Jessica Steele - Profundo amor

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Phinn Hawkins, una chica acostumbrada a llevar barro en las botas y briznas de paja en el pelo, no pensaba dejarse engañar por los encantos y la sonrisa de pecado del millonario Ty Allardyce… que, además, era imposiblemente engreído y antipático.
Ty, un financiero londinense de gran éxito, había comprado Honeysuckle, la querida granja de Phinn en la que ella había pasado toda su vida. Creía que Phinn estaba haciendo las maletas, pero ella no pensaba ponérselo fácil.

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Iba a salir a buscarlo, pero no tuvo que hacerlo porque Ash entraba en casa en ese momento.

– ¿No te apetece salir otra vez?

– ¿Necesitas algo?

– A Geraldine Walton le sobran más balas de paja…

No tuvo que decir nada más y Ash no parecía tan reticente como en otras ocasiones.

– Ahora mismo voy.

La casa le parecía más vacía que nunca y, sintiéndose inquieta, estaba a punto de ir al establo para charlar con Ruby cuando vio que la puerta de la sala de música estaba abierta. Wendy o Valerie debían haber olvidado cerrarla.

Estaba a punto de hacerlo, pero vaciló un momento. Aunque ella no tenía el talento musical de su padre, Ewart Hawkins la había enseñado bien.

Pero hacía siglos que no tocaba…

Phinn empujó la puerta y entró en la sala. Las teclas del piano parecían invitarla y, sin pensar, alargó una mano y pulsó una de ellas… y luego otra, recordando lo que su padre solía decir: «venga, cariño, vamos a asesinar a Mozart».

Se le escapó un sollozo al pensar en él, pero se sentó en el taburete y eso fue todo lo que hizo falta.

Estaba un poco oxidada por falta de práctica, pero las notas seguían en su cabeza… las recordaba bien. A su padre le encantaba Mozart y siempre que pensaba en él lo veía tocando alguna pieza suya, recordando su risa. Cuánto echaba de menos esa risa…

No sabía cuánto tiempo había estado allí, «asesinando» el Concierto 23 de Mozart. Y tampoco sabía cuándo los recuerdos de su padre se habían convertido en recuerdos de Ty Allardyce.

Pero cuando llegó al final del adagio notó que había alguien detrás de ella y, sin mirarlo, supo que era él.

– ¿Cuánto tiempo llevas ahí? -exclamó.

– El tiempo suficiente para descubrir que tienes un alma sensible y mucho talento para tocar el piano.

Phinn se levantó abruptamente.

– Hay que afinarlo.

– No sabía que tocases tan bien. Afinado o no, ha sido precioso.

Ty, alto y moreno, se interponía en su camino, como si no quisiera dejarla salir.

– Sí, bueno… pensé que estaba sola -consiguió decir Phinn, emocionada.

Él levantó una mano para tocar su cara.

– ¿Qué es esto? -murmuró. Y luego, con toda ternura, apartó una lágrima con su dedo-. ¿Te trae recuerdos tristes?

– Es que no había vuelto a tocar desde que mi padre murió…

– Ven aquí -Ty la abrazó entonces-. Creo que es hora de que alguien te dé un abrazo.

Y curiosamente, Phinn se dejó abrazar, disfrutando del calor de su torso. Pero no podía ser. Aquello no estaba bien, pensó.

– Has venido a casa en busca de paz y tranquilidad -empezó a decir-. No te preocupes, ya estoy bien.

Ty la soltó y dio un paso atrás, los ojos grises clavados en su cara.

– ¿Si te prometo llamar a alguien para que afine el piano, me prometes tú que volverás a tocarlo cuando te parezca? Ésta es tu casa ahora.

Demasiado emocionada como para decir algo, Phinn salió de la habitación y subió corriendo a su dormitorio. Pero no estaba pensando en su padre sino en Ty Allardyce y en lo complejo que era aquel hombre.

Después de haber intentado echarla de allí en un par de ocasiones, ahora le decía que estaba en su casa… evidentemente, se refería a una casa temporal, claro, pero aun así…

Recordaba el roce de su mano en la cara, el calor de su torso… y quería volver a estar allí, entre sus brazos.

En fin, le gustaba, no le gustaba, lo odiaba, quería verlo… si él era un hombre complejo, ¿qué era ella? Sólo entonces se dio cuenta de lo contenta que estaba de que Ty hubiese vuelto a Broadlands Hall.

