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Susan Mallery: Dulces Palabras

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Susan Mallery Dulces Palabras

Dulces Palabras: краткое содержание, описание и аннотация

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Claire Keyes nunca había tenido novio, ni siquiera una aventura sentimental. Su carrera musical la había absorbido por completo desde sus tiempos de niña prodigio del piano, alejándola de los amigos y la familia. Cuando su hermana Nicole se puso enferma, Claire decidió hacerse cargo de ella. Recuperar la relación familiar era ahora su prioridad, así como enamorarse o, al menos, experimentar el deseo por primera vez. El atractivo Wyatt podía ayudarla en ese último propósito. Aunque no dejaba de decir que pertenecían a mundos distintos, ardía como el horno de una panadería cuando Claire estaba cerca. Quizá ella pudiera convencerlo para que cayera en su cama… y se quedara en su vida.

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Esperó en la cola, emocionada por estar allí, nerviosa y decidida a hacer todo lo necesario para recuperar la relación con sus hermanas. Le estaban dando una segunda oportunidad, y no iba a estropearlo.

La mujer del mostrador le hizo una seña para que se acercara. Claire obedeció, arrastrando las dos maletas.

– Hola. Tengo una reserva.

– ¿Nombre?

– Claire Keyes.

Claire le entregó el carné de conducir y su tarjeta de crédito platino.

La mujer examinó el carné.

– ¿Tiene seguro, o quiere contratar uno para el coche?

– Desearía contratar el suyo.

Era más fácil que explicar que no tenía coche y que, en realidad, nunca lo había tenido. La única razón por la que tenía carné de conducir era que se había empeñado en tomar clases cuando cumplió los dieciocho años, y que había estudiado y practicado hasta aprobar el examen.

– ¿Multas o accidentes? -preguntó la mujer.

Claire sonrió.

– Ninguno.

Para eso habría tenido que conducir de verdad. Algo que no había hecho más que una o dos veces en los últimos años.

Firmó un par de impresos y después la mujer le devolvió el carné y la tarjeta de crédito.

– Número sesenta y ocho. Es un Malibú. Dijo que quería un tamaño mediano. Puedo ofrecerle algo más grande, si quiere.

Claire parpadeó.

– ¿Número sesenta y ocho qué?

– Su coche. Está en la plaza sesenta y ocho. Las llaves están puestas.

– Oh, gracias. No, no quiero más grande.

– Muy bien. ¿Quiere un mapa?

– Sí, por favor.

Claire se guardó el mapa en el bolso y arrastró las maletas fuera de la estructura de cristal. Pasó por delante de las filas de coches, encontró el número sesenta y ocho y se quedó mirando el Malibú plateado.

Tenía cuatro puertas, y era enorme. Ella tragó saliva. ¿Iba a conducir de verdad? Aquélla era una pregunta para más tarde. Primero tenía que salir del aparcamiento.

El desafío número uno fue meter el equipaje al maletero. No había manera de abrirlo. Ni botones, ni tiradores. Empujó y tiró, pero el maletero no se abrió. Al final, se rindió. Metió las dos maletas en el asiento trasero y se sentó al volante.

Tardó un par de minutos en mover el asiento para llegar a los pedales. Metió la llave en el arranque y la giró. El motor se puso en marcha inmediatamente. Con cuidado, ajustó los espejos, y después respiró profundamente. Estaba prácticamente en marcha.

Después encendió el sistema de GPS y apretó los botones del idioma, pasando por el holandés, el japonés y el francés, hasta que una voz femenina la saludó en inglés.

Introdujo la dirección de la panadería. Se le había olvidado preguntarle a Jesse el nombre del hospital donde iba a operarse Nicole, así que le pareció que el mejor sitio para comenzar era la panadería. Finalmente, se preparó para salir del aparcamiento.

Tenía un nudo en la garganta. Lo ignoró, además de ignorar el cosquilleo que notaba en la espalda y que se le estaba extendiendo por todo el cuerpo.

«Ahora no», pensó frenéticamente. «Ahora no». Podría sentir pánico después, cuando no estuviera a punto de conducir.

Cerró los ojos y respiró hondo, se imaginó a su hermana en la cama del hospital, necesitada de ayuda. Allí era donde tenía que estar ella. Con Nicole.

La sensación de pánico se mitigó un poco. Abrió los ojos y comenzó el viaje.

El aparcamiento parecía oscuro y cerrado. Afortunadamente, no había más coches en la fila delantera, así que tendría espacio extra para girar cuando saliera.

Lenta y cuidadosamente, puso en marcha el coche, y el vehículo comenzó a moverse al instante. Clavó el pie en el freno, y el coche dio un tirón. Soltó el freno, y el coche se movió de nuevo. Moviéndose centímetro a centímetro, consiguió sacarlo de su sitio. Quince minutos después había salido del aparcamiento y estaba en la carretera.

– A trescientos metros, manténgase a la derecha. I-5 está a la derecha.

La voz del GPS era muy autoritaria, como si ella no tuviera la más mínima idea de conducir en general, ni de a dónde iba en particular.

– ¿I-5 qué? -preguntó Claire, antes de ver la señal que indicaba la entrada a la autopista I-5. Entonces, dio un grito-. No puedo salir a la autopista -le dijo al GPS-. Tenemos que seguir por las calles.

Hubo un tilín.

– Manténgase a la derecha.

– Pero si no quiero.

Miró a su alrededor frenéticamente, pero no había otro modo de seguir. La carretera en la que estaba se dirigía a la autopista. No podía girar a la izquierda, porque había demasiados coches en su camino. Coches que, de repente, comenzaron a moverse muy deprisa.

Claire agarró el volante con ambas manos, con el cuerpo rígido y la mente llena de imágenes de accidentes.

– Puedo hacerlo -se dijo-. Puedo.

Pisó un poco más el acelerador, hasta que alcanzó los setenta y cinco kilómetros por hora. Aquello era suficiente velocidad, ¿no? ¿Quién necesitaba ir más rápido?

Un camión enorme apareció tras ella y le dio un bocinazo. Claire pegó un respingo. Había muchos coches tras ella, acercándose a gran velocidad. Estaba tan ocupada intentando no asustarse por los coches que pasaban a su alrededor que se olvidó de su destino, hasta que el sistema de GPS le recordó:

– I-5 norte está a la derecha.

– ¿Qué? ¿Qué derecha? ¿Quiero ir hacia el norte?

Y de pronto la carretera dio un giro, y ella se vio girando también. Quería cerrar los ojos, pero sabía que aquello sería malo. Comenzó a sudar de miedo. Quería quitarse el abrigo, pero no podía; tenía el volante agarrado con tanta fuerza que le dolían los dedos.

Estaba haciendo aquello por Nicole, se recordó. Por su hermana. Por su familia.

Su carril desembocaba en la I-5. Sin bajar de setenta y cinco kilómetros por hora, Claire se puso en el carril de la derecha y se juró que iba a quedarse allí hasta que tuviera que salir de la autopista.

Cuando por fin salió, justo al norte del distrito de la universidad, estaba temblando. Odiaba conducir. Lo odiaba. Los coches eran horribles y los conductores eran unos groseros, gente mala que le gritaba. Sin embargo, lo había conseguido, y eso era lo importante.

Siguió las indicaciones del GPS y consiguió aparcar en el aparcamiento más cercano a la panadería. Apagó el motor, apoyó la frente en el volante y respiró profundamente.

Cuando logró calmarse, se irguió y miró el edificio que había frente a ella.

La panadería Keyes llevaba en el mismo lugar los ochenta de su existencia. Al principio, sus bisabuelos tenían alquilado sólo la mitad del edificio. Con el tiempo, el negocio había crecido. Habían comprado el edificio completo sesenta años atrás.

Había dos escaparates llenos de bollería, tartas, bizcochos y panes con sus respectivos letreros. Y sobre la puerta había un letrero enorme que anunciaba la Panadería Keyes, la panadería con la mejor tarta de chocolate del mundo.

La tarta, de varias capas de chocolate, había sido alabada por la realeza y los presidentes, servida por las novias en sus bodas y exigida por artistas y famosos como requisito imprescindible en sus platós de rodaje y entre bastidores. Estaba hecha de millones de calorías de harina, azúcar, mantequilla, chocolate y un ingrediente secreto que pasaba de generación en generación de la familia. Ni siquiera Claire sabía cuál era. Sin embargo, lo sabría. Nicole se lo diría enseguida.

Salió del coche, tomó el bolso y cerró la puerta del conductor. Respiró profundamente otra vez y se puso en camino hacia la panadería.

Era mediodía, y todo estaba relativamente tranquilo. Había dos señoras sentadas en la mesa del rincón, tomando un café con bollos. Entre sus sillas había dos carritos de niño. Claire les sonrió mientras marchaba hacia el mostrador. La dependienta, una adolescente, la miró.

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