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Susan Phillips: Llámame irresistible

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Susan Phillips Llámame irresistible

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Meg Koranda es la mejor amiga de Lucy Jorik, que está a punto de casarse con Ted Beudine. Ted es la clase de hombre por quien toda mujer suspira, al que todo los padres adora y cuya vida quisiera tener cualquier hombre. Es el tipo perfecto para cualquier mujer, salvo para Lucy. Meg consigue convencer a su amiga de que con Ted no va a encontrar la felicidad. Una vez que se suspende la boda, Meg es quien carga con las culpas de haber destruido los sueños románticos de Ted. Y para complicar aún más las cosas, Meg se queda tirada con el coche en la ciudad natal de Ted, sin un duro y con un novio muy cabreado. Sin dinero, con el coche averiado y sin el apoyo de sus famosos padres, Meg está segura de que puede sobrevivir con su ingenio. ¿Qué es lo peor que puede pasarle? ¿Perder el corazón por el mismísimo don Irresistible? Es poco probable. Muy poco probable…

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– Alguien tenía que serlo.

La presidenta sonrió.

– Lamento que tus padres no puedan estar aquí.

Meg no lo hacía. -No pueden estar separados durante mucho tiempo y esta es la única época en la que mamá podía dejar el trabajo para reunirse con papá mientras rodaba en China.

– Estoy esperando su próxima película. Nunca es predecible.

– Sé que ellos deseaban poder ver a Lucy casarse -. Respondió Meg. -Mamá, especialmente. Ya sabes lo que siente por ella.

– Lo mismo que yo por ti -, dijo la presidenta muy amablemente, porque en comparación con Lucy, Meg había resultado ser una gran decepción. Ahora, sin embargo, no era momento de pensar en sus anteriores fracasos y su lúgubre futuro. Tenía que reflexionar sobre su creciente convicción de que su amiga estaba a punto de cometer el error de su vida.

Lucy había decidido tener sólo cuatro damas de honor, sus tres hermanas y Meg. Se congregaron en el altar mientras esperaban la llegada del novio y sus padres. Holly y Charlotte, las hijas biológicas de Mat y Nealy, se pusieron cerca de sus padres, junto con Tracy la medio hermana de Lucy, que tenía dieciocho años, y su hermano adoptivo afroamericano, Andre, de diecisiete años. En su leída columna del periódico, Mat había declarado: "Si las familias tienen pedigrí, la nuestra tiene mestizaje americano". La garganta de Meg se apretó. Por mucho que sus hermanos le hicieran sentirse inferior, ahora mismo los echaba de menos.

De repente, las puertas de la iglesia se abrieron. Allí estaba él, una silueta contra el sol poniente. Theodore Day Beaudine.

Las trompetas empezaron a sonar. Juro por Dios que las trompetas tocaban coros de aleluya.

– Jesús -, susurró.

– Lo sé -, susurró de vuelta Lucy. -Cosas como éstas le pasan todo el tiempo. Dice que es accidental.

A pesar de todo lo que Lucy le había dicho, Meg todavía no estaba preparada para su primer encuentro con Ted Beaudien. Tenía los pómulos perfectamente torneados, una nariz recta y una mandíbula cuadrada de estrella de cien. Podría haber tenido un cartel en Times Square, excepto que no poseía el artificio de los modelos masculinos.

Caminó por el pasillo central con un paso largo y fácil, con el pelo marrón oscuro besado con cobre. La luz brillante de las ventanas de las vidrieras arrojaba piedras preciosas en su camino, como si una simple alfombra roja no fuera lo suficientemente buena para que un hombre caminara sobre ella. Meg apenas se percató de que sus famosos padres estaban algunos pasos por detrás. No podía apartar la mirada del novio de su mejor amiga.

Saludó a la familia de su novia en un tono bajo y agradable. Las trompetas que tocaban en el coro llegaron a un crescendo, se giró, y Meg sintió una perforación.

Esos ojos… Ámbar dorados tocados con miel y borde de pedernal. Ojos que brillaban con inteligencia y percepción. Ojos que cortaban la respiración. Cuando estuvo en frente de él, sintió que Ted Beaudine veía dentro de ella y se daba cuenta de lo todo lo que ella intentaba tan duramente ocultar: su insuficiencia, su fracaso absoluto para reclamar un lugar digno en el mundo.

Ambos sabemos que eres un desastre, decían sus ojos, pero estoy seguro que algún día madurarás. Si no… Bueno… ¿Qué se puede esperar de una niña mimada de Hollywood?

Lucy estaba presentándolo. -… tan contenta de que finalmente os podáis conocer. Mi mejor amiga y mi futuro marido.

