Susan Phillips - Besar a un Ángel

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La hermosa y caprichosa Daisy Devreaux puede ir a la cárcel o casarse con el misterioso hombre que le ha elegido su padre. Los matrimonios concertados no suceden en el mundo moderno, así que… ¿cómo se ha metido Daisy en este lío?
Alex Markov, tan serio como guapo, no tiene la menor intención de hacer el papel de prometido amante de una consentida cabeza de chorlito con cierta debilidad por el champán. Aparta a Daisy de su vida llena de comodidades, la lleva de viaje con un ruinoso circo y se propone domarla.
Pero este hombre sin alma ha encontrado la horma de su zapato en una mujer que es todo corazón. No pasará demasiado tiempo hasta que la pasión le haga remontar el vuelo sin red de seguridad… arriesgándolo todo en busca de un amor que durará para siempre.

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Fue consciente de las manos de Alex en los hombros, era lo único que le había impedido caerse de la camioneta cuando él había abierto la puerta. Se había escondido allí porque no tenía valor para pasar la noche en aquella caravana donde sólo había una cama y un desconocido de pasado misterioso que blandía látigos.

Intentando escabullirse de sus manos se movió hacia el centro del asiento, alejándose de él todo lo que pudo.

– ¿Qué hora es?

– Algo más de medianoche. -Él apoyó una mano sobre el marco de la puerta y la miró con esos extraños ojos color ámbar que habían plagado las pesadillas de Daisy. En lugar del traje de cosaco llevaba unos gastados vaqueros y una descolorida camiseta negra, pero eso no lo hacía parecer menos amenazador.

– Cara de ángel, ocasionas más problemas de lo que vales.

Ella fingió alisarse la ropa intentando ganar tiempo. Después de la última función, había ido a la caravana donde vio los látigos que él había usado durante la actuación sobre la cama, como si los hubiera dejado allí para utilizarlos más tarde. Había procurado no mirarlos mientras estaba de pie frente a la ventana observando cómo desmontaban la carpa.

Alex daba órdenes al tiempo que echaba una mano a los hombres, y Daisy se había fijado en los músculos tensos de sus brazos al cargar un montón de asientos en la carretilla elevadora y tirar de la cuerda. En ese momento había recordado las veladas amenazas que él había hecho antes y las desagradables consecuencias que caerían sobre ella si no hacía lo que él quería. Exhausta y sintiéndose más sola que nunca, fue incapaz de considerar los látigos que descansaban sobre la cama como meras herramientas de trabajo. Sentía que la amenazaban. Fue entonces cuando supo que no tenía valor para dormir en la caravana, ni siquiera en el sofá.

– Venga, vamos a la cama.

Los últimos vestigios del sueño se desvanecieron y Daisy se puso en guardia de inmediato. La oscuridad era absoluta, no podía ver nada. La mayoría de los camiones habían desaparecido y los trabajadores con ellos.

– He decidido dormir aquí.

– Creo que no. Por si no te has dado cuenta, estás tiritando.

Estaba en lo cierto. Cuando había entrado en la camioneta no hacía frío, pero la temperatura había descendido desde entonces.

– Estoy muy bien -mintió.

Él se encogió de hombros y se pasó la manga de la camiseta por un lado de la cara.

– Considera esto como una advertencia amistosa. Apenas he dormido en tres días. Primero tuvimos una tormenta y casi perdimos la cubierta del circo, luego he tenido que hacer dos viajes a Nueva York. No soy una persona de trato fácil en las mejores circunstancias, pero soy todavía peor cuando no duermo. Ahora, saca tu dulce culito aquí afuera.

– No.

Él levantó el brazo que tenía al costado y ella siseó alarmada cuando vio un látigo enroscado en su mano. Él dio un puñetazo en el techo.

– ¡Ahora!

Con el corazón palpitando, Daisy bajó de la camioneta. La amenaza del látigo ya no era algo abstracto y se dio cuenta de que una cosa era decirse a plena luz del día que no dejaría que su marido la tocara y otra muy distinta hacerlo de noche, cuando estaban solos en medio de un campo, a oscuras, en algún lugar apañado de Carolina del Sur.

Soltó un jadeo cuando Alex la agarró del brazo y la guio a través del recinto. Con la maleza golpeándole las sandalias, supo que no podía dejar que la llevara a donde quería sin oponer resistencia.

