Susan Phillips - Nacida Para Seducir

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Dean Robillard, jugador de los Chicago Stars, es el hombre más afortunado del mundo: es una auténtica estrella deportiva y acaba de iniciar una prolífica carrera como modelo de ropa interior. Pero el camino a la gloria ha comenzado su declive, y Dean decide hacer un viaje por carretera en un intento por comprender qué es lo que no marcha bien en su vida. Lo que no sabe es que muy pronto conocerá a alguien que pondrá su mundo del revés.
Blue Bailey solo tiene un objetivo en la vida: vengarse de su ex. Para ello cuenta con la ayuda de un auténtico dios griego, el jugador de futbol americano más famoso de América, que se ofrece a llevarla en su Aston Martin. Sin embargo, Dean no es el deportista descerebrado que ella había imaginado…
Una novela en la que la popular autora de Toscana para dos y Tenías que ser tú hace nuevamente gala de todo su ingenio y humor.

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Ese mismo día había pensado un montón en Annabelle, puede que porque Castora también tenía fuertes convicciones y tampoco parecía interesada en impresionarle. Era extraño estar con una mujer que no le hacía insinuaciones. Por supuesto, él le había dicho que era gay, pero ella había averiguado que era una farsa hacía por lo menos doscientos kilómetros. Bueno, a pesar de todo, ella había intentado seguir con el jueguecito. Pero la pequeña Bo Beep no podía jugar a su mismo nivel.

Blue se quedó boquiabierta cuando vio el hostal de tres pisos perfectamente iluminado. A pesar de todo lo que le había exasperado hoy, él no estaba aún preparado para darle la patada. En primer lugar, quería que le pidiera dinero. En segundo lugar, había sido una buena compañía. Y además, no podía ignorar que había estado empalmado por culpa de ella los últimos trescientos kilómetros.

Él entró en el aparcamiento.

– Aquí aceptan cualquier tarjeta de crédito. -Debería sentirse mal por jugar con ella, pero era tan descarada y respondona que no lo hizo.

Ella apretó los labios.

– Por desgracia, no tengo tarjeta de crédito.

Lo que no era sorprendente.

– Abusé de ella hace unos años -continuó-, y desde entonces no han vuelto a confiar en mí. -Ella estudió el letrero del hostal Los Buenos Tiempos-. ¿Qué vas a hacer con el coche?

– Darle una propina al tío de seguridad para que lo vigile.

– ¿Cuánto?

– ¿Y a ti que te importa?

– Soy artista. Me interesa el comportamiento humano.

Aparcó el coche en una de las plazas.

– Supongo que cincuenta dólares ahora y otros cincuenta por la mañana.

– Genial. -Ella le tendió la mano-. Ya tienes vigilante.

– No vas a vigilar mi coche.

Los músculos de la garganta se le agarrotaron cuando tragó.

– Claro que sí. No te preocupes. Tengo el sueño ligero. Me despertaré al instante si se acerca alguien.

– Tampoco vas a pasar la noche en él.

– No me digas que eres uno de esos imbéciles que cree que una mujer no puede hacer el mismo trabajo que los hombres.

– Lo que creo es que no puedes pagarte una habitación. -Dean salió del coche-. Yo te invitaré.

Ella le dirigió una mirada airada mientras alzaba la nariz y luego salió del vehículo.

– No necesito que nadie me «invite».

– ¿De veras?

– Lo que necesito es que me dejes vigilar el coche. -Ni de coña.

Él se dio cuenta de que ella estaba buscando la manera de aceptar su dinero sin quedar mal ante sí misma, y no se sintió sorprendido cuando comenzó a largarle lo que cobraba por los retratos.

– Incluso con el descuento, es mucho más de lo que cuesta la habitación de un hotelucho y algunas comidas -concluyó-. Estarás de acuerdo conmigo en que sales ganando. Comenzaré tu retrato mañana en el desayuno.

Lo último que necesitaba era otro retrato suyo. Lo que en realidad necesitaba era…

– Puedes empezar esta noche. -Y abrió el maletero. ¿Esta noche? Ya es muy tarde.

Apenas son las nueve. -Este equipo sólo podía tener un quarter back y ése era él.

