Jackson se acercó a la cama.
– ¿Quieres que vaya a disculparme? -preguntó. Katie sonrió.
– No, pero ha sido una escena estupenda. Y se lo tenía merecido hace tiempo.
– No deberías dejarte pisotear por ella.
– Lo sé. Ya sabes: las viejas costumbres nunca mueren.
Jackson se disponía a besarla cuando volvió a abrirse la puerta. Janis entró corriendo, y apenas pestañeó al verlo en la habitación de su hija.
– Por lo visto los tortolitos se han peleado. No encuentro a Courtney, Alex está hecho polvo y todavía no son ni las nueve de la mañana. ¿Por qué no les habremos pagado para que se escaparan? Son los dos tan inmaduros… Y sin embargo son perfectos el uno para el otro.
– Courtney acaba de estar aquí -dijo Katie-. Está muy disgustada.
Janis se tocó la frente.
– Noto que va a dolerme la cabeza. Os juro que habrá boda aunque tenga que atarlos y narcotizarlos.
– Entonces por lo menos habrá alguna foto interesante -comentó Katie.
– Voy a ignorar ese comentario. ¿Qué tal está tu rodilla?
– Mucho mejor.
– Menos mal. Eso significa que se te han acabado las excusas. Por favor, levántate y vístete. Hoy voy a necesitar ayuda. Y drogas ilegales, seguramente. Me pregunto si tu padre podrá hacerme una receta -respiró hondo y sonrió a Jackson distraídamente-. Buenos días, Jackson.
– Janis.
– Permíteme un consejo. No tengas hijas.
La mañana pasó volando. Katie se alegró al descubrir que la hinchazón de su rodilla había desaparecido casi por completo. Se puso zapatos de tacón bajo: los tacones de aguja los reservaría para recorrer el pasillo hacia el altar.
Había miles de detalles de los que ocuparse, y se había ofrecido a encargarse de todos ellos, en un intento de aliviar la presión que sufría su madre. La tarta estaba acabada y las sillas colocadas. La florista estaba en plena faena, atando cintas y colocando guirnaldas.
Katie salió del salón donde se celebraría la ceremonia y salió al patio lateral. Hacía un día luminoso y soleado, que auguraba calor. Perfecto para las fotografías.
De Courtney y Alex no había ni rastro, pero Katie confiaba en que estuvieran por ahí, haciendo el amor como locos para reconciliarse. Cualquier cosa con tal de que la boda siguiera adelante.
– Estás frunciendo el ceño -dijo Jackson, acercándose a ella por la espalda y rodeándola con los brazos.
– Estoy pensando que Courtney y Alex están locos. ¿No deberían haber resuelto sus problemas antes de pensar en casarse?
– Sería lo lógico, pero no -Jackson le quitó el portafolios de las manos-. ¿Qué tal van los preparativos?
– Estoy haciendo grandes progresos -lo miró, y luego apartó la mirada-. Ariel se ha ido.
Jackson le dio la vuelta para que lo mirara.
– Tienes que olvidarte de Ariel. Yo ya lo he hecho.
– Pero es tan…
– ¿Sí?
Le resultaba imposible pensar cuando él la miraba a los ojos así. Como si ella fuera interesante e irresistible y, en fin, maravillosa.
– ¿Cómo eras de pequeño? -preguntó.
– Solitario -le puso un mechón de pelo detrás de la oreja-. Me gustaban los ordenadores más que la gente y siempre estaba encerrado en mi habitación. Mi madre intentó de todo para que jugara con los niños del vecindario, pero a mí no me interesaba. No me sentía a gusto, ni sabía qué decir para que me aceptaran.
– ¿Mucho cerebro y pocas habilidades sociales?
– Exacto. Entré en la universidad a los dieciséis años.
– El verano que nos conocimos -dijo ella, burlona-. Cuando estuviste tan encantador.
– Tú me amenazaste.
– Por puro orgullo.
Él esbozó una sonrisa.
– Si le hubiera hecho caso a mi corazón en aquel momento…
Ella se rió.
– Vamos, por favor. Yo no te interesaba.
– Hubo una chispa.