– Te advierto que me pondré a gritar si intentas hacerme daño. -Él bostezó. -Lo digo en serio -dijo mientras él la empujaba hacia delante. -No quiero pensar mal de ti, pero me resulta muy difícil no hacerlo sí sigues amenazándome de esta manera.

Alex abrió la puerta de la caravana y encendió la luz, empujándola suavemente por el codo para que entrara.

– ¿Podemos posponer esta conversación hasta mañana?

¿Era sólo la imaginación de Daisy o el interior de la caravana había encogido desde la primera vez que lo había visto?

– No, creo que no. Y por favor, no vuelvas a tocarme otra vez.

– Estoy demasiado cansado para pensar en atacarte esta noche, si es eso lo que te preocupa.

Sus palabras no la tranquilizaron.

– Si no tienes intención de atacarme, ¿por qué me amenazas con el látigo?

Alex bajó la mirada a la cuerda de cuero trenzado como si se hubiera olvidado que lo tenía en la mano, lo que ella no se creyó ni por un momento. ¿Cómo podía ser tan descuidado con respecto a eso? ¿Y por qué llevaba un látigo por la noche si no era para amenazarla? Un nuevo pensamiento la asaltó, provocándole escalofríos por todo el cuerpo. Había oído bastantes historias sobre hombres que utilizaban los látigos como parte de sus juegos sexuales. Incluso conocía algunos ejemplos casi de primera mano. ¿Sería eso lo que él tenía en mente?

Él masculló algo por lo bajo, cerró la puerta y se acercó a la cama para sentarse. Dejó caer el látigo al suelo, pero el mango aún descansaba sobre su rodilla.

Ella lo miró con aprensión. Por un lado, Daisy había prometido honrar sus votos matrimoniales y además él no le había hecho daño. Pero, por otro, no había dudas de que la había asustado. No era demasiado hábil en los enfrentamientos, pero sabía que tenía que hacerlo. Se armó de valor.

– Creo que deberíamos aclarar las cosas. Quiero que sepas que no voy a poder vivir contigo si sigues intimidándome de esta manera.

– ¿Intimidándote? -Él examinó el mango del látigo. -¿De qué estás hablando?

El nerviosismo de la joven aumentó, pero se obligó a continuar.

– Supongo que no puedes evitarlo. Probablemente sea por la manera en que te criaste, aunque no es que me haya creído esa historia de los cosacos -hizo una pausa. -Porque es falsa, ¿verdad?

Él la miró como si se hubiera vuelto loca.

– Sí, claro que sí-se apresuró a decir ella. -Cuando me refiero a la intimidación, me refiero a tus amenazas y a… -respiró hondo- ese látigo.

– ¿Qué pasa con él?

– Sé algo de sadomasoquismo. Si tienes ese tipo de inclinaciones, te agradecería que me lo dijeras ahora en vez de soltar indirectas.

– ¿De qué estás hablando?

– Los dos somos adultos y no hay ninguna razón para que finjas que no me entiendes.

– Me temo que tendrás que ser más clara. Ella no podía creer que fuera tan obtuso.

– Me refiero a esos indicios que muestras de perversión sexual.

– ¿Perversión sexual?

Como seguía mirándola sin comprender, ella gritó frustrada.

– ¡Por el amor de Dios! Si piensas golpearme y luego hacer el amor conmigo, dímelo. «Oye, Daisy, me gusta dar latigazos a las mujeres con las que me acuesto y tú eres la siguiente de la lista.» Al menos sabría lo que se te pasa por la cabeza.

Él enarcó las cejas.

– ¿Eso haría que te sintieras mejor?

Ella asintió.

– ¿Estás segura?

– Tenemos que comenzar a comunicarnos.

– Como quieras. -La miró con ojos chispeantes. -Me gusta dar latigazos a las mujeres con las que me acuesto y tú eres la siguiente de la lista. Ahora voy a darme una ducha.

Entró en el cuarto de baño y cerró la puerta.

Daisy se mordisqueó el labio inferior. Aquello no había salido precisamente como había planeado.

Alex se rio entre dientes mientras el agua de la ducha caía sobre su cuerpo. Esa bella cabecita hueca le había proporcionado más diversión en las últimas veinticuatro horas de la que había obtenido en todo el año anterior. O puede que incluso más. Su vida era normalmente un asunto muy serio. La risa era un lujo que no se había podido permitir mientras crecía, así que nunca había desarrollado esa costumbre. Pero era normal cuando se había visto obligado a soportar toda clase de agravios para obtener una sonrisa.

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