– Buena suerte con eso.
– Gracias. Voy a necesitarla.
Después de añadir leche a ambas tazas, dejó la caja envuelta en celofán de plata sobre la encimera.
– Puedes hacer los honores.
Ocultó su diversión mientras veía a Carlie abrir la caja con una reverencia inusitada. Era evidente que le encantaba el chocolate. Después de quitar la tapa, se inclinó sobre el contenido e inhaló profundamente. Cerró los ojos y emitió un «oooooh» apenas audible. La diversión se desvaneció de Daniel, reemplazada por un deseo que prácticamente lo dejó sin aliento. Ella abrió los ojos y observó las trufas como si contemplara un alijo de joyas.
– Todas parecen tan deliciosas… -dijo con voz ronca-. ¿Cuál quieres tú? -preguntó sin dejar de mirar las trufas.
La temperatura de Daniel se elevó un poco más.
«La sexy, del cabello ondulado». Apretó los labios antes de llegar a pronunciar esas palabras en voz alta. Después de carraspear, miró las trufas y señaló una.
– ¿De qué sabor es ésa?
Ella consultó el interior de la caja de chocolate, que proporcionaba una guía en imágenes.
– Chocolate de avellanas con leche.
Hmmm.
– ¿Y ésta? -señaló otra.
– Mmmm… veamos… cappuccino.
Doble hmmmm.
Con la vista clavada en su expresión arrobada, eligió una al azar.
– Tomaré ésta.
Después de consultar la guía, ella asintió con aprobación.
– Praliné con doble de chocolate. Buena elección. Creo que yo me decantaré por la de vainilla francesa -cuando la tuvo en los dedos, alzó la mano para hacer un brindis-. Por tu generosidad compartiendo. Gracias.
– De nada -tocó ligeramente su trufa con la de ella.
Despacio, Carlie se la llevó a los labios y dio un mordisco pequeño. Él la observó, fascinado, mientras cerraba los ojos y unos sonidos eróticos y sensuales comenzaban a salir de su garganta. Echó la cabeza hacia atrás y de pronto Daniel no sólo quiso darse un festín de chocolate.
– Es… tan… increíblemente… delicioso.
«Y tú me estás poniendo tan increíblemente duro…». Se habría movido para aliviar la presión en la parte frontal de sus Levi's, pero no podía. Se quedó quieto, embobado, observando cómo ella convertía el simple acto de comer chocolate en una fantasía sexual. Cuando los gemidos se desvanecieron y al final ella abrió los ojos, él apenas logró pronunciar una única palabra.
– Vaya.
– Mmmm. Desde luego.
– ¿Ha sido tan estupendo para ti como lo ha sido para mí? -preguntó él.
La mirada de Carlie se posó en la trufa olvidada que Daniel aún sostenía entre los dedos y abrió mucho los ojos.
– Pero tú aún no la has probado.
– Estaba demasiado ocupado mirándote a ti -volvió a dejar la trufa en la caja, rodeó la barra y se detuvo delante de ella-. Prefiero probar la tuya.
Ella parpadeó y luego alzó lo que quedaba de la suya.
– Oh, claro. Me encantaría…
Le cortó las palabras cubriéndole la boca con los labios.
En el instante en que los labios se unieron, todo pensamiento abandonó la cabeza de Daniel. La bajó del taburete y luego la tomó en brazos; ella lo aceptó y le rodeó el cuello con los suyos. Emitió ese gemido increíble y separó los labios, invitándolo a entrar, ofrecimiento que él aceptó de inmediato. Mientras con la lengua le exploraba el interior de la boca, con las manos le acariciaba la espalda.
La fricción erótica de las lenguas le lanzó a Daniel agujas de fuego por el cuerpo. Se movió, apoyándose contra la barra, abrió las piernas y metió a Carlie entre la «V» de sus muslos. Ella se pegó contra él, incinerándolo.
«Más… más… más». La palabra reverberó por él, exigente, eliminando otra capa de su control, situación que no mejoraba por la respuesta ardiente de Carlie. Su intención había sido besarla despacio, con suavidad, pero nada en ese beso era lento o suave. Le metió la mano por el cabello sedoso y la mantuvo inmóvil mientras le devoraba la boca.
