Jacquie D’Alessandro - Salvaje y deliciosa

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Todos ellos estaban a punto de descubrir el excitante poder del chocolate.
Los propietarios de una prestigiosa tienda de dulces querían demostrar la teoría de que el chocolate era el mejor afrodisíaco del mundo. Para ello llevaron a cabo un estudio muy poco ortodoxo que disfrazaron de promoción de San Valentín. Cuando los confiados clientes empezaron a probar el chocolate… los resultados fueron sorprendentes.
El formal Daniel Montgomery y la atrevida Carlie Pratt descubrieron que los opuestos no sólo se atraían… ¡sino que hacían que saltaran chispas!

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– Desde luego, ha venido al lugar adecuado. Estoy segura de que podremos encontrar algo de su agrado.

– Daniel probablemente necesite algo para su novia, también -dijo Carlie, las palabras escapando de su boca antes de poder sellar sus rebeldes labios. Ni siquiera se molestó en rezar para que la tierra se abriera y la tragara.

– No tengo novia.

Las palabras pronunciadas con suavidad hicieron que lo mirara.

– ¿No? -Ellie y ella preguntaron al unísono.

La primera sonó sorprendida y curiosa. Carlie sólo sorprendida. Y decididamente jadeante.

Él movió la cabeza.

– No.

– Pero la tenías -indicó Carlie.

– Sí.

– Así que rompisteis.

– Sí.

La recorrió una descarga de calor, junto con la extraña sensación de que sentía como si sus hormonas aplaudieran. Pero daba la impresión de que sonsacarle información sería como tratar de pasar una salchicha por una aguja. Santo cielo, ¿es que no sabía que las mujeres necesitaban detalles?

– ¿Y qué me dice de usted, Carlie? -la voz de Ellie la sacó de su ensimismamiento-. ¿Tiene usted novio?

Carlie miró a la propietaria de la tienda, pero fue muy consciente de la intensidad de la mirada de Daniel mientras titubeaba. Seis meses atrás habría podido contestar que sí. Pero entonces Paul le había dado un ultimátum, y ella había elegido la opción «o hemos terminado». Jamás lamentó esa decisión, pero no podía negar que echaba de menos tener a un hombre en su vida con quien compartir cosas. Como las películas. Y las comidas. La conversación. Las risas. El sexo. Movió la cabeza.

– No. No hay ningún novio.

La sonrisa radiante de Ellie la abarcó tanto a ella como a Daniel.

– Bueno, como los dos están libres, entran en nuestro premio especial de San Valentín de una cena con la primera compra -después de explicarles las reglas, añadió-: ¿Quién sabe? Quizá encuentren a la pareja perfecta y ganen.

– Eso me gustaría -convino Carlie. Desde luego, una cita estaría bien después de la prolongada sequía de los últimos meses.

– ¿Por qué no echa un vistazo, Carlie -sugirió Ellie-, mientras yo le muestro a Daniel algunas cosas para su madre?

– De acuerdo.

– Grite si encuentra algo que le guste -le dijo Ellie, guiñándole el ojo mientras conducía a Daniel al mostrador…

– Lo haré -de hecho, tuvo ganas de gritar ante la magnífica visión del trasero de Daniel ceñido por los vaqueros.

Capítulo Tres

Daniel empleó el extremo afilado de la pala para abrir otro saco de tierra. A pesar de la brisa fresca de la última hora de la tarde, la camiseta se le pegaba al cuerpo como una segunda piel. Kevin había huido nada más llegar a la casa y echarle un vistazo al patio de atrás.

– Tengo que estudiar -había afirmado mientras se dirigía hacia la puerta-. Tengo un examen el lunes. Buena suerte con esos agujeros. Y con tu vecina -había añadido, guiñándole el ojo.

Tres horas más tarde, con el sol menguante veteando el cielo con rojos ígneos y toques malva, al tiempo que proyectaba sombras largas sobre el patio, sólo le quedaban dos rollos de césped. Después de terminar, se daría una ducha, cenaría algo y luego… nada.

Estaba solo.

Tanto, que dolía. Sí, tenía amigos a los que poder llamar o mandar un correo electrónico, o con los que chatear, pero como bien sabía, ni el mundo telefónico ni el informático aliviarían el creciente deseo que sentía.

Pensó en Carlie, con sus resplandecientes bucles color canela, su sonrisa soleada y sus curvas despampanantes. Carlie, cuya mirada dorada lo había recorrido en Dulce Pecado de un modo que lo había hecho sentir como si acabaran de arrojarlo a una olla de agua hirviendo.

