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Susan Mallery: Seducida por el millonario

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Susan Mallery Seducida por el millonario

Seducida por el millonario: краткое содержание, описание и аннотация

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A Duncan Patrick, un poderoso hombre de negocios, no le gustaban los ultimátums, a menos que fuera él quien los diera. Pero la junta le estaba exigiendo que cambiara su dura imagen pública. Cuando conoció a la dulce Annie McCoy, profesora de guardería, supo que lo haría parecer como un ángel… aunque tendría que recurrir a manipulaciones diabólicas. Consiguió que Annie se hiciera pasar por su amante, pero ahora necesitaba que lo fuera en la vida real. ¿Lograría el ejecutivo gruñón desplegar el encanto necesario para seducir a la mujer a la que casi había destruido?

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Pero no dijo nada de eso, claro.

– No necesito que me defendáis -suspiró Annie, incómoda-. Duncan, lo siento. No sabía que las mellizas se iban a abalanzar sobre ti.

– No se han abalanzado, no te preocupes -Duncan se volvió hacia las chicas-. Annie y yo hemos llegado a un acuerdo, no tenéis nada que temer.

– Tienes que prometerlo -dijo una de ellas.

– Os doy mi palabra.

Aunque Annie y él tuvieran un acuerdo no había ningún riesgo porque él nunca se quedaba el tiempo suficiente con una mujer como para hacerle daño. La vida era más fácil de esa manera.

Cuando entraron en el almacén, las chicas se desperdigaron para buscar árboles, pero ella se quedó a su lado.

– Lo siento si te han ofendido.

– No, no. Las respeto por creer que pueden conmigo.

Annie inclinó a un lado la cabeza, dejando que los rizos cayeran sobre sus hombros.

– No, no es verdad. Crees que son unas ingenuas.

– Eso también.

– Es una cosa de familia. Somos un equipo, como tu tío y tú.

Lawrence y él eran muchas cosas, pero no eran un equipo. Sin embargo, Duncan asintió porque era más fácil que explicárselo.

El aire del almacén olía a resina de pino y había varios clientes, algunos hablando en voz alta para hacerse oír por encima de los villancicos que sonaban por los altavoces.

Mientras Annie miraba los árboles, él vio a las chicas comprobando el precio de uno en particular. Pero Kami negó con la cabeza y las mellizas suspiraron, disgustadas.

– Los techos de tu casa miden sólo tres metros. Aprende de errores pasados -le dijo a Annie, al ver que miraba un árbol de cuatro o cinco metros.

– Pero es precioso -dijo ella, comprobando la etiqueta del precio-. Y carísimo.

– ¿Cuánto querías gastarte?

– Menos de cuarenta dólares. Cuanto menos, mejor, la verdad. Hay almacenes más baratos, pero aquí traen los árboles ellos mismos. Además, para nosotros es una tradición venir aquí.

– Te gustan mucho las tradiciones, ¿verdad?

– Sí, me gustan. Es algo que hacemos todos los años.

Duncan se sentía como Scrooge, el mezquino personaje de Cuento de Navidad . Lo único que él hacía año tras año era contar su dinero.

Annie se detuvo delante de otro árbol, más pequeño.

– ¿No es demasiado alto?

– No, yo creo que tiene la altura perfecta -murmuró ella. Pero valía sesenta y cinco dólares.

A Duncan le hubiera gustado preguntar si veinticinco dólares eran tan importantes, pero debían serlo o Annie, portavoz de las bondades de la Navidad, soltaría el dinero.

De modo que se excusó un momento para hablar con el propietario del almacén y, después de una conversación en voz baja y un intercambio de billetes, volvió con Annie.

– Vamos a preguntarle al dueño si tiene algún árbol más barato.

– Los árboles de Navidad no están rebajados en esta época del año.

– ¿Cómo lo sabes? A lo mejor les han devuelto alguno.

– Nadie devuelve un árbol en diciembre -dijo ella, mirándolo como si estuviera loco.

– ¿Y si te equivocases? -sonrió Duncan.

Annie suspiró.

– Muy bien, vamos a preguntarle. Pero ya te lo digo: no hay devoluciones ni gangas en el negocio de árboles de Navidad.

Annie se acercó al propietario del almacén y el hombre, que llevaba una camiseta con la cara de Santa Claus, señaló tres árboles, uno de los cuales era el que las chicas habían elegido.

– ¿En serio? ¿Los han devuelto? -estaba diciendo cuando Duncan se acercó.

– Sí, es algo que ocurre todos los años. ¿Cuánto mide el techo de su casa?

– Pues… tres metros -Annie se volvió hacia sus primas, que acababan de llegar a su lado-. ¿Habéis oído? Estos árboles sólo valen treinta dólares. Están rebajados.

Por fin, eligieron uno de ellos y, con la ayuda del propietario del almacén, lo colocaron en la camioneta.

– Gracias, Duncan -le dijo después, sentada a su lado-. No sé cuánto le habrás pagado, pero sé que lo has hecho.

– No, yo…

– En