Jennifer Greene - Desafío de Amor

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El cirujano Justin Webb, toda una leyenda en Texas, se enfrentaba al mayor desafío de su vida: conseguir el amor de la detective Winona Raye, independiente, descarada, desenvuelta y bellísima. Cuando Winona descubrió un bebé abandonado en la puerta de su casa, el doctor aprovechó la oportunidad, y le ofreció que se casaran para darle un hogar al niño. Winona no tenía ninguna prisa en recorrer el camino hacia el altar, pero Justin había decidido estar cerca… aunque ella no quisiera.

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– Por supuesto.

Winona habría reconocido al ama de llaves de Justin en cuanto le hubiera echado un buen vistazo.

– Bueno, entonces este es nuestro bebé. Por si no lo sabías tuve cuatro hijos. Y ahora tengo siete nietos. Pero apenas los veo. Todos mis hijos se marcharon tan lejos por los trabajos y todo eso. Estoy deseando tomar en brazos a un bebé.

Poco a poco Winona se estaba haciendo a la idea de lo que pasaba allí; pero no estaba del todo segura.

– Justin me dijo que estabas demasiado ocupada, intentando trabajar a jornada completa y cuidar del bebé al mismo tiempo. Dijo que estabas agotándote. Su casa es grande, pero no hay mucho que limpiar. Sobre todo porque casi nunca está en casa. La verdad es que tiene tanto sitio que sería mucho más fácil que el bebé y tú…

– Vaya…

Winona sintió que le cedían las rodillas.

– Pero a mí no me importa. Me paga mucho dinero, que, por supuesto, es la mitad de lo que merezco… porque soy la mejor abuela que podrías contratar. Horneo que da gusto, jamás pierdo la paciencia con un niño. Y me encanta limpiar.

– Me está asustando -dijo Winona.

– Necesitas ayuda, y yo estoy aquí. Y Justin me paga un salario, de modo que no tienes que preocuparte por eso. Puedo quedarme a dormir cuando quieras…

– Asombroso…

– Ojalá no tuviera las noches tan libres, pero desde que Ted murió… Bueno, pero vayamos a lo importante. ¿Cada cuantas horas toma biberón? ¿A qué hora hay que bañarla? ¿Cuándo se pone pesada?

Myrt tendió los brazos, indicándole a Winona que quería que le pasara al bebé.

Winona lo hizo con mucho cuidado, y entonces se quedó derecha como una vara, observando cada movimiento de la mujer. Y al cabo de unos momentos se dio cuenta de que la mujer se había enamorado del bebé nada más tomarla en brazos.

– ¿Myrt?

– ¿Sí? -la mujer se sentó con la pequeña, olvidado la limpieza de la alfombra.

Winona sintió que su respeto hacia la mujer aumentaba considerablemente.

– Se pone pesada hacia la hora de la cena, más o menos. Justo cuando voy a cenar. Y, aparte de eso, casi nunca llora a no ser que tenga una buena razón. Toma un biberón cada cuatro horas, y es muy puntual. Ahora mismo, lleva un minuto de retraso.

– Bueno, entonces voy a preparárselo. Vamos a pasárnoslo muy bien juntas, ¿verdad, bonita?

Myrt pareció perder todo el interés por lo que le estaba diciendo Winona.

– Bueno, no quiero dejarla, pero en cuanto se tome el biberón lo más probable es que se eche una siesta de dos horas. Y necesito hablar con Justin. ¿Le importaría si salgo un rato?

– Pues claro que no, querida. Eso es lo que he intentando decirte. Estoy aquí por ti, y por el bebé.

Winona agarró su cazadora y las llaves del coche y salió. En cuanto se metió en el coche llamó a su jefe para que supiera que iba a tardar un rato en volver a su mesa.

Posiblemente «un rato» fuera quedarse corta, pensó mientras salía por el camino. Cuando agarrara a Justin… bueno, no estaba segura de lo que iba a hacerle. Pero desde luego iba a hacerlo bien.

Capítulo Siete

Cuando Winona atravesó las puertas del Hospital Memorial de Royal, el pulso le iba muy deprisa. No sabía por qué estaba tan nerviosa cuando las posibilidades de dar con Justin eran mínimas. Podría fácilmente estar metido en una operación que durara horas, y ella jamás lo interrumpiría cuando estuviera ocupado con sus pacientes.

