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Jennifer Greene: Toda una dama

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Jennifer Greene Toda una dama

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El hogar está donde está el corazón, y Liz Brady había vuelto finalmente a Favensport, Wisconsin, a sus raíces… y a Clay Stewart, a quien amaba desde hacía años. En esta ocasión estaba totalmente decidida a demostrarle que no era la niña inocente a la que él solía proteger. Pero Clay ya había notado que liz había madurado. Ahora era una dama, y las damas deben estar en pedestales. No se relacionan con tipos de dudosa reputación, sobre todo con los que dirigen un motel, con no muy buena fama, en las afueras del pueblo. Pero Clay no había contado con la determinación de Liz… ni con el poder de su amor por ella…

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– No te preocupes si me porto tímidamente -susurró ella.

No era aquello lo que le preocupaba a Claro

– He intentado ser buena -confesó ella-. He intentado hacerlo todo bien. No importa. No me importa. Esta vez soy libre. Voy a ser mala y alocada. Vaya bailar a la luz del sol. Y esta vez voy a seducirte, Clay Esta vez no te vas a escurrir. ¿Crees que no puedo?

– Sé que puedes -murmuró él. Había desabrochado muchas blusas, pero aquellos botones estaban forrados de seda y eran resbaladizos. Además, estaban a oscuras.

– No tengo el cuerpo de Mae West -susurró ella.

– No me ha importado nunca, créeme.

Tuvo que desabrochar los botones de los puños para poder quitarle la blusa por fin. -Qué vergüenza. Llevo un sujetador con relleno.

– Lo veo.

– No estoy lisa. Es que no me gusta que los pezones se noten a través de la tela.

A él no le importaba, pero en ese momento no estaba prestando mucha atención a la conversación de ella. Su piel era tan blanca como la luz lunar y maravillosamente suave. Seguía teniendo figura de jovencita más que de mujer, con una cintura pequeñísima y caderas de chico. Necesitaba desesperadamente buenos filetes y tartas de limón y merengue para ganar unos kilos.

Intentó pensar en las tartas de limón y merengue. Pero sólo podía pensar en el sexo. El cuerpo de ella era cálido y el calor realzaba el perfume que ella llevaba. Clay pensó que habría resultado útil que ella hubiera cambiado de perfume, pero comprendió que no era cierto. Adoraba su perfume y adoraba su delgadez. Adoraba sus pechos pequeños y su barbilla. Adoraba su boca.

Miró fijamente aquella boca. Ella no sabía lo que estaba haciendo. Él no debía estar allí, y mucho menos desnudándola. No se sentía culpable, pero tampoco le sorprendía no hacerlo.

Recorrió la cinturilla de la falda con dedos expertos hasta descubrir el botón y la cremallera en la espalda. Apoyó la mejilla de ella en su pecho y consiguió abrir ambas cosas de manera que la falda cayera al suelo.

La presión de los pequeños pechos y las esbeltas caderas provocó en él una inmediata reacción física. Había imaginado aquel momento muchas veces. Apretó los dientes.

Ella se echó hacia atrás. Él tardó un momento en comprender que pretendía desabrocharle la camisa. No pudo. Él dudaba que pudiera ver los botones siquiera. Se le doblaban las piernas y no conseguía mantener los ojos abiertos.

Él le permitió juguetear con los botones de su camisa mientras se inclinaba para apartar la colcha blanca. La almohada estaba metida en una especie de saco con volantes. No podía sacarla y sujetarla a ella al tiempo.

– Clay… -susurró ella roncamente.

Dejó de entretenerse con los botones y deslizó las manos camisa arriba hasta el cuello de Clay. A él se le aceleró el pulso y le sudaban las manos como a un adolescente. Soltó el saco con volantes. Al demonio con él.

– Acuéstate -murmuró.

– No. Quiero…

– Sé lo que quieres, encanto. Dame un segundo para quitarme la ropa.

– No… No tienes que tener cuidado, Clay. No tienes que ser amable. Yo…

– Sí. Quieres que te haga el amor, pero no como a una dama. Sin «por favor›› ni «gracias››. Quieres que te posean hasta que no puedas pensar, ni respirar y todo el maldito mundo se aleje. Créeme, encanto, me gustaría muchísimo darte exactamente lo que quieres.

Con alcohol o sin él, la antigua Liz se habría sentido ofendida ante semejante rudeza. Él había contado con ello y no estaba preparado para su febril susurro:

– Sí. Dame lo que quiero, Clay.

