, porque sabía que estaba perdido.

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