Susan Mallery - Inmune A Sus Encantos

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Siempre causó admiración en el campo. Pero, ¿y entre las sábanas?
Un malicioso artículo sobre Reid Buchanan había puesto en duda el talento del ex jugador de béisbol para los juegos de cama. Pero ése era sólo uno de sus problemas. Con una cadera rota, la abuela de Reid necesitaba cuidados constantes, y él había contratado a las dos primeras enfermeras por sus habilidades… con él. Y cuando tuvo que encontrar a una tercera, eligió a Lori Johnson, la primera candidata que parecía inmune a sus encantos.
Lori nunca perdía el tiempo con hombres como Reid Buchanan. ¿Entonces por qué estaba debilitando sus fuertes defensas con aquella sexy sonrisa y con la amabilidad que le demostraba constantemente? Sólo había una explicación para lo que estaba pasando entre ellos… la química. Una química muy ardiente.

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Un sacerdote. El celibato, la Iglesia… Un buen punto de partida para una conversación. ¿Habría estado con una mujer desde entonces? Si no, ¿querría estar con una? ¿Quería ella pasar por eso?

– Di algo -le pidió él-. ¿Qué estás pensando?

– No me extraña que escuches tan bien.

– ¿Va a suponer esto un inconveniente? -él tomó la carta y volvió a dejarla-. Quería decírtelo, Dani, pero no encontraba el momento adecuado. Tampoco voy a presentarme como «Gary, el ex sacerdote».

– Eso habría sido un poco aterrador -Dani sonrió.

Ella lo miró y se fijó en la amabilidad de sus ojos y en esa sonrisa que ya le era tan conocida. Él le agradaba. Confiaba en él. Era un hombre bueno.

– Dejarlo también fue alegrador. Había tenido una sola cita antes de meterme cura. Nunca había tenido un empleo, no había vivido solo… Todavía estoy adaptándome, pero me gusta. Me encuentro donde quiero estar. ¿Satisfecha?

Dani abrió la boca para decirle que sí, pero volvió a cerrarla. Todavía notaba el nudo en el estómago.

– Tengo la desagradable sensación de que Dios está mandándome un mensaje importante. Está diciéndome que en estos momentos no debería estar con nadie -le explicó ella-. Por una vez, voy a hacerle caso. Lo siento, Gary.

Dani agarró el bolso y se levantó. Él también se levantó, pero no intentó detenerla. La decepción empañaba sus ojos claros.

– Quizá, si te dieras un poco de tiempo, podrías acostumbrarte a la idea… -empezó a decir él.

– No lo creo. Me gustaría que siguiésemos siendo amigos, pero entendería que tú no quisieras. Si esperabas más…

– Lo esperaba -reconoció él.

Ella se sintió dominada por el remordimiento. No quería hacerle daño, pero tampoco podía pasar por alto cómo se sentía.

– Lo siento -se disculpó Dani antes de marcharse precipitadamente.

El Downtown Sports Bar estaba a rebosar para ser jueves: retransmitían partido de los Seahawks y había mucha gente y ruido. Reid estaba detrás de la barra y se inclino hacia Mandy, una de las camareras, para oír el pedido. Llevaba semanas sin trabajar, desde el artículo dichoso. Sus visitas al bar habían sido discretas y a horas intempestivas. Sin embargo, esa noche estaba sustituyendo a alguien que se había puesto enfermo. Estaba aguantando muchas tonterías de los clientes, pero podía soportarlo.

Sirvió dos cervezas y tomó las botellas para hacer un martini de manzana. Puso las cantidades indicadas de licor, las revolvió con hielo, sirvió las copas de martini y las dejó en la bandeja de Mandy.

– ¡Eh, Reid! -le gritó un tipo.

Reid se dio la vuelta, pero no pudo saber quién lo había llamado entre el gentío.

– ¿Es verdad que eres un desastre en la cama?

Hasta ese momento, todos los comentarios habían sido en broma y amistosos. Ése fue el primer ataque directo. Se preguntó si ese tipo tendría agallas para dejarse ver. Entonces, unas personas se movieron y apareció un hombre de treinta y tantos años, bajo y calvo.

– ¿Quieres comprobarlo en carne propia?

Se hizo un silencio seguido de una carcajada general.

– No… -balbució el otro antes de alejarse abochornado.

– ¿Hay alguien interesado? -preguntó Reid-. Aquí me tenéis, estoy trabajando. Aprovechad la ocasión. Podré soportarlo.

– Si la mujer del periódico lo dijo… -se oyó.

– ¿Quieres que lo confirme tu mujer? -preguntó Reid con una sonrisa-. Puede hacerlo.

