Susan Mallery - Vivir Al Límite

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Quería recuperar su dinero y alejarse de aquella mujer para siempe…
Con su fuerza y su poderosa mirada, el guardaespaldas Tanner Keane era el único que podía proteger a Madison Hilliard. Lo habían contratado para defenderla de su peligroso ex marido, que quería verla muerta a toda costa. Pero, después de tantos días juntos, ¿quién los protegería a ellos de caer en la más deliciosa y salvaje de las tentaciones?
Tanner no tardó en darse cuenta de que la presencia de Madison iluminaba su casa y de que no quería perderla. Aquel hombre acostumbrado a luchar con la vida se dejó llevar por su instinto más protector y se empeñó en salvarla. Sin saber que, en realidad, era él el que estaba en peligro…

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– Entre otras cosas porque no necesito excitarme viéndola pasearse en ropa interior.

Dejó caer el paquete sobre la cama, se acercó a ella y la agarró por la muñeca. Antes de que Madison hubiera podido reaccionar, la había bajado al suelo. Madison lo fulminó con la mirada.

– Podría haber bajado sola.

– Estoy seguro.

La arrastró fuera de la habitación a pesar de sus protestas. Cuando se acercaron a la sala de control, presionó el control remoto que guardaba en el bolsillo para desactivar la alarma. Después, la llevó hasta el panel de control, le soltó la mano y lo señaló.

Madison se frotó la mano.

– ¿Hay algún motivo por el que no haya podido pedirme que lo acompañara? Le aseguro que pretendo colaborar. No tiene por qué llevarme a rastras a todas partes.

– ¿Se está quejando del trato?

– Sí.

Lo miró con los ojos entrecerrados.

– Pero no está mirando -le advirtió Tanner, señalando hacia el monitor.

– ¿Adónde? -se volvió lentamente y miró la pantalla.

En la imagen aparecía un plano de la casa con el nombre de cada una de las habitaciones y justamente en el centro, había un punto rojo.

– ¿Yo soy ese punto?

– Ande un poco para que pueda comprobarlo usted misma.

Madison se acercó a la ventana y después a la puerta. El punto de la pantalla se movía con ella.

– Ni siquiera tenemos una cámara -le explicó Tanner.

– ¿Entonces la imagen se transmite desde este brazalete?

Tanner asintió.

– Oh, sí, supongo que es lo más lógico -añadió ella.

Tenía los ojos azules. Tanner lo había visto antes, pero no les había prestado atención. En aquel momento, advirtió que eran de un color intenso, auténtico. Por alguna razón extraña, la cicatriz le pareció entonces más pronunciada. Y volvió a preguntarse cómo se la habría hecho.

Tenía la melena con la que los adolescentes soñaban despiertos, una melena rubia lisa y larga. Incluso con la cicatriz era hermosa. Pero, por supuesto, él no tenía el menor interés en ella.

– Sí, lógico. Pero además no soy la clase de hombre al que le gusta mirar.

Madison arqueó sus delicadas cejas.

– Yo pensaba que en eso todos los hombres eran iguales.

– Quizá en otras circunstancias.

– Es bueno saberlo -miró a su alrededor-. ¿Puedo preguntar para qué sirve todo este equipo?

– Son ordenadores principalmente. Algunos son localizadores. Tengo toda la casa monitorizada.

– Así que nadie puede salir ni entrar de esta casa.

– No, sin mi permiso.

– ¿Ésta es su casa? -preguntó sin dejar de mirar a su alrededor.

– No, ya le he dicho que es una casa de seguridad.

– ¿A quién más ha traído aquí?

– Lo siento, pero ésa es información clasificada.

– Por supuesto. Pero no puedo dejar de preguntármelo. Exactamente, ¿a qué se dedica para tener una casa como ésta?

– Tengo esta casa por si alguno de mis clientes puede necesitarla.

– Y en este momento, ¿quién es su cliente? ¿Christopher o yo?

– En este momento estoy improvisando.

– No me parece la clase de hombre que improvise a menudo.

Tanner se encogió de hombros.

– Intento ser flexible.

Se miraron a los ojos. Tanner leyó muchas preguntas en los de Madison. Pero no había miedo en ellos. Madison no era como él pensaba. Quizá no fuera tan inútil como todas las mujeres como ella. Tenía fuerza y más que un ligero…

Lo sintió entonces. Sutilmente al principio, pero fue creciendo poco a poco. Llenaba la habitación, lo presionaba, le robaba el aire, caldeaba su aliento…

Una nueva conciencia… De Madison. Del irresistible olor de su piel, de su forma de moverse. En un abrir y cerrar de ojos, pasó de ser alguien a quien tenía que proteger a convertirse en una mujer.