De modo que era completamente absurdo seguir en su habitación. ¿Tímida ella? Nunca. Phinn miró su reloj. El reloj de Ty…

¿Qué demonios le hacía aquel hombre?

Nada. Nada en absoluto, se dijo a sí misma.

Sin embargo, aunque había estado rodeada de hombres casi toda su vida, Tyrell Allardyce era diferente a todos ellos. Debía ser por eso por lo que se sentía tan rara con él.

Y, como había vuelto, no había ninguna razón para bajar porque ya no tenía que hacerle compañía a Ash.

Sin embargo, sí fue al establo a ver a Ruby y se quedó un rato con ella. Pero después volvió a su dormitorio y, aunque nunca había pensado mucho en la ropa que llevaba, pasó algún tiempo preguntándose si debía ponerse un vestido para cenar.

Diez minutos después, sin haber tomado una decisión, Phinn pensó que estaba perdiendo la cabeza. Un pantalón y un jersey habían sido más que suficiente durante toda la semana. ¿Por qué demonios quería ponerse un vestido sólo porque Ty estuviera en casa?

A las ocho menos cuarto, con un pantalón y un polo de manga corta, Phinn bajó al salón, donde los dos hermanos estaban charlando.

Ty no mencionó el asunto del piano y ella se lo agradeció.

– ¿Quieres tomar algo?

– No, gracias.

– Entonces lo mejor será que vayamos a ver qué nos ha preparado la señora Starkey.

Lo que les había preparado la señora Starkey era una soberbio suflé de queso y trucha con almendras.

– Phinn me llevó a pescar ayer -comentó Ash-. ¿Has visto el riachuelo que he dibujado? Está medio escondido detrás de Long Meadow.

– ¿Long Meadow?

– Una pradera que hay detrás de la casa -dijo Phinn.

– ¡Deberías ver a Phinn tirando la caña! Ha prometido enseñarme a pescar con mosca.

– ¿Hay algo que no sepas hacer? -rió Ty.

– Muchas cosas. Pero al señor Caldicott le gustaban las truchas…

Ty miró su plato.

– ¿No me digas que las habéis pescado vosotros?

– ¡Las he pescado yo! -exclamó Ash-. Phinn pescó unas cuantas, pero las devolvió al agua. Aunque las que yo pesqué no eran tan grandes…

– Nunca serás un pescador como Dios manda -rió Phinn, sabiendo que todos los pescadores exageraban el tamaño de sus presas. Claro que, evidentemente, la señora Starkey debía haber ido a la pescadería esa mañana.

– ¿Qué más cosas habéis hecho esta semana?

– He paseado mucho -contestó Ash-. He hecho algunos recados para Phinn… y he puesto un cartel de Peligro en esa zona del riachuelo en la que casi me ahogo. Ah, y Phinn dice que soy «estupendo».

Phinn soltó una carcajada, pero cuando miró a Ty le pareció que se había puesto serio de repente. Casi parecía enfadado y no entendía por qué.

Cuando terminaron de cenar se disculpó para ir a ver a Ruby y no esperó a ver si les parecía bien o mal. Estar al lado de Ty la ponía nerviosa y sólo estar con su yegua la calmaba. Y, mientras se calmaba, empezó a entender esa mirada hostil…

Leanne le había roto el corazón a su hermano y Ty, viendo que Ash y ella se llevaban tan bien, debía tener miedo de que le hiciera lo mismo. No había otra explicación.

Bueno, pues no tenía que preocuparse. Ash y ella sólo eran buenos amigos y debería decírselo. Pero antes de que se diera la vuelta vio que Ruby levantaba las orejas y supo que no tendría que ir a buscarlo.

– Quería hablar contigo, Phinn.

Por un momento pensó que iba a pedirle que se fuera de Broadlands Hall pero, incluso asustada, el orgullo hizo que se mostrase a la defensiva.

– ¿Qué he hecho ahora?

– Pero bueno… ¿quién ha dicho que hayas hecho nada?

– Baja la voz, estás asustando a Ruby.

Ty sacudió la cabeza.

– Desde luego, eres increíble -murmuró, sacando algo del bolsillo del pantalón-. Toma, esto es para ti.

Phinn se quedó asombrada al ver que era un reloj. Un reloj precioso, además.

– El que te presté es demasiado grande para una muñeca tan delicada como la tuya.

Cuando Phinn vio que era de una marca muy conocida, y muy lujosa, se puso colorada.

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