Fueron hasta la mesa en la que había menos comensales, sólo dos mujeres y un hombre, los tres de más de setenta años. Las mujeres bebían sus copas, y el hombre estaba sentado entre ellas, comiendo muy contento. Jack les sonrió.
– Hola.
El hombre le respondió con una sonrisa de oreja a oreja.
– Diría que eres un maldito afortunado por escoltar a una mujer tan hermosa -dijo-, pero esta noche soy yo el afortunado, porque he venido con dos bellezas.
Jack rió mientras esperaba a que Sam se acomodara. Cuando se sentó, se dirigió al hombre levantando su copa.
– Por tener mujeres guapas a nuestro lado.
– Brindo por ello -contestó el anciano.
Empezaron a comer, y Sam se descubrió mirando a Jack. Él se dio cuenta y sonrió.
– ¿Qué?
Jack era elegante cuando bailaba, cuando comía, todo el tiempo. Resultaba muy agradable mirarlo.
– Además de que una mujer coma algo más que zanahorias, ¿qué más te gusta?
Cuando él se quedó mirándola, a ella se le escapó una carcajada.
– Sólo me preguntaba…
Él dejó el tenedor y la tomó de la mano.
– Me gustan las mujeres capaces de salir del mar y prepararse para una velada elegante en dos minutos.
– Me has visto, ¿verdad?
– Sí -reconoció él, acariciándole la palma-. Me gustan las mujeres que se meten en la tierra para ayudarme sin preocuparse por sus zapatos. Me gustan las mujeres que no desprecian a la hermana de un tipo, aunque sea una entrometida y se lo merezca. Y me gustan mucho las mujeres dispuestas a probar cosas nuevas, como bailar delante de varios cientos de personas aunque odien bailar.
– Bueno, no me he metido en la tierra; me has llevado a caballito. Y en cuanto al baile, tú has hecho todo el trabajo. Jamás me he sentido cómoda bailando.
– Conmigo parecías estarlo.
Sí, estar en los brazos de Jack había sido muy agradable. Y sobre todo, muy excitante.
Él pinchó algo en su tenedor y se lo ofreció a Sam.
– ¿Otra cosa nueva para probar? -preguntó ella, aceptando el bocado.
Jack le miró los labios atentamente.
– No. Sólo me encanta verte comer.
Después de la cena llegó la subasta.
Jack echó un vistazo a la larga lista de artículos y supo que le había llegado el turno. Sam y él habían seguido las pujas desde lejos, comiendo helados en la mesa de los postres. Alguien acababa de adquirir un viaje de dos días a Santa Bárbara y unas vacaciones en Big Bear. Cada vez que se adjudicaba algún artículo, Sam se volvía para mirarlo con los ojos llenos de entusiasmo, lo tomaba del brazo y sonreía.
– ¡Cuánto dinero para la fundación de Heather! Es increíble.
Lo que era increíble era aquella noche. Jack había imaginado que se aburriría; jamás había pensado que podía pasarlo tan bien.
– Sam…
Ella estaba mirando a Heather, que dirigía la subasta.
– Me cae bien -afirmó-. No dudo que sea muy prepotente, pero yo también lo soy, así que…
– Sam…
Entre risas, ella bajó la cuchara, se lamió los labios y se volvió a mirarlo.
– ¿Sí?
Le brillaban los ojos y seguía con aquel moño descolocado que lo hacía querer deshacérselo y jugar con sus rizos. Sin poder evitarlo, Jack estiró una mano y le pasó un dedo por los labios para quitarle un resto de helado, y después se lo llevó a la boca.
A ella se dilataron las pupilas y entreabrió la boca, como si de repente le costara respirar.
A él, sin duda, le costaba.
– Yo soy el siguiente.
Ella le miró la boca.
– ¿Qué?
– La subasta. He donado algo, y es lo que se va a subastar ahora.
– ¡Qué tierno! ¿Qué has donado?
– A mí.
En cuanto lo dijo, se oyó la voz de Heather.
– Y para terminar, una serie de lecciones privadas de baloncesto con uno de los mejores jugadores de nuestro tiempo: Jack Knight. La subasta se abre en doscientos dólares.