¡Maldita fuera!, pensó malhumorado. Aquello no estaba permitido. No podía involucrarse sentimentalmente con sus clientes. Jamás.

– Le he traído algo de ropa -le dijo, y se dirigió hacia la cocina.

La oyó seguirlo y en cuanto estuvo fuera de la sala de control, reactivó el sistema de seguridad y se detuvo en la cocina a buscar el paquete.

– Lo ha traído uno de mis hombres -le explicó.

– No lo comprendo…

– ¿Qué es lo que le parece tan complicado? Uno de mis hombres ha ido a su casa y ha traído este paquete.

– ¿Ha entrado uno de sus hombres en mi casa? -parecía más sorprendida que indignada.

– No creo que se haya pasando mucho tiempo removiendo los cajones de la ropa interior. Lleva días con la misma ropa y he imaginado que le gustaría cambiarse.

– Sí, es cierto, gracias. Pero no estoy segura… ¿cómo ha conseguido entrar?¿Christopher no tiene vigilada mi casa?

– Sí, supongo que su ex tiene a alguien allí, pero no se preocupe, nadie ha visto a Ángel. Adelante -señaló la puerta-. Dúchese y cámbiese de ropa. Después comeremos. Necesito hacerle muchas preguntas sobre su marido.

– De acuerdo -tomó el paquete y sonrió-. Gracias.

Y sin más, se dirigió al pasillo. Tanner esperó a que desapareciera antes de dirigirse a la habitación de control. Observó el pequeño punto rojo moverse en la pantalla. Cuando abandonó el dormitorio para meterse en el cuarto de baño, tuvo que obligarse a mantener la atención en el trabajo y olvidarse de que había una mujer desnuda en la ducha.

Una ducha y una siesta de tres horas bastaron para animar a Madison. El tipo al que Tanner había enviado a su casa le había llevado las prendas básicas: vaqueros, camisetas, un par de camisones y algunos artículos de tocador. Intentó no asustarse ante la idea de que un desconocido hubiera estado hurgando en sus cajones y se recordó a sí misma que, al fin y al cabo, el que un extraño hubiera tocado sus sujetadores y sus bragas era el menor de sus problemas.

Después de lavar las bragas y el sujetador que había llevado puestos durante los últimos diez días, se secó el pelo. Y mientras estaba guardando el secador, advirtió que olía a comida. El delicioso aroma de la salsa de tomate y ajo le hizo la boca agua. Mientras se dirigía a la cocina guiada por aquel olor, se sentía como un muñeco de los dibujos animados siguiendo la estela de un manjar delicioso.

Tanner estaba frente a la cocina. Cuando entró Madison, se volvió hacia ella y sonrió. Madison no estaba segura de qué fue lo que más la sorprendió, si el hecho de que estuviera cocinando o la sonrisa.

Le sonó el estómago. Estaba tan hambrienta que se creyó a punto de desmayarse.

– Creo que debería comer algo…

Tanner señaló la mesa con un gesto de cabeza.

– Entonces, siéntese.

La mesa ya estaba puesta. Madison se sentó justo en el momento en el que Tanner estaba llevando una fuente de pasta y un cuenco de ensalada a la mesa.

– ¿Qué le apetece beber?

– Agua.

– Al ataque -la animó Tanner.

Madison decidió tomarle la palabra. Se sirvió una generosa ración de pasta con carne. La ensalada podía esperar. De momento necesitaba algo más sustancial.

El primero bocado le pareció exquisito. Las especias perfectas y el punto de cocción, exacto.

Tanner regresó con una botella de agua a la mesa y se la dejó al lado del plato. Madison asintió para darle las gracias, pero no dejó de comer. Y hasta que terminó la pasta y se sirvió la ensalada, no volvió a mirarlo.

– Siento estar comiendo de esta manera.

– No sufra -se sentó frente a ella y se sirvió pasta-. ¿Por qué no comía cuando estaba secuestrada?

Madison se encogió de hombros.

– No era algo planeado. Durante el primer par de días, estaba demasiado asustada. Cada vez que intentaba comer, vomitaba. Sólo podía comer una tostada por la mañana o un plato de sopa por la tarde. Hay personas que comen más cuando están estresadas. Yo tiendo a comer menos. Los secuestradores no me creían y me amenazaban con alimentarme a la fuerza, pero nunca lo hicieron.

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