Jacquie D’Alessandro - Salvaje y deliciosa

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Todos ellos estaban a punto de descubrir el excitante poder del chocolate.
Los propietarios de una prestigiosa tienda de dulces querían demostrar la teoría de que el chocolate era el mejor afrodisíaco del mundo. Para ello llevaron a cabo un estudio muy poco ortodoxo que disfrazaron de promoción de San Valentín. Cuando los confiados clientes empezaron a probar el chocolate… los resultados fueron sorprendentes.
El formal Daniel Montgomery y la atrevida Carlie Pratt descubrieron que los opuestos no sólo se atraían… ¡sino que hacían que saltaran chispas!

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– Me encantaría, pero esta noche tengo una clase y sesión de estudio. He de irme en aproximadamente una hora.

– Escucha, sé que te gusta disfrutar de tus trufas, pero no tardarás una hora en comerte una -comentó divertido, señalando la casa con la cabeza-. Ven. Incluso prepararé café.

Desde luego, sabía cómo tentar a una chica. Llevándose los dedos al mentón, murmuró:

– Mmmmm. Suena estupendo… salvo por una cosa.

– ¿Qué?

– Para empezar, la tontería de «una trufa». Es un detalle muy rácano para alguien que tiene una caja entera.

El sonrió.

– De acuerdo, más de una trufa. Pero eso te presentará un problema en lo relativo a compartir, ya que al parecer no dispones de nada más.

– Tienes razón. Pero… -titubeó, fallándole súbitamente el valor. «Vamos, Carlie. Lo deseas, ve por él». Respiró hondo y murmuró con su mejor ronroneo-: Pero eso no significa que no tenga nada que poder compartir.

Los ojos de él parecieron encenderse en el crepúsculo.

– ¿Oh? ¿Qué tenías en mente?

«Tú. Yo. Chocolate. Desnudos. Y no necesariamente en ese orden».

– Bueno, claro está que tendrá que ser en forma de pagaré, ya que esta noche no hay tiempo, pero pensaba que tal vez podrías disfrutar…

– ¿Disfrutar qué?

– De un masaje.

Lo cual, o al menos eso esperaba, conduciría hasta ella. Él. Ella. Chocolate. Desnudos. Y no necesariamente en ese orden.

Capítulo Cuatro

– Ponte cómoda -dijo Daniel, retirando uno de los taburetes de roble que había ante la encimera de granito verde que separaba la cocina del pequeño comedor diario-. Vuelvo enseguida. He de cambiarme la camisa.

– Perfecto -aceptó ella con una sonrisa. Fue a su dormitorio y después de cerrar la puerta, se apoyó contra el panel de madera y respiró hondo varias veces.

¿Qué diablos le pasaba? Tenía el corazón desbocado, las manos algo temblorosas y mil mariposas en el estómago. Pero ya conocía la respuesta.

Estaba nervioso. De un modo que no había experimentado, desde que invitó a salir a la chica que le gustaba siendo un adolescente. Lo que era una locura.

Apartándose de la puerta, se quitó la camiseta sucia de tierra y entró en el cuarto de baño adyacente. Después de tirar la camiseta en el cubo de la ropa sucia, se lavó las manos y se miró en el espejo. Sabía que se le daban mal las charlas intrascendentes, sociales, y cuando volviera a la cocina, tendría que entablar una, ya que no podía decirle a Carlie: «Tú simplemente come chocolate y dedícate a gemir de esa forma tan sexy, que yo escucharé y lo dejaremos en eso, ¿de acuerdo?».

Se secó las manos y regresó al dormitorio. Eligió un polo negro de la cómoda y, después de ponérselo, se pasó los dedos por el pelo y se obligó a reconocer que la perspectiva de charlar no era lo único que le perturbaba. No, estaba el ofrecimiento del masaje. La idea de tener las manos de Carlie sobre él… soltó el aire contenido. Lo mejor era no pensar en ello en ese momento. No, en ese momento tenía que encargarse del café y de la conversación. Si empezaba a pensar en que ella lo iba a tocar, volvería a quedarse sin respiración.

Volvió a respirar hondo antes de abrir la puerta. Al regresar por el pasillo, vio a Carlie de perfil sentada en el taburete, con las piernas cruzadas, los codos apoyados en la encimera y el mentón en una mano. El corazón le dio un vuelco. Se la veía preciosa. Como si su lugar fuera ése.

Al entrar en la cocina, ella sonrió.

