Susan Phillips - Nacida Para Seducir

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Dean Robillard, jugador de los Chicago Stars, es el hombre más afortunado del mundo: es una auténtica estrella deportiva y acaba de iniciar una prolífica carrera como modelo de ropa interior. Pero el camino a la gloria ha comenzado su declive, y Dean decide hacer un viaje por carretera en un intento por comprender qué es lo que no marcha bien en su vida. Lo que no sabe es que muy pronto conocerá a alguien que pondrá su mundo del revés.
Blue Bailey solo tiene un objetivo en la vida: vengarse de su ex. Para ello cuenta con la ayuda de un auténtico dios griego, el jugador de futbol americano más famoso de América, que se ofrece a llevarla en su Aston Martin. Sin embargo, Dean no es el deportista descerebrado que ella había imaginado…
Una novela en la que la popular autora de Toscana para dos y Tenías que ser tú hace nuevamente gala de todo su ingenio y humor.

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– Esos tíos sabían tu verdadero nombre. Jamás habría imaginado que hubiera tantos homosexuales sueltos por el mundo. Él le dio al botón. La verdad es que soy jugador profesional de fútbol americano y ése es mi verdadero nombre. Pero sólo juego a tiempo parcial, hasta que despegue mi carrera en el cine.

Castora lo miró simulando estar impresionada. -Vaya. No sabía que se podía jugar al fútbol americano a tiempo parcial.

– Sin ánimo de ofender, no pareces saber mucho de deporte.

– Bueno, un gay jugando al fútbol americano. Ver para creer.

– Oh, hay muchos. Casi un tercio de los jugadores de la NFL. -Esperó a ver si al fin ella ponía punto y final a esa sandez, pero parecía no tener prisa en acabar el juego.

– Para que luego diga la gente que los deportistas no son sensibles -dijo ella.

– Es parte del espectáculo.

– Me he fijado en que llevas agujeros en las orejas.

– Me los hice cuando era joven.

– Y querías hacer gala de tu dinero, ¿no?

– Dos kilates en cada oreja.

– Dime que ya no los usas.

– Sólo si tengo un mal día. -Se abrieron las puertas del ascensor y caminaron por el pasillo hasta sus habitaciones. Castora caminaba con largas zancadas para ser tan pequeña. No estaba acostumbrado a las mujeres tan agresivas, claro que ella no era demasiado femenina a pesar de esos pequeños pechos redondos que tan duro lo ponían.

Las habitaciones estaban una junto a la otra. Él abrió la primera puerta y, aunque limpia, definitivamente olía a tabaco.

Ella pasó junto a él.

– Normalmente, sugeriría que nos la jugáramos a cara o cruz, pero como tú pagas la cuenta, no me parece justo.

– Bueno, si insistes.

Ella cogió su bolsa y de nuevo intentó deshacerse de él.

– Trabajo mejor con luz natural. Nos veremos mañana.

– Si no me pareciera imposible, diría que te da miedo estar a solas conmigo.

– Vale, me has pillado. ¿Y si sin darme cuenta me interpongo entre tú y un espejo? Podrías ponerte violento.

Él sonrió ampliamente.

– Te espero en media hora.

Cuando él llegó a su habitación, encendió la televisión para ver el partido de los Bulls, se quitó las botas y desempacó sus cosas. Tenía tantos dibujos, retratos y fotos de sí mismo que no sabía ya qué hacer con ellos, pero ésa no era la cuestión. Cogió del minibar una cerveza y una bolsita de cacahuetes. Annabelle le había sugerido en una ocasión que mostrara a la gente algo del glamour que se suponía había heredado de su madre, y él le había dicho que no metiera las narices en sus asuntos. No dejaba que nadie se entrometiera en esa complicada relación.

Se tumbó en la cama en vaqueros y camisa blanca, una auténtica camisa blanca de Marc Jacobs diseñada por PR que le habían enviado un par de semanas antes. Los Bulls pidieron tiempo muerto. Otra noche, otro hotel. Poseía dos apartamentos en Chicago, uno no muy lejos del lago y otro en la zona oeste, junto a las oficinas de los Stars por si no tenía ganas de lidiar con el tráfico al atravesar la ciudad. Pero como había crecido en montones de habitaciones de Internados, no consideraba ningún sitio como su hogar. «Gracias, mamá».

