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Rachel Gibson: Daisy Vuelve A Casa

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Rachel Gibson Daisy Vuelve A Casa

Daisy Vuelve A Casa: краткое содержание, описание и аннотация

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Daisy Lee creía haberse sacudido de sus zapatos de tacón alto el polvo de Lorett, Texas, hacía muchos años. Sin embargo, cuando regresa a casa, se da cuenta de que todo allí continúa más o menos igual. Su hermana sigue estando loca de remate, su madre sigue teniendo los flamencos rosas de plástico en el jardin y Jackson Lamott Parrish, el chico malo que dejó atrás cuando se marchó, sigue siendo tan sexy como antes. Nada le gustaría más que poder evitar cualquier contacto con Jackson, pero Daisy ha vuelto para contarle algo, y no se irá de Lovett hasta que él escuche lo que tiene que decirle. …NO ME QUIERE Jackson aprendió la lección de manos de Daisy de la forma más dura posible, y lo único que le interesa de ella es oír de sus rojos labios un adiós. Pero se está encontrando con ella en todas las partes y no cree que sea pura coincidencia. Parece que la única forma de conservar la tranquilidad que tanto ansía es besándola, pero eso supondría una rendición. ¿Será lo suficientemente fuerte como para resistirse?, ¿lo suficientemente fuerte para ver como vuelve a salir otra vez de su vida?… ¿lo suficientemente fuerte para conseguir que se quede?

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Oyó los movimientos de su madre dentro de la casa. Se puso en pie y volvió dentro.

– Buenos días -dijo mientras se quitaba el chubasquero. Percibió al instante el cálido aroma de la cocina de su madre. El olor a pan recién horneado y a comida casera la envolvió como una manta-. He contemplado la salida del sol. Ha sido precioso. -Se sacó los zuecos y miró a su madre, que en ese instante le estaba echando un poco de leche a su café. Louella Brooks llevaba puesto un camisón de nylon, tenía el pelo rubio y lo llevaba recogida en lo alto de la cabeza con una redecilla.

– ¿Qué tal la fiesta de anoche? -preguntó Daisy. El segundo viernes de cada mes, el club de solteros de Lovett organizaba un baile y Louella Brooks no se había perdido ni uno desde que se inscribió en el club, en 1992. Pagaba cincuenta dólares al año y estaba decidida a sacarle rendimiento a ese dinero.

– Vino Verna Pearse, y te aseguro que parecía diez años mayor de lo que es en realidad. -Louella dejó la cucharilla en el fregadero y se llevó la taza a los labios. Miró a Daisy por encima de la taza-. Estaba floja, encorvada…, para el arrastre.

Daisy sonrió y se llenó de nuevo la taza de café. Verna había trabajado con Louella en el restaurante Wild Coyote. Durante un tiempo fueron amigas. En los dos últimos años de instituto, Daisy también trabajó allí, pero no conseguía recordar por qué se había roto su amistad.

– ¿Qué pasó entre Verna y tú? -le preguntó a su madre.

Louella dejó la taza sobre la encimera y cogió una barra de pan de la despensa.

– Verna Pearse tienes menos sesera que un mosquito -respondió-. Durante un año no dejó de repetirme que ganaba diez centavos más la hora que yo porque era mejor camarera. No dejó de pavonearse ante mis narices, pero acabé descubriendo que ese dinero lo ganaba de otra forma.

– ¿Cómo?

– Con Big Bob Jenkins.

Daisy recordaba al dueño del restaurante, pero no sabía que nadie le llamase Big Bob.

– ¿Se acostaba con Big Bob?

Louella negó con la cabeza y entreabrió la boca.

– Gratificación oral en el almacén.

– ¿En serio? Eso es poco menos que un delito.

– Sí. Es una forma de prostitución.

– Yo me refería más bien a algo parecido a la esclavitud. Verna se la chupaba a Big Bob por algo así como… ¿unos ochenta centavos al día? Eso no es justo.

– Daisy -exclamó su madre mientras sacaba la tostadora del armario-. No digas palabras soeces.

– ¡Tú eres la que ha sacado el tema! -Nunca entendería a su madre. «Gratificación oral» le parecía bien, pero «chuparla» era para ella una palabra soez.

– Has pasado demasiado tiempo en el norte.

Tal vez tenía razón, porque no lograba ver cuál era la diferencia. Aunque lo cierto es que hubo una época en la que nunca se le habría ocurrido utilizar esa palabra en semejante contexto.

Louella cortó una rebanada de pan.

– ¿Quieres una tostada?

– No como nada por las mañanas. -Daisy bebió un trago de café y se colocó junto a la mesa rinconera. La brillante luz de la mañana se colaba por entre los visillos de la ventana e iluminaba la mesa amarilla.

– ¿Saliste anoche? -le preguntó su madre mientras tostaba una rebanada de pan.