Perdió toda noción del tiempo, y cuando al final levantó la cabeza, no tenía idea de cuánto llevaban besándose, aparte de saber que no era suficiente. La miró y vio…
Bruma.
Parpadeó y se dio cuenta de que las gafas se le habían empañado. Igual que el resto de su persona. Antes de poder quitárselas, lo hizo ella. Al hacerlo, la vio con claridad. Con los ojos entornados, las mejillas encendidas y los labios húmedos y entreabiertos, se la veía absolutamente preciosa y completamente excitada. Después de dejar sus gafas en el mostrador, se reclinó en el círculo de sus brazos y susurró:
– Vaya.
Le impresionó que pudiera hablar. Desde luego, él era incapaz. Tuvo que tragar saliva dos veces y aclararse la garganta para poder encontrar la voz.
– Sí. Vaya -aunque aún sonaba como si le hubieran lijado las cuerdas vocales.
– Empañé tus gafas.
– Te perdono.
Lo estudió durante varios segundos.
– Se te ve diferente sin ellas.
– Ya ti. Estás… borrosa.
Ella se acercó más, hasta que casi se hallaron nariz contra nariz.
– ¿Y ahora?
– Oh, eres tú -inclinó la cabeza y le besó el cuello-. Sabes deliciosa.
– Era el chocolate.
La miró a los ojos.
– No, eras tú.
– He de decirte que ese beso hizo que me olvidara por completo de la trufa -lo estudió de nuevo durante varios segundos-. Probablemente, no debería reconocerlo, pero hace tiempo que quería hacer eso.
– ¿Liberarme de mis trufas?
Ella sonrió.
– Bueno, eso también. Pero me refería a empañarte las gafas.
– ¿Por qué no deberías reconocerlo?
– Según todos los libros, debería comportarme de forma recatada y misteriosa. Por desgracia, no es mi estilo.
– A mí no me parece una desgracia. Prefiero la brutal verdad -le acomodó un mechón de pelo detrás de la oreja-. Y la brutal verdad es que preferiría continuar con nuestra conversación…
– ¿Conversación? -la picardía ardió en sus ojos y frotó la pelvis contra la dura montaña que era la erección de Daniel.
– Nuestra velada juntos -corrigió él con una sonrisa-. Cuando tengas más tiempo. ¿Estás libre mañana por la noche?
– Eso depende. ¿Me ofreces más trufas?
– Eso depende. ¿Me darás ese masaje?
– Lo haré si tú cumples tu parte.
– ¿A las siete?
– Mejor a as ocho. Tengo mucho que estudiar.
– Estupendo. Espero el momento con ganas -nunca había empleado un eufemismo más inexacto.
Pensó en ella todo el condenado día.
No había sentido esa clase de expectación por ver a una mujer en mucho tiempo. Y Jamás con esa intensidad.
Pero el día finalmente pasó y sólo faltaban cuarenta y cinco minutos para que ella llegara. Salió de la ducha, se pasó una toalla alrededor de las caderas y luego se secó el pelo. Después de afeitarse, se puso un polo azul y sus vaqueros más cómodos. Luego miró en torno al dormitorio. La cama hecha, preservativos en el cajón de la mesilla. Satisfecho, se fue a la sala de estar.
La caja de trufas estaba sobre la mesita de centro. Puso un CD de blues en el equipo de música, atenuó las luces y encontró un par de velas, que colocó sobre la mesita. Lo único que faltaba era Carlie.
Volvió a desviar la vista hacia el reloj. Siete minutos.
Esperó que no llegara tarde. Desde luego, la promesa de un masaje, y lo que, con algo de fortuna, seguiría después, bastaba para convertir a cualquier hombre en una masa de nervios. Pero, de algún modo, eso parecía… más. Lo que era una locura, ya que apenas se conocían. Y más cuando pensaba marcharse en dos semanas. Estaba imaginando cosas. No había estado con nadie desde que Nina se marchara. Se dijo que no era más que eso, un caso de excitación extrema.
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