Ella masculló por lo bajo y se puso a revolver en el maletero del coche. Dean sacó su maleta y la bolsa azul marino de Blue. Ella cogió una de las cajas que contenía su material de trabajo y, sin dejar de mascullar, lo siguió a la entrada. Él hizo los arreglos pertinentes con el vigilante de seguridad del hostal para que le echara un vistazo a su coche y se dirigió a recepción. Castora caminó a su lado. A juzgar por la música en vivo del bar y la gente que llenaba los locales del vestíbulo, el hostal Los Buenos Tiempos era el lugar de encuentro de la noche de los sábados de ese pequeño pueblo. Dean observó las cabezas que se giraban a su paso. Algunas veces pasaba un par de días sin que nadie lo reconociera, pero esa noche no ocurriría eso. Algunos se le quedaron mirando sin disimulo. Malditos anuncios de Zona de Anotación. Dejó las maletas al lado de recepción. El recepcionista, un veinteañero oriental con pinta de estudioso, lo saludó atentamente sin reconocerlo. Castora le dio un codazo en las costillas y señaló el bar con la cabeza.

– Admiradores -dijo ella como si él no se hubiera fijado en los dos tios que acababan de apartarse de la multitud y se dirigían hacia ellos. Ambos eran de mediana edad y tenían sobrepeso. Uno vestía una camisa hawaiana tensa sobre la prominente barriga. El otro lucía un gran bigote y llevaba botas vaqueras.

– Ha llegado el momento de que me ponga a trabajar -dijo Castora en voz alta-. Yo me encargaré de ellos. -No, tú no lo harás. Yo…

– Hola -dijo el de la camisa hawaiana-. Espero no molestar, pero mi amigo y yo nos hemos apostado a que eres Dean Robillard. -Le tendió la mano.

Antes de que Dean pudiera responder, Castora bloqueó el brazo del hombre con su menudo cuerpo, y lo siguiente que supo fue que ella respondía con un acento extranjero que sonaba a una mezcla entre serbocroata e israelí.

– Ach, ese tal Dean Ro-mi-llar ser un hombre muy famoso en América, ¿sí? Mi pobre marido… -colocó la mano sobre el brazo de Dean-, su inglés es mucho, mucho malo, y no comprender. Pero mi inglés es mucho, mucho bueno, ¿sí? Y todas las partes que vamos, muchos hombre como vosotros…, se acercan y dicen que creen que es ese hombre, ese Dean Ro-mi-llar. Pero no, digo, mi marido no es famoso en América, sí es mucho, mucho famoso en nuestro país. Es un famoso… ¿cómo se dice?… por-no-gra-fo.

Dean simplemente sintió que se atragantaba.

Ella frunció el ceño.

– ¿Sí? ¿Lo dije bien? Hace películas sucias.

Dean había cambiado tantas veces de identidad que empezaba a perder la cuenta. Bueno, Castora merecía su apoyo por todo ese trabajo arduo -tan mal enfocado-, así que borró la sonrisa de la cara e intentó simular que no sabía inglés.

Había dejado tan flipados a los hinchas que los pobres no sabían como salir del atolladero.

– Nosotros… esto… bueno… lo sentimos. Pensamos…, y…

– No pasa nada -respondió ella con firmeza-. Ocurre todo el tiempo.

Tropezándose con sus propios pies, los hombres huyeron.

Castora lo miró con aire satisfecho.

– Soy demasiado joven para tener tanto talento. ¿A que te alegras de que haya decidido seguir contigo?

No cabía duda de que era muy creativa, pero dado que tenía que entregarle la VISA al recepcionista todos esos esfuerzos de mantener en secreto su identidad no servían para nada.

– Déme la mejor suite -dijo él-. Y una habitación pequeña junto a los ascensores para mi chiflada acompañante. Si no hay, bastará con un rincón al lado de la máquina del hielo.

El hostal Los Buenos Tiempos había hecho un gran trabajo instruyendo a su personal, y el joven recepcionista apenas parpadeó.

– Por desgracia, esta noche estamos completos, señor, y la suite ya está ocupada.

– ¿No tenemos suite? -dijo Castora con voz arrastrada-. ¿Qué más cosas horribles nos pueden pasar?

El recepcionista estudió la pantalla del ordenador intentando encontrar una solución.

– Sólo quedan dos habitaciones. Una puede adaptarse a sus necesidades, pero la otra está sin arreglar.

– Bueno, a esta mujercita no le importará quedarse allí. Bastará con que no haya manchas de sangre en la moqueta. Las estrellas del porno pueden dormir casi en cualquier sitio. Y quiero decir en cualquiera.

Aunque parecía estar divirtiéndose, el recepcionista estaba demasiado bien entrenado para sonreír.

– Le haremos, por supuesto, un descuento, Blue se apoyó en el mostrador.

– Cóbrele el doble. Si no se sentirá ofendido. Después de que él aclarara aquel malentendido, se dirigieron hacia el ascensor. Cuando se cerraron las puertas, Castora levantó la vista hacia él rezumando inocencia en esos ojos violeta.

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