Lo que quería decir si había tenido arrestos para ir a ver a Jack.

– Sí. Pasé por su casa.

– ¿Se lo contaste?

Daisy se sentó en uno de los bancos y fijó la mirada en sus manos: se le había desprendido un poco de esmalte rojo de una de las uñas.

– No. Tenía compañía. Su novia estaba con él, así que no era el momento adecuado.

– Tal vez sea una señal de que debes dejarle en paz.

A su madre siempre le había gustado más Steven que Jack, aunque éste también le gustaba. Cuando los tres se metían en problemas, Jack solía ser el que se llevaba la bronca. Y mientras él solía aceptar la reprimenda, Daisy y Steven intentaban librarse por todos los medios.

– No puedo hacerlo -dijo Daisy-. Tengo que contárselo.

– Sigo sin entender por qué. -La tostada saltó y Louella la colocó en un pequeño plato.

– Ya sabes por qué. -Daisy no tenía intención de volver a discutir con su madre los motivos que la habían llevado hasta allí. Abrió el frasco de esmalte de uñas que había dejado sobre la mesa el día anterior y reparó la rasgadura.

– Bien, si lo tienes tan claro no tenías por qué ir anoche. -Louella sacó la mantequilla de la nevera y extendió un poco sobre su tostada-. La gente enseguida chismorrea sobre las viudas. Dirán que estás desesperada.

El padre de Daisy había muerto cuando ella tenía siete años, pero nunca había oído decir a nadie que su madre estuviese desesperada.

– No me importa. -Cubrió la uña del índice con esmalte rojo y después volvió a cerrar el frasco.

– Pues debería importarte. -Louella cogió el plato con la tostada y la taza de café y se sentó en la mesa, frente a su hija-. No creo que te guste la idea de que la gente piense que andas buscando plan.

Daisy se sopló la uña para evitar echarse a reír. Hacía dos años que no mantenía relación alguna con nadie, y ya ni siquiera estaba segura de saber cómo se hacía. Tras el diagnóstico de Steven y la primera operación, intentaron mantener una vida marital normal, pero al cabo de unos pocos meses todo se complicó demasiado. Al principio echó de menos hacer el amor con su marido. Pero a medida que fue transcurriendo el tiempo se fueron pasando las ganas. Y lo cierto es que ahora prácticamente no pensaba en ello.

– ¿Cómo se te ha ocurrido poner esos flamencos en el jardín? -preguntó Daisy para cambiar de tema.

– Me parecieron bonitos -respondió su madre. En el pasado, a Louella le había gustado todo lo relacionado con Walt Disney. Blancanieves y los Siete Enanitos y unos cuantos personajes de Alicia en el país de las maravillas habían ocupado durante un tiempo su jardín-. El flamenco grande con el libro de bolsillo en el pico es de la tienda de Kitty Fae Young. Su nieta los hace por encargo. Te acuerdas de Amanda, ¿verdad?

Daisy sintió que la invadía la oleada de aburrimiento de la que tantas veces había sido víctima de pequeña. Su madre siempre había tenido la costumbre de divagar sin descanso sobre gente a la que Daisy no conocía, que nunca había conocido, y que no le importaba lo más mínimo. En el pasado, ella y Lily habían sido víctimas involuntarias de esa tendencia, obligadas a escuchar cotilleos picantes relacionados con el restaurante, que habitualmente acababan por no ser tan picantes. De poco servía que tanto ella como su hermana declarasen de vez en cuando lo poco que les importaba quién se había comprado un Buick, quién tenía artritis o quién preparaba unas galletas malísimas; Louella era como un disco rayado y no podía parar de hablar hasta que consideraba que había llegado al final.

Daisy negó con la cabeza y respondió en voz baja:

– No.

– Seguro que sí -dijo su madre-. Tenia los dientes muy grandes. Parecía un castor.

– Ah, sí -rectificó Daisy; seguía sin tener ni idea de quién era, pero al oeste de Tejas había unas cuantas muchachas con los dientes grandes.

Daisy se fue deslizando por el banco y se puso en pie. Mientras su madre le hablaba de Amanda y sus ideas sobre decoración de jardines, Daisy se acercó al fregadero y enjuagó su taza. Levantó los ojos hacia los cristales emplomados verdes y rojos que formaban destellos de colores sobre el alféizar. Se fijó en una foto enmarcada y la cogió. En ella aparecían Steven y Nathan en su cuarto cumpleaños. Daisy había utilizado un gran angular para distorsionar el enfoque corto. Ambos llevaban sombreros de fiesta y reían como lunáticos escapados de un manicomio, con los ojos muy abiertos. Daisy hizo aquella foto cuando empezó el curso de fotografía; todavía estaba experimentando. Todos eran muy felices por aquel entonces.

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