Rachel Gibson - Daisy Vuelve A Casa

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Daisy Lee creía haberse sacudido de sus zapatos de tacón alto el polvo de Lorett, Texas, hacía muchos años. Sin embargo, cuando regresa a casa, se da cuenta de que todo allí continúa más o menos igual. Su hermana sigue estando loca de remate, su madre sigue teniendo los flamencos rosas de plástico en el jardin y Jackson Lamott Parrish, el chico malo que dejó atrás cuando se marchó, sigue siendo tan sexy como antes. Nada le gustaría más que poder evitar cualquier contacto con Jackson, pero Daisy ha vuelto para contarle algo, y no se irá de Lovett hasta que él escuche lo que tiene que decirle.
…NO ME QUIERE
Jackson aprendió la lección de manos de Daisy de la forma más dura posible, y lo único que le interesa de ella es oír de sus rojos labios un adiós. Pero se está encontrando con ella en todas las partes y no cree que sea pura coincidencia. Parece que la única forma de conservar la tranquilidad que tanto ansía es besándola, pero eso supondría una rendición. ¿Será lo suficientemente fuerte como para resistirse?, ¿lo suficientemente fuerte para ver como vuelve a salir otra vez de su vida?… ¿lo suficientemente fuerte para conseguir que se quede?

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Se dio una ducha y se puso unos vaqueros y una camiseta azul. Se secó el pelo y se maquilló un poco. Con la lista de la compra en el bolsillo trasero del pantalón, montó en el Cadillac de su madre. El coche tenía varios rasguños a ambos lados, todos debidos a lo mismo: la miopía de su madre. Un ambientador con forma de flamenco colgaba del retrovisor, y al coche le chirriaban las ruedas cuando tomaba las curvas.

En el hilo musical del supermercado Albertsons sonaba la canción Mandy , de Barry Manilow, una aberración en cualquier estado del país, pero especialmente en Tejas. Daisy metió una caja de bolsitas de té y una lata de café en el carrito, y se dirigió a la sección de las carnes. Le apetecía algo para asar, así que cogió un paquete de costillas.

– Eh, Daisy. Había oído que estabas en el pueblo.

Daisy apartó la mirada de las costillas. La mujer que tenía enfrente le resultaba familiar, pero no recordaba de quién se trataba. Tenía el pelo recogido con unos enormes rulos de color rosa y llevaba una lata de Super Hold Aqua Net en una mano y un paquete de horquillas en la otra.

A Daisy le costó unos cuantos segundos asociar aquel rostro a un nombre.

– Eres Shay Brewton, la hermana pequeña de Sylvia, ¿verdad? -Ella y Sylvia habían sido compañeras en el equipo de animadoras del instituto Lovett. Fueron buenas amigas, pero perdieron el contacto cuando Daisy y Steven se fueron del pueblo-. ¿Cómo está Sylvia?

– Bien. Vive en Houston con su marido y sus hijos.

– ¿En Houston? -Daisy dejó la carne en su sitio y colocó un pie en la barra trasera del carrito-. Vaya. Lamento que se mudase. Esperaba verla antes de marcharme.

– Pasará aquí el fin de semana; ha venido a mi boda.

Daisy sonrió.

– ¿Te casas? ¿Cuándo? ¿Con quién?

– Jimmy Calhoun, en la iglesia baptista. Esta tarde, a las seis.

– ¿Jimmy Calhoun? -Había ido a la escuela con Jimmy. Era pelirrojo y llevaba aparatos en los dientes. Los Calhoun eran seis hermanos, todos ellos problemáticos. Si hubiese tenido que apostar, habría asegurado a que todos ellos estaban viviendo ahora en Huntsville con el cuerpo cubierto de tatuajes carcelarios.

Shay soltó una risotada.

– No me mires como si hubiese perdido la chaveta.

Daisy no se había dado cuenta de que tenía la boca abierta, y la cerró de golpe.

– Enhorabuena. Estoy segura de que serás muy feliz -dijo.

– Pásate después por la fiesta. Es en el club de campo. Empezará a las ocho.

– ¿Justo después de la boda?

– Será una fiesta por todo lo alto. Habrá mucha comida y bebida, y hemos contratado a Jed y los Rippers para que toquen para nosotros. Estará Sylvia, y sé que le encantará verte. También estarán mamá y papá.

La señora Brewton había sido una de las entrenadoras del equipo de animadoras. El señor Brewton tenía su propia destilería en el cobertizo de su casa. Daisy sabía por propia experiencia que aquel licor podía agujerearte el esófago.

– Tal vez me pase un rato.

Shay asintió.

– Bien. Le diré a Sylvia que te he visto y que pasarás por la fiesta. Le encantará.

Daisy no se había traído ropa adecuada para asistir a una boda. El único vestido que tenía allí era blanco, muy poco apropiado para semejante evento. Tal vez podría enviarle un regalo.

– ¿Tienes lista de boda en algún sitio?

– Oh, no te preocupes por eso. -Sonrió-. Pero sí, tengo lista en Donna’s Gift, en la Quinta.

Por supuesto. Todo el mundo tenía su lista de boda en Donna’s.

– Bueno, pues nos vemos esta noche -dijo Shay mientras se alejaba.

Daisy la vio desaparecer tras una esquina y volvió a sonreír. La pequeña Shay Brewton iba a casarse con Jimmy Calhoun. En su época en el instituto, pocos muchachos estaban tan chiflados como Jimmy y sus hermanos.

Bueno, Jack sin duda se contaba entre ellos.

A Jack siempre le había acompañado un halo de locura. No tenía bastante con ir a todo trapo con la moto, necesitaba soltar las manos del manillar o ponerse de pie sobre el asiento. No le bastaba con perseguir los remolinos de polvo, tenía que salir a jugar cuando el servicio meteorológico había pronosticado tornados de fuerza uno. Creía que era invencible, una especie de superhombre.

Steven era más atrevido que Daisy, pero no llegaba a hacer ni la mitad de cosas que Jack. Nunca se había roto una pierna tras saltar desde el tejado de su casa sobre un lecho de hojas. Ni tampoco le había colocado un motor de motocicleta a un kart de fabricación casera y se había paseado por el pueblo como si estuviese en un circuito de carreras.

Jack sí había hecho todas esas cosas. Las había hecho a pesar de saber que su viejo se pondría furioso. Ray Parrish siempre era severo con Jack, pero éste estaba convencido de que valía la pena pasar por eso.

Steven Monroe siempre tomaba precauciones, era más serio y cumplidor; Jack, en cambio, vivía a toda velocidad, como si tuviese prisa por llegar a alguna parte.

Tener por amigo al chico más alocado de la escuela fue divertido. Mantener una relación sentimental con él fue un tremendo error.

Un error por el cual Daisy, Steven y Jack habían tenido que pagar un alto precio.

Capítulo 3

El club de campo de Lovett estaba ubicado en un extremo del campo de golf de dieciocho hoyos. Dos hileras de olmos flanqueaban el camino que conducía hasta el edificio principal. Los visitantes tenían que cruzar un puente para llegar a la puerta de entrada. Un pequeño riachuelo corría por debajo del puente para acabar desembocando en un lago cubierto de nenúfares, cuyos tallos rojos y blancos se mecían en la lenta corriente.

A las ocho y media, Daisy dejó el coche en el aparcamiento, junto a un Mercedes. Era la primera vez que salía desde que Steven había fallecido y se sentía algo extraña… Como si se hubiese olvidado algo en casa. Era parecido a la sensación que solía asaltarla cuando estaba en la cola del aeropuerto dispuesta a embarcar: por un momento temía haberse olvidado el billete encima de la mesa del comedor, a pesar de saber que lo llevaba encima. Se preguntó cuánto tardaría en desaparecer de su vida esa sensación. Probablemente hasta que se acostumbrase a salir sola.

Y a tener citas. En ese caso esa sensación iba a acompañarla para siempre, porque nunca iba a estar preparada para eso.

Daisy cruzó las puertas de cristal y, después de atravesar el restaurante, al pasar por el largo corredor que conducía al salón de banquetes, observó el reflejo borroso de su imagen en la barandilla de metal. Llevaba un vestido de cóctel rojo, sin mangas, que le había prestado Lily. Daisy era unos cuantos centímetros más alta que su hermana, que medía poco menos de metro sesenta, y tenía algo más de pecho. El rojo no era el color más adecuado para un banquete de boda, pero los demás vestidos de Lily o le iban demasiado cortos o le marcaban demasiado el busto.

Una hilera de botones forrados de seda recorría uno de los costados del vestido, desde el dobladillo hasta la axila, y del hombro llevaba colgado un pequeño bolso rojo de su madre con una larga cadena dorada.

Daisy dejó el regalo que había comprado esa misma tarde sobre la mesa que había junto a la puerta y se adentró en el salón. Parecía una fiesta de bodas bastante tradicional. Un fotógrafo iba de un lado para otro sacando instantáneas de los presentes con una cámara digital.

Unas doscientas personas brindaron por la feliz pareja alzando sus copas de champán. Los adornos dorados estaban por todas partes, y en las meas, redondas y cubiertas con manteles blancos, había encendidas velas de colores. A la izquierda de Daisy había varias hileras de fuentes con pollo rustido, rosbif, verduras y cebolletas. La mayoría de los presentes estaban sentados, pero había unos cuantos que andaban de un lado para otro.

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