– Tu cocina está impresionantemente limpia y ordenada. Creía que los solteros eran unos torpes.

– No puedo decir que sea un fanático del orden -recogió la cafetera y fue al fregadero-, pero he de mantener el lugar impecable o corro el riesgo de que me ataque mi agente inmobiliario. Al parecer, los platos sucios acumulados son malos para la venta de una propiedad.

– ¿Cuánto tiempo has vivido aquí?

– Ocho años. Crecí a unas horas de aquí, en Cartersville. Está a las afueras…

– De Sacramento -concluyó ella con voz sorprendida-. Yo soy de Farmington.

El añadió agua y luego colocó un filtro.

– De modo que hemos crecido a menos de veinte kilómetros el uno del otro.

– Eso parece -ella sonrió-. Seguro que nos vimos docenas de veces en el centro comercial.

– Lo dudo. Rara vez iba al centro comercial; además, habría recordado verte.

– Un amable y apreciado intento de halago, pero si me hubieras visto en el instituto, habrías salido corriendo en la otra dirección.

– He de repetir que lo dudo. Pero ¿por qué lo dices?

– Puedo describir mi aspecto con una palabra: aterradora. Pelo al estilo de La Novia de Frankenstein , aparato en los dientes… no era la clase de chica que atraía mucha atención masculina -movió las pestañas con exageración-. He mejorado con la edad.

– No hace falta que lo digas -él sonrió.

Esa sonrisa hizo que Carlie contuviera el aliento. Se fijó en las manos de Daniel. Eran bonitas. Grandes, anchas, de dedos largos. Fuertes y capaces. La imagen de ellas subiéndole por los muslos le desbocó la imaginación…

Decidió que lo mejor era volver a poner la conversación en marcha.

– ¿Por qué te mudas? -preguntó, centrando la atención en la cafetera.

– Un trabajo nuevo.

– Creía que eras autónomo. Algo relacionado con la informática, ¿no?

Él asintió.

– Desarrollo y mantengo sitios web.

Le cautivó el modo en que sus gafas se deslizaron por su nariz cuando asintió. Como aún tenía las manos ocupadas con la cafetera, y a ella le daba la impresión de no poder detenerse, alargó una mano y con suavidad volvió a colocárselas.

Él se quedó absolutamente quieto. Detrás de la montura negra, le clavó la vista. Durante varios segundos ninguno habló. Fue como si un vapor sexualmente cargado los hubiera envuelto y el corazón de Carlie latió tan fuerte que se preguntó si él lo oiría.

Al final, Daniel carraspeó.

– Gracias -dijo.

– De nada -musitó.

– No dejan de resbalar todo el tiempo. Probablemente, debería ponerme lentes de contacto…

– ¡No! -exclamó con celeridad. Él enarcó las cejas y ella tosió para ocultar la exclamación y luego añadió con más suavidad-: Quiero decir, las gafas… te sientan bien.

Él sonrió y devolvió su atención a la cafetera.

Ella esperó que terminara, admirando de paso esas manos, y luego preguntó:

– ¿Cuál es tu nuevo trabajo?

– Director del Departamento de Tecnología de la Información de Allied Computers. En Boston.

– Un cambio muy grande. ¿Y qué pasa con tu negocio de las páginas web?

– No estoy aceptando clientes nuevos, pero seguiré manteniendo los sitios que ya he diseñado. Actualizarlos no lleva tanto tiempo, al menos no como diseñarlos y construirlos, además de que me reportará unos interesantes ingresos secundarios.

Lo estudió varios segundos mientras él se dedicaba a tapar el bote de café.

– Debe de ser difícil dejar atrás esta ciudad.

Daniel alzó la cabeza y la miró sorprendido.

– ¿Lees la mente?

Le encantaría saber si en ese momento estaba en su mente.

– No. Sólo… es empatía. Apenas llevo en Austell tres meses y ya me encanta.

– Es un lugar estupendo en el que vivir -convino con voz melancólica.

– Eso creo. Estoy contenta de haber decidido trasladarme aquí.

– ¿No ibas a hacerlo?

Ella movió la cabeza.

– Mi compañera de casa se fugó con su novio después de que yo hubiera firmado el contrato y, si me hubiera echado para atrás, habría perdido tres meses de alquiler. Económicamente, la renta representa una carga, en especial con lo caros que son los libros de texto y la matrícula, pero me gustan tanto la casa y el patio, que decidí recurrir a mis ahorros y quedarme todo el año hasta terminar la carrera.

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