¡Maldición! Puso su boca sobre la de ella con un beso que la obligó a apoyar la cabeza en la almohada. Ella murmuró algo que estuvo a punto de destrozar la salud mental de Clay La metió entre las sabanas mientras ella seguía rodeándole el cuello. Luego, le soltó los brazos lentamente.

– Clay…

– Estoy aquí. Me estoy desnudando. Cierra los ojos un momento.

– No. Yo…

– Cierra los ojos, Liz.

Clay permaneció en silencio en la oscuridad, esperando.

No pasaron muchos minutos antes de que su voluptuosa seductora permaneciera inmóvil. Clay cruzó la puerta trasera. Sus pulmones inhalaron el aire de la noche otoñal. Desde las sombras del porche trasero podía ver una bandada de luciérnagas danzando en el patio. En treinta y un años nunca había conocido a una mujer tan peligrosa para su equilibrio como Liz.

Si ella recordaba algo de lo ocurrido esa noche, él dudaba que volviera a hablarle, lo que le parecía perfecto.

A las cuatro de la tarde siguiente, Liz estaba en el cuarto de baño del piso superior dando golpecitos a un bote de aspirinas en la palma de la mano. Tenía la cabeza llena de cascabeles, la garganta seca y en los ojos castaños que la miraban desde el espejo del botiquín había unas venillas rojas.

Si no supiera que no podía ser, habría pensado que tenía resaca. Lógicamente, no era posible tener resaca sin haber bebido alcohol. ¿Cómo podía tener un dolor de cabeza tan peculiar?

Tragó dos tabletas y se estremeció. Muchos de sus recuerdos de la noche anterior eran difíciles de explicar. Por su mente pasaban frases relacionadas con Clay Stewart, ninguna de las cuales podían haber salido de los labios de una sensata y seria bibliotecaria de veintisiete años. No obstante, Liz había dejado su profesión en Milwaukee. También tenía un hermano en la planta baja que se estaría preguntando si estaba viva o muerta.

Bajó la escalera de puntillas con la cabeza latiéndole dolorosamente para buscar a Andy. Lo encontró, como era de esperar, repantigado en una silla de la cocina con un montón de exámenes de matemáticas ante él. Andy no había cambiado.

Seguía pareciendo como si midiera tres metros y tenía la constitución delgaducha de un jugador de baloncesto. Incluso en una tranquila tarde de sábado, parecía el profesor de matemáticas que era: superserio, un poquito pedante y vestido con un suéter de cuello alto azul que era su favorito desde hacía diez años.

La miró de reojo cuando entró.

– ¡Vaya! Parece que la momia se ha decidido a resucitar.

– A todos los relojes de esta casa les debe pasar algo -le informó ella -No pueden ser las cuatro de la tarde.

– Pues lo son. Algunas personas duermen como marmotas.

Ella le acarició el pelo rubio de camino al congelador.

– A pesar de tus insultos, hermano, podrías persuadirme de que te prepare la cena. Suponiendo que…

Echó un vistazo dentro y luego miró a Andy con desesperación.

– ¿Tuviste miedo de que hubiera escasez de helado de pistacho? Aquí dentro hay tres kilos.

– No supe que venías hasta hace dos días -se defendió Andy.

– No me vengas con tonterías. No habrías hecho la compra aunque te hubiera avisado con cuatro años de antelación.

Milagrosamente encontró dos paquetes de filetes detrás del helado y los platos precocinados.

Las sonrisas de Andy eran tan indolentes como él.

– No he dicho que habría hecho la compra. He dicho que no he tenido tiempo.

Añadió en tono indiferente:

– Casi vuelves a parecer humana.

– Gracias.

El tono de Liz fue irónico y aliviado a la vez. Discutir con Andy era tan reconfortante como un buen fuego en una fría noche de invierno.

– Cuando entraste por esa puerta anoche…

– Lo sé. Parecía la novia de Frankestein. No me lo restriegues. Cuarenta y ocho horas sin dormir y un viaje de cuatro bajo la lluvia.

Giró el mando del microondas a «descongelado» y le dirigió a Andy una sonrisa tranquilizadora. No había tenido intención de preocuparle la noche anterior. Sabía que él la apoyaría en cualquier crisis, pero también era un hombre al que le daba pánico hablar de emociones.

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