Carlie, que no tenía novio.

Había querido saberlo y lo había averiguado. Y la respuesta le había gustado mucho.

En ese momento sólo le quedaba por decidir qué hacer al respecto, en un debate mental que había tenido lugar en su cabeza toda la tarde.

Debería invitarla a salir.

«Es una locura hacerlo… me voy a mudar».

«Sí, pero no a Marte, por el amor del cielo».

«Una distancia de tres mil kilómetros entre dos personas bien puede representar una galaxia».

«Entonces, diviértete con ella las próximas dos semanas. Ella estará al corriente del límite de tiempo desde el principio. Podríamos disfrutar el uno del otro, y luego decir sayonara, adiós, bye bye».

No podía negar que esa última opción sonaba muy atractiva. ¿Cuál era el peor escenario posible? Que después de una velada juntos, descubrieran que no se soportaban. ¿Y qué? Se iba a marchar en dos semanas. Y el mejor escenario era que podrían divertirse sin ataduras. Sí, eso sonaba como una gran idea.

Frunció el ceño y pensó que existía una tercera vía. Que ella le dijera que se perdiera. Un gemido bajo y suave cortó sus pensamientos.

– Oooooooh.

Frunció el ceño. Se preguntó qué diablos era eso.

– Aaaaahhhh.

El ceño se ahondó. Fuera lo que fuere, sonaba…

– Oooooooh. Sí. Mmmmmm…

Humano.

– Hmmmmmmm… ohhhhhh… cielossssss…

Y femenino.

– Sí, ohhhh… es increíble…

Y sexualmente excitada.

– Taaaaaann bueno… tan, tan bueno…

Pero ¿dónde…? Giró la cabeza y clavó la vista en la valla que separaba su…

– Ohhhh, Dios…

El patio trasero de Carlie.

– Es taaaaaaaan… aaaaaaah… bueno…

Todo en él se paralizó. Durante unos dos segundos. Luego, el calor lo surcó como si lo hubiera golpeado un rayo, palpitando como fuego en cada nervio. Una serie de jadeos bajos, guturales y aterciopelados flotaron hasta él, llamándolo como el canto de una sirena. Incapaz de resistir la tentación, soltó la pala y fue hacia el sonido sexy y excitado que hacía que todo lo masculino en él se pusiera en estado de alerta.

Incapaz de detenerse, a pesar de las advertencias de su conciencia, la valla apareció ante él, sumida en sombras profundas del inminente crepúsculo. Respiró hondo y dio los dos últimos pasos. Luego miró por encima de la parte superior.

Y la vio.

Estaba tendida en una tumbona a rayas azules y blancas, el pelo abierto como un abanico en torno a sus hombros, los brazos alzados sobre su cabeza. Vestida con la misma ropa que había llevado antes, se estiró sinuosamente mientras otro jadeo entrecortado escapaba de sus labios… labios plenos que luego lamió despacio de un modo que pareció abrir una válvula en el cuello de Daniel, drenándole el cerebro de toda sangre para redirigirla hacia la entrepierna.

Se puso de lado, postura que resaltó sus fabulosas curvas, y examinó el contenido de una pequeña caja sobre la pequeña mesa de resina que tenía al lado. Después de darle un mordisco a lo que fuera que seleccionara del interior de la caja, volvió a echarse de espaldas, cerró los ojos y los sonidos eróticos y roncos de placer se reanudaron.

– Ohhhhhh… es tan bueno… taaaaaannn bueno…

Él dirigió la vista otra vez a la caja plateada y la reconoció, ya que tenía una similar. La caja era de Dulce Pecado.

Hasta él flotó un suspiro de absoluto deleite y se dio cuenta de que aferraba la parte superior de la valla, incapaz de apartar la vista de Carlie. Con el cuerpo moviéndose de manera sinuosa y esos sonidos eróticos saliendo de los labios brillantes, inspiraba más fantasías que las que su cerebro privado de sangre podía procesar. Carlie estaba prácticamente orgásmica con el chocolate. ¿Cómo diablos sería en la cama una mujer que respondía de semejante modo a unas confituras?

Salvaje. Desinhibida. Apasionada. Insaciable.

Deliciosa.

No cabía duda de que se trataba de una mujer a la que un hombre querría darle chocolate todos los días.

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