No tenía por qué verlo en ese mismo instante, se repetía Winona una y otra vez. Desde luego, no debería haberle enviado a Myrt sin su permiso, pero el hecho de ser bueno no era ninguna ofensa. Podría gritarle por eso en otra ocasión, y cierto que aún le fastidiaba que no hubieran aclarado el asunto de la proposición, pero eso era parte del mismo problema. Algo le ocurría a Justin. Se estaba comportando de un modo muy extraño. Ella quería, necesitaba, entender la raíz de aquella tontería, pero pillarlo unos minutos en el trabajo para hablar un momento con él no iba a solucionar nada.

Pero quería verlo, y tenía que ser inmediatamente. Para gritarle por dominante y manipulador, se dijo a sí misma de modo virtuoso.

Pero a pesar de haberse dado a sí misma una razonable excusa, el corazón no dejaba de latirle.

Se detuvo en el mostrador del control de enfermeras que había nada más entrar en la unidad de cirugía plástica.

– No habrá visto al doctor Webb, ¿verdad? -le preguntó a una enfermera de pantalón azul con el nombre de Mary Jo en el broche que llevaba prendido en el pecho.

La rubia reconoció a Winona e intentó sonreír.

– Ha estado entrando y saliendo desde anoche. ¿Sabe lo del accidente de los dos adolescentes en la calle Cold Creek? Stevie tiene muchos cortes en la cara.

– Ah, maldita sea -dijo Winona-. ¿Stevie Richards?

Como si hubiera más de un Stevie que viviera en la calle Cold Creek.

– Sí. Los padres llamaron anoche al doctor Webb. La familia estaba destrozada. Finalmente, el doctor Webb obligó a todos marcharse y cuando se quedó a solas con Stevie consiguió tranquilizarlo.

Normalmente, Mary Jo no le habría contado a nadie los asuntos de los pacientes, pero Winona y ellas se conocían desde hacía años. A menudo ambas mujeres intercambiaban notas e información.

– Lo que sé es que hará una hora no estaba en la habitación de Stevie, pero podría…

Winona vio que iba a descolgar el teléfono y se lo impidió.

– No, no lo llames. No quiero molestarlo si está con un paciente. No es tan importante.

Si Justin había pasado toda la noche en vela, estaría exhausto.

– Sigue en el hospital, eso lo sé -dijo Mary Jo-. Estoy bastante segura de que ha subido a la habitación de Lady Helena. Eso fue hará una media hora, de modo que tal vez has escogido un buen momento para pillarlo.

– Gracias, te debo una.

Nada más entrar en la Unidad de Quemados, Winona sintió que entraba en otro planeta. Era aquel un lugar suave, tranquilo, con las paredes pintadas de azul pálido y las luces tenues. Allí nadie tosía, porque Justin no lo habría permitido. Cualquier germen sería peligroso para una persona con quemaduras graves. Los olores eran los mismos que los de un viejo hospital, a alcohol, a lejía y antiséptico, pero de algún modo ni el silencio ni los olores contribuían a hacer de él un lugar frío.

La habitación de Lady Helena se suponía que era un secreto por razones de seguridad, pero la policía sabía dónde estaba. Cuando Winona dio la vuelta a la esquina, reconoció al doctor Harding y a la doctora Chambers. Ambos estaban de pie a la puerta, y Winona oyó la voz de Justin que salía del interior de la habitación.

Winona vaciló al otro extremo del pasillo, pues no quería interrumpir. Sabía lo que le había pasado a Lady Helena.

Tras intercambiar unas palabras que Winona no oyó, los dos doctores salieron y se alejaron por el pasillo en dirección contraria, dejando a Justin solo con Lady Helena.

– ¿Doctor Webb, cómo voy a quedar? Por favor, dígame la verdad. Nadie parece dispuesto a responder a mis preguntas. No podré enfrentarme a la verdad si no la conozco. ¿Cómo quedarán de mal las cicatrices?

En ese momento, Winona se dio la vuelta y se marchó. Había cambiado completamente de opinión. Esperaría. Su deseo de verlo, de estar con él, era puro egoísmo. Y estaba claro que había pasado una noche angustiosa y un día aún más duro; la suave y desgarradora voz de Lady Helena era como para partirle el corazón a cualquiera, y Winona no quiso importunarlo en ese momento.

Sin embargo, Winona esperó unos momentos, para poder oír la suave cadencia de su voz, a pesar de no entender las palabras que le estaba diciendo. Tras unos instantes, salió de la habitación, con la cabeza agachada mientras se metía el bolígrafo en el bolsillo de la bata blanca, con la sonrisa que había esbozado para su paciente aún en los labios; pero al momento la sonrisa desapareció.

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