El tipo farfulló algo, pero no se dejó ver.

– ¿Alguien más? Seguro que hay algo más interesante que lo que he oído. Adelante, lanzad vuestros dardos.

– ¿Por qué no estás furioso? -le preguntó una mujer que estaba acodada en la barra-. Los hombres que conozco querrían arrancarle el corazón a esa periodista.

Reid sirvió unas cervezas que le habían pedido.

– Al principio, me sacó de mis casillas y me abochornó -reconoció él-, pero luego me di cuenta de que daba igual. Fui pitcher durante muchos años. Todo el mundo que veía un partido tenía una opinión de lo que hacía y cómo lo hacía. Sin embargo, nadie hizo nada ni remotamente parecido a lo que hice yo. Aprendí que siempre hay algún majadero que es muy bueno desde la barra de un bar o con un micrófono, pero que no dura ni un segundo cuando juega un partido. Con el sexo pasa lo mismo.

La mujer sonrió y los hombres que estaban cerca se rieron.

– La cuestión es que si he estado con tantas mujeres, algo habré aprendido, ¿no? -siguió Reid.

– A mí me consta, cariño -le dijo la mujer con una sonrisa muy elocuente.

Él no recordaba nada de lo que pasó con ella. ¿Qué indicaba eso de él? Se imaginó lo que diría Lori si se enterara de que no se acordaba de nada de lo que había pasado con algunas mujeres. Ni siquiera las reconocería entre varias.

Siguió sirviendo bebidas y charlando con los clientes. Nadie hizo más chistes sobre él, pero casi ni se dio cuenta. Sólo le importaba una opinión y la única forma de conservarla a ella era siendo el tipo de hombre con el que querría pasar el resto de su vida.

Viernes por la tarde. Reid había vuelto a casa de Gloria hacia las cuatro y media. Subió las escaleras de dos en dos. Lori trabajaría hasta las seis y después se reuniría con él en sus habitaciones. Tenía grandes planes para esa noche. Había pedido una cena fantástica y luego la seduciría tres o cuatro veces y tomarían el postre.

Como había estado en el gimnasio, quería darse una ducha antes de que llegara ella. Entró en el dormitorio mientras se quitaba la camiseta y no pudo ver la sorpresa que le esperaba.

– Hola, Reid -le saludo una voz desconocida.

Se quedó paralizado, soltó un juramento entre dientes y volvió a ponerse la camiseta. Tomó aliento y miró hacia la cama.

Vio a dos mujeres tumbadas. Dos mujeres jóvenes, guapas y rubias. Retiraron la colcha, ahuecaron las almohadas y se quedaron desnudas sobre las sábanas. Completamente desnudas.

Él casi ni vio los cuerpos y se fijo en las caras. Reconoció a las gemelas. Los tres habían pasado un fin de semana juntos y, luego, ellas habían pasado por la CNN para promocionar un libro. También lo calumniaron un poco.

La de la derecha se irguió y fue a gatas hacia el borde de la cama.

– ¿Estás enfadado con nosotras, cariño? Fuimos malas. Muy malas. Puedes castigarnos…

Sus pechos grandes y perfectos oscilaban con cada movimiento. Tenía la piel muy blanca y los pezones casi rojos.

La de la izquierda sonrió.

– Puedes darnos unos azotes. Sería divertido.

Él sintió muchas cosas distintas, pero dominó el pánico absoluto. ¿Qué pasaría si entraba Lori en ese momento? ¿Qué pensaría? No podría explicarlo de ninguna manera. No quería explicarlo, quería que se fueran.

– Vamos a divertirnos, Reid -susurró la primera mientras se mordía el labio inferior-. Desnudos y ardientes… Lo pasarás muy bien. Te lo prometo.

– Yo también -añadió su hermana.

Reid, sin importarle si parecía un idiota, se dio la vuelta y salió corriendo. Bajó las escaleras de tres en tres y encontró a Lori con su abuela. Le pidió hablar con ella. Lori lo acompañó al pasillo.

– ¿Qué pasa? -preguntó ella-. Tienes una cara muy rara. ¿Estás enfermo? ¿Te duele algo?

Él no supo qué contestar. ¿Cómo podía decirle la verdad? Ella no lo entendería. Lori tenía principios. Unos los entendía y otros no, pero los tenía.

– Eres importante para mi -Reid la acarició la mejilla-. Lo sabes, ¿verdad?

– ¿Qué has hecho? -preguntó ella con los ojos entrecerrados.

– No he hecho nada. Lo juro. No he sido yo. No ha sido culpa mía.

– La eterna letanía del hombre irresponsable.

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