La granja de Tennessee tenía su propia historia y raíces profundas, justo lo que a él le faltaba. Bueno, normalmente no era tan impulsivo y había tenido sus dudas sobre comprar un lugar tan alejado del océano. Ser propietario de una casa con cien acres hacía pensar en algo permanente, algo que él jamás había experimentado y a lo mejor no estaba preparado. Tenía que pensar en ella como en una casa de vacaciones. Y si no le gustaba, siempre podía venderla.

Oyó el agua de la ducha de la habitación de al lado. En la tele salió un anuncio de un telefilm sobre la muerte de la cantante de country Marli Moffatt. Pasaron imágenes de Marli y Jack Patriot saliendo de una capilla de Reno. Le dio al botón de silencio del mando.

Estaba deseando tener a Castora desnuda esa noche. El no haber estado nunca con alguien como ella hacía que las perspectivas fueran aún más interesantes. Se metió un puñado de cacahuetes en la boca y se recordó a sí mismo que hacía años que había dejado los rollos de una sola noche. La idea de acabar como su madre -alguien que se pasaba el tiempo dándole a la coca hasta el punto de olvidar que tenía un hijo- era demasiado deprimente, así que se limitaba a tener relaciones cortas, relaciones que duraban entre unas semanas y un par de meses. Pero en ese momento estaba a punto de violar la norma principal de toda una década de relaciones informales y no sentía remordimientos. Castora no era precisamente una groupie. Aunque sólo habían estado juntos un día, y a pesar de esa tendencia que tenía de mangonearlo, tenían una verdadera relación, Unas interesantes conversaciones, habían compartido comidas y tenían gustos similares en música. Y lo que era más importante aún, Castora no amenazaba de ninguna manera su soltería.

El último cuarto del partido de los Bulls acababa de empezar cuando sonó un golpe en la puerta. Tenía que dejar bien claro quién llevaba la voz cantante.

– Estoy desnudo -gritó.

Mejor aún. Hace años que no pinto a un adulto desnudo. Me vendrá bien para practicar.

No había picado. Sonrió y soltó el mando.

– No te lo tomes como algo personal, pero la idea de estar desnudo delante de una mujer es francamente repulsiva.

– Soy una profesional. Imagina que soy tu médico. Puedes taparte tus partes si te sientes incómodo.

Dean sonrió abiertamente. «Sus partes.»

– O mejor todavía, esperemos hasta mañana, entonces ya habrás tenido tiempo de hacerte a la idea.

Fin del juego.

Tomó un trago de cerveza.

– Está bien. Me pondré algo encima. -Se desabrochó los botones de la camisa y observó cómo el nuevo base de los Bulls perdía un pase antes de apagar la tele y cruzar la habitación para abrir la puerta.

3

El desprecio de Castora por la moda se extendía también a la ropa de dormir. Vestía una camiseta marrón de hombre y unos pantalones descoloridos de color negro que se plegaban alrededor de sus es trechos tobillos. No había nada remotamente sexy en esa ropa, salvo el misterio que ocultaban debajo. Él se apartó un poco para dejarla entrar. Olía a jabón simple en vez de a perfume. Dean se dirigió al minibar. -¿Quieres beber algo? Ella soltó un grito.

– Oh, Dios mío. ¿No serás uno de los que usa esa cosa?

No sabía de qué hablaba, pero por si acaso se miró la entrepierna.

Ella, sin embargo, dirigió la mirada al minibar. Dejó caer el bloc de dibujo y adelantándolo con rapidez, agarró la lista de precios.

– Mira esto. Dos dólares y medio por un ridículo botellín de agua. Tres dólares por una Snicker. ¡Una Snicker!

– Estas pagando algo más que la chocolatina -señaló él-. Pagas por comértela justo cuando quieres.

Pero ella ya había visto la bolsita de cacahuetes encima de la cama y no se pudo contener.

– Siete dólares. ¡Siete dólares! ¿Cómo has podido?

– ¿Quieres una bolsa de papel para recobrar el aliento?

– Deberías vigilar la cartera.

Por lo general no lo mencionaría -dijo él-, pero soy rico. -Y, salvo que hubiera un colapso total de la economía americana, siempre lo sería. De niño, el dinero había provenido de sustanciosas pagas. De adulto, procedía de algo mucho mejor. De su propio trabajo.

– No me importa lo rico que seas. Siete dólares por una bolsita de cacahuetes es demasiado.

Obviamente los problemas económicos de Castora eran más serios de lo que parecía, pero eso no quería decir que él tuviera que reprimirse en comprarse lo que le diera la gana.

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