– Hola -gritó ella. Él no dijo nada, simplemente esperó allí, una de sus grandes manos descansaba rascando la parte superior de la cabeza de Duke, mientras sus ojos grises la vigilaban. Se libró de la aprensión que pesaba como un hoyo en su estómago cuando se paró a varios metros de él-. Estoy sacando a los perros de Henry -dijo, y otra vez le respondió el silencio y su mirada penetrante, insondable. Era más alto de lo que recordaba. La parte superior de su cabeza apenas le llegaba al hombro. Su pecho era más ancho. Sus músculos más pronunciados. Durante el breve tiempo que estuvo con él, le había dado la vuelta a su vida y la había cambiado para siempre. Lo había visto como un caballero con una brillante armadura, que conducía un Mustang ligeramente abollado. Pero se había equivocado.
Se lo habían prohibido durante toda su vida, y ella se había sentido atraída por él como una polilla por la luz de una bombilla. Había sido una buena chica que anhelaba libertad, y todo lo que él había tenido que hacer fue mover un dedo delante de ella y decir tres palabras. Tres palabras provocativas saliendo de sus labios de chico-malo-. Ven aquí, fierecilla, – había dicho, y su alma había respondido con un resonante sí. Era como si él hubiera mirado en lo más profundo de su ser, traspasando la fachada, y hubiera visto a la Delaney autentica. Ella tenía dieciocho años y era horriblemente ingenua. Nunca la habían dejado extender sus alas y flotar en el aire, y Nick había sido como oxígeno puro directo a su cabeza. Pero había pagado el pato.
– No son tan buenos como lo eran Clark y Clara -continuó ella, negándose a sentirse intimidada por su silencio.
Cuando finalmente habló, no dijo lo que ella esperaba-. ¿Qué te hiciste en el pelo?- preguntó.
Ella tocó con los dedos sus suaves rizos rojos-. Me gusta.
– Me gustas más de rubia.
Delaney dejó caer la mano a un lado, y bajo la mirada a los perros a los pies de Nick-. No pedí tu opinión.
– Demándales.
A ella realmente le encantaba su pelo, pero incluso aunque no fuera así, no podía demandarse a sí misma-. ¿Qué haces aquí?- preguntó ella mientras se inclinaba hacia adelante y ponía la correa en el collar de Duke-. ¿A ver que pillas?
– No-. él se apoyó sobre los talones-. Nunca en el día del Señor. Estás a salvo.
Ella escudriño su cara oscura-. Pero los entierros no entran en esa categoría, ¿no?
Un ceño frunció su frente-. ¿De qué estás hablando?
– Tu rubia de ayer. Te comportaste en el entierro de Henry como en la barra de un bar. Nick, eso fue irrespetuoso y grosero. Incluso para ti.
El ceño fruncido desapareció, siendo sustituido por una sonrisa licenciosa-. ¿Celosa?
– No seas engreído.
– ¿Quieres detalles?
Ella puso los ojos en blanco-. Ahórratelos.
– ¿Estás segura? Son bonitos y jugosos.
– Creo que puedo vivir sin ellos-. Se puso el pelo detrás de la oreja y bajo la mano hacia Dolores.
Antes de que tocase al perro, Nick extendió la mano y agarró su muñeca-. ¿Qué te pasó aquí?- Preguntó y acunó su mano en la de él. La palma de su mano era grande, caliente y callosa, y suavemente acarició con su pulgar sobre el arañazo. Le sorprendió un pequeño cosquilleo en las puntas de sus dedos, luego subió por su brazo.
– No es nada-. Ella se apartó-. Me arañé al saltar por encima de un árbol caído.
Él miró su cara-. ¿Saltaste por encima de un árbol caído con esos zapatos?
Por segunda vez en menos que una hora, sus zapatos favoritos estaban siendo difamados-. No hay nada malo en ellos.
– No si eres una sadomasoquista-. Su mirada se deslizó sobre su cuerpo, luego lentamente volvió a subir-. ¿Lo eres?