Meg se sentía orgullosa de su apariencia dura, pero apenas consiguió un leve asentimiento.

– Si pudiera tener su atención… -dijo el ministro.

Ted apretó la mano de Lucy y sonrió a la cara vuelta hacia arriba de su novia, una sonrisa de cariño, estaba convencida de que ni una sola vez se perturbó la imparcialidad de sus ojos de tigre de cuarzo. La alarma de Meg creció. Fuera las que fueran las emociones que sentía por Lucy, ninguna de ellas incluía la pasión feroz que su mejor amiga merecía.

Los padres del novio fueron los anfitriones de la cena de ensayo, una barbacoa espléndida para unos cien, en el club de campo local, un lugar que representaba todo lo que Meg detestaba: gente blanca, consentida y rica demasiado obsesionada con su propio placer como para tener en cuenta los daños que los campo de golf químicamente envenenados y con alto consumo de agua le hacían al planeta. Incluso la explicación de Lucy de que era sólo un club semi-privado y cualquiera podía jugar no cambiaba su opinión. El servicio secreto mantenía a la prensa internacional a las puertas, junto con una multitud de curiosos con la esperanza de vislumbrar una cara famosa.

Y las caras famosas estaban por todas partes, no sólo en la fiesta de la boda. La madre y el padre del novio eran mundialmente conocidos. Dallas Beaudine era una leyenda en el golf profesional, y la madre de Ted, Francesca, fue una de las primeras y mejores entrevistadoras de famosos de la televisión. Los ricos y famosos se esparcían desde la terraza trasera de la casa club de estilo anterior a la guerra hasta el primer tee; políticos, estrellas de cine, atletas de élite del mundo del golf profesional, y un contingente de vecinos de diversas edades y grupos étnicos: los maestros y comerciantes, mecánicos y fontaneros, el barbero del pueblo y un motorista que daba mucho miedo.

Meg vio a Ted moverse entre la multitud. Era discreto y modesto, sin embargo, una invisible luz parecía seguirlo a todas partes. Lucy se quedó a su lado, prácticamente vibrando con la tensión cuando una persona tras otra los detuvo para charlar. A pesar de todo, Ted se mantuvo imperturbable, y aunque la habitación zumbaba con la charla feliz, Meg encontraba cada vez más difícil mantener una sonrisa en su cara. Él le parecía más un hombre ejecutando una misión cuidadosamente calculada que un novio enamorado en la víspera de su boda.

Acaba de finalizar una predecible conversación con un ex locutor de televisión sobre cómo ella no se parecía en nada a su increíblemente bella madre cuando Ted y Lucy aparecieron a su lado. -¿Qué te dije? -Lucy cogió su tercera copa de champán de un camarero que pasaba. -¿No es genial? -Sin reconocer el cumplido, Ted estudió a Meg a través de aquellos ojos que lo habían visto todo, incluso aunque él no pudiera haber viajado a la mitad de sitios que Meg había visitado.

Te llamas a ti misma ciudadana del mundo, sus ojos susurraban, pero eso sólo significa que no perteneces a ningún sitio.

Tenía que centrarse en situación de Lucy, no en la suya, y tenía que hacer algo rápidamente. ¿Y qué importaba si quedaba como una borde? Lucy estaba acostumbrada a la franqueza de Meg, y la buena opinión de Ted Beaudine no significaba nada para ella. Ella tocó el nudo de tela en su hombro. -Lucy también olvidó mencionar que eras el alcalde de Wynette… además de ser su santo patrón.

Él ni pareció ofenderse, sentirse alagado o desconcertado por el comentario de Meg. -Lucy exagera.

– No lo hago -, dijo Lucy. -Juro que la mujer junto a la vitrina de trofeos hizo una genuflexión cuando pasaste por allí.

Ted sonrió y Meg se quedó sin aliento. Esa sonrisa lenta le daba una apariencia infantil peligrosa que Meg no se tragó ni por un momento. Ella se arriesgó. -Lucy es mi mejor amiga, la hermana que siempre quise, pero ¿tienes idea de cuántos hábitos molestos tiene?

Lucy frunció el ceño, pero no trató de desviar la conversación, lo que lo decía todo.

– Sus defectos son pequeñas comparados con los míos -. Sus cejas eran más oscuras que su pelo, pero sus pestañas eran pálidas, con puntas de oro, como si hubieran sido sumergidas en las estrellas.

Meg fue más allá. -¿Exactamente cuáles serían esos defectos?

Lucy parecía tan interesada en su respuesta como la misma Meg.

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