– Más bien un rayo láser de odio.
– Quizás habría sido preferible que nuestras madres esperaran para presentarnos.
Katie asintió y luego apartó la mirada. ¿Cómo habrían sido las cosas si Jackson y ella se hubieran conocido más tarde? ¿Después de que ella saliera del instituto, o durante su primer curso en la universidad, cuando era ya más guapa y más delgada, y le interesaban más los chicos?
– Me habrías impresionado -reconoció.
– Tú a mí también.
Jackson se inclinó como si fuera a besarla. Katie se relajó en sus brazos. Pero antes de que pudiera dejarse llevar, oyó una risa conocida.
– La tía Tully -musitó-. Se supone que tengo que impedir que se acerque a Bruce.
Por lo visto, los padres del novio no habían resuelto sus problemas. Katie ignoraba si Tully y Bruce se habían limitado a coquetear o habían llegado a mayores. Y, sinceramente, tampoco quería averiguarlo.
Se oyeron pisadas en el patio. Katie se volvió y vio a una pareja abrazándose apasionadamente. Estaban a varios metros de distancia, pero se veía claramente cómo se tensaban sus cuerpos, con qué ardor se besaban, y con qué pasión agarraba él el trasero de Tully.
A Katie le dio un vuelco el estómago.
– Ay, Dios -murmuró-. Esa no es la madre de Alex, ¿no?
– Lo siento, pero no. Es Tully, no hay duda.
– ¿Qué hacemos?
– Son personas adultas.
Katie lo miró.
– ¿Estás diciendo que no es responsabilidad nuestra?
– Algo parecido.
– Entonces deberíamos huir.
– Sigilosamente -la tomó de la mano y se la llevó de allí.
En lugar de volver al hotel, rodearon el edificio y cruzaron el camino que llevaba a la rosaleda. Allí había un emparrado con varias sillas y bancos. Jackson esperó a que se sentara en un banco; luego acercó una silla y se sentó frente a ella. Puso los pies de Katie sobre sus rodillas, le quitó los zapatos y comenzó a masajearle los dedos.
– ¿Qué tal tu rodilla? -preguntó.
– Bien. Un poco agarrotada, pero bien -miró hacia el hotel-. No sé si hemos hecho bien dejando así a Bruce y Tully.
– ¿De veras querías meterte en esa conversación?
– No. Pero la madre de Alex se va a enfadar -sacudió la cabeza-. No, a enfadarse, no. Lo va a pasar mal.
– Estás dando por sentado que es la primera vez.
Katie lo miró.
– Tully hace estas cosas a menudo. Se aprovecha de los hombres.
– No, perdona. No se aprovecha de ellos. Ellos saben lo que hacen. Puede que Tully les muestre algo que desconocían. O puede que la utilicen como una excusa. Pero, en cualquier caso, son responsables de sus actos.
Katie no lo había pensado.
– Todo el mundo dice que Tully es una fuerza de la naturaleza. Que nadie puede resistirse a ella.
– Yo sí.
– Tú eres distinto.
– No. Sólo estaba asustado.
Katie se rió.
– ¿Insinúas que no es tu tipo?
– Seguramente me mataría. No creo que pudiera aguantar su ritmo.
Siguió masajeando sus pies. Katie sintió que un calorcillo se extendía por su cuerpo; de pronto tenía ganas de confesar sus verdaderos sentimientos. Pero no podía decirle que se estaba enamorando de él. No quería que se asustara.
– Yo creo que saldrías airoso -le dijo.
– Agradezco tu confianza, pero no me interesa esa competición. Te prefiero a ti.
– Buena respuesta.
Después de unos minutos más de masaje, Jackson volvió a ponerle los zapatos y se sentó junto a ella en el banco. La rodeó con el brazo y ella se acurrucó a su lado. Se estaba a gusto allí, pensó. Se sentía a salvo.
– Háblame de tu casa -dijo.
– Está a las afueras de Los Ángeles.
– ¿No está en Silicon Valley?
– Intenté evitar el cliché -dijo él-. En Los Ángeles hay mucha gente con talento, y eso buscaba cuando creé mi empresa.
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