Sin dejar de mirarlo, Sam arqueó las cejas lentamente.
– Doscientos cincuenta -dijo Heather, aceptando la oferta de un hombre sentado en las mesas de adelante.
Sam tomó su paleta. No había pujado en toda la noche, y Jack tampoco, porque ya había hecho una donación importante.
Pero en aquel momento, sin apartarle la mirada, Sam levantó su paleta.
– Doscientos setenta y cinco -dijo.
Desde la tarima, Heather sonrió.
– ¿Alguien ofrece trescientos?
– Trescientos -gritó un hombre desde el fondo.
Sam flexionó la muñeca para volver a levantar la paleta, pero Jack soltó una carcajada y la detuvo.
– Basta.
Ella le sacó la lengua, y él tuvo la irresistible necesidad de besarla.
– Trescientos cincuenta -gritó Sam.
A partir de entonces la subasta se volvió un delirio, y Jack dejó de impedirle que participara, aunque le preocupó verla hacerlo con tanto ímpetu.
– Sam…
– Setecientos cincuenta -dijo Heather-. Si nadie ofrece más…
– Ochocientos -gritó Sam.
– Ochocientos -repitió Heather, impresionada-. Ochocientos a la una, ochocientos a las dos, ochocientos a las tres -bajó el mazo-. Adjudicado a la señorita de negro con la enorme sonrisa.
Jack no pudo contener la risa. Sam estaba sonriendo.
– Estás loca.
– Puede ser.
– No tenías por qué hacerlo.
– No te preocupes, Jack. Nunca hago nada que no quiera.
– ¿En serio? -preguntó él, apartándole un mechón de pelo de los ojos-. ¿Y ahora qué te gustaría hacer?
– ¿Hemos terminado con esto?
– No sé tú, pero yo ya he cumplido con mi parte.
– Entonces, vámonos de aquí.
Acto seguido, Sam se puso en pie y lo tomó de la mano. Encontraron a Heather, agobiada, pero feliz con el dinero que había recolectado. Sam le firmó un cheque y se guardó en el bolso el vale para las lecciones.
Heather abrazó a su hermano con fuerza.
– Gracias por hacer esto. Te debo una.
Él miró a Sam, pensando en lo que había ganado aquella noche.
– No me debes nada.
– No ha estado tan mal, ¿verdad? No ha habido ningún escándalo.
– ¿Esperabais que los hubiera? -preguntó Sam.
– No, pero los periodistas están tan ensañados con Jack que son capaces de cualquier cosa -contestó Heather, antes de despedir los con un beso-. Buenas noches, chicos.
– Buenas noches.
Jack abrió la puerta de la cocina y le apoyó una mano en la espalda a Sam para llevarla afuera.
– Oh. Acabo de recordar que… -se oyó decir a Heather.
Jack suspiró y se volvió a mirarla.
– ¿Qué es lo que acabas de recordar?
– Un último favor…
– ¿Qué?
– El carnaval de los niños la semana que viene. Andamos escasos de voluntarios. Serán unas pocas horas. Podríais hacerlo juntos. Será divertido. Os lo prometo.
Jack suspiró.
– Comida gratis…
Sam lo miró con expectación.
– Me gusta la comida gratis.
Él soltó otra carcajada.
– Has oído la parte de «podríais hacerlo juntos», ¿verdad? Significa que te comprometes a hacer lo que sea, te guste o no.
– No me molesta.
– Por los niños -insistió Heather-. Es todo por los niños, Jack.
– ¿Y qué pretendes que hagamos? -preguntó él-. Porque estoy seguro de que hay algo que no me estás diciendo.
– Bueno, no es nada complicado. En serio. Es muy fácil de hacer. No tendréis ningún problema, y a los chicos les encanta…
– ¿De qué se trata, Heather?
– De sentarse al borde de un barreño gigante para que os derriben a pelotazos.
– Por mí está bien -dijo Sam-. Me gusta el agua.
Las dos mujeres sonrieron y se volvieron a mirar a Jack, pero fue la prometedora sonrisa de Sam la que lo cautivó y lo hizo gruñir, porque sabía que estaba perdido.
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