– Sueña con eso-. Ella intentó coger a Dolores otra vez y esta vez con éxito, prendió la correa en el collar del perro-. Los látigos y las cadenas no son precisamente mi idea de cómo pasar un buen rato.
– Es una lástima-. Cruzó los brazos sobre su pecho y recostó la espalda contra la llanta del Jeep-. Lo más parecido que tiene Truly a una sadomasoquista experimentada es Wendy Weston, a la que en 1990 declararon campeona en atar becerros y en carreras de barril.
– ¿Permitirías que una mujer te golpeara en el trasero?
– Puedes hacerlo cuando quieras – dijo sonriendo abiertamente-. Estás mucho mejor que Wendy, y llevas los zapatos adecuados.
– Caramba, gracias. Pero me voy mañana por la tarde.
Él la miró un poco asombrado por su respuesta-. Una visita corta.
Delaney se encogió de hombros y tiró de los perros hacia ella-. Nunca tuve intención de quedarme más-. Probablemente nunca lo volvería a ver, y dejó que su mirada vagabundeara de sus ojos a la línea sensual de su cara oscura. Era demasiado apuesto para su bien, pero tal vez no fuera tan malo como recordaba. Nunca se confundiría con un buen chico, pero al menos no le había recordado la noche que había estado sentada sobre el capó de su Mustang. Hacía diez años; Tal vez había madurado-. Adiós, Nick, – dijo y dio un paso atrás.
Él se llevó dos dedos a la frente en un saludo militar, ella giró y se volvió por donde había venido, llevándose a rastras los perros consigo.
En lo alto de la pequeña colina, miró por encima de su hombro por última vez. Nick seguía tal y como lo había dejado al lado del Jeep, sus brazos cruzados sobre el pecho, vigilándola. Cuando entró en las sombras cambiantes del bosque, se acordó de la rubia que había pillado en el entierro de Henry. Tal vez había madurado, pero hubiera apostado que era testosterona pura, y no sangre, lo que corría por sus venas.
Duke y Dolores tiraron de sus correas y Delaney tiró de ellas. Pensó en Henry y en Nick y se preguntó otra vez si Henry habría incluido a su hijo en su testamento. Se preguntó si alguna vez habían tratado de reconciliarse, y también qué le habría dejado Henry en herencia a ella. Durante unos breves momentos, se imaginó que le había dejado dinero. Se dejó imaginar lo que podría hacer con un buen pellizco de dinero. Primero, pagaría el coche, luego se compraría un par de zapatos de algún lugar como Bergdorf Goodman [12]. Nunca había poseído un par de de zapatos de ochocientos dólares, pero no porqué no los quisiera.
¿Y si Henry le había dejado un montón de dinero?
Ella abriría un salón de belleza. Sin duda. Un salón moderno con montones de espejos, y mármol, y acero inoxidable. Había soñado con montar su propio negocio muchas veces, pero dos cosas lo impedían. Una, ella no había encontrado ningún sitio donde quisiera vivir más de dos años. Y dos, ella no tenía ni el capital o ni los avales para conseguirlo.
Delaney se detuvo delante del árbol caído sobre el que había pasado antes. Cuando Duke y Dolores comenzaron a arrastrarse por el suelo, tiró de sus correas y tomó el camino más largo para la vuelta. Las suelas de sus zapatos resbalaron en las rocas, y los dedos de sus pies se cubrieron de suciedad. Tan pronto como llegó hasta el césped bien cortado, pensó en picaduras de insectos y en garrapatas chupa-sangre. Un temblor subió por su columna vertebral, y apartó de su mente el desagradable pensamiento de lo que podía pillar en Mountain Rocky y lo reemplazó por el diseño del perfecto salón de peluquería a su medida. Empezaría con cinco sillas y los estilistas estarían a sus órdenes para variar. Y como no le gustaba hacer ni manicuras ni pedicuras, contrataría a alguien para hacerlo. Se centraría en lo que más le gustaba: cortar el pelo, hacer permanentes y servir cafés a sus clientes. Cobraría setenta y cinco dólares por cortar y secar. Una ganga por sus servicios, y una vez que tuviera clientes asiduos, subiría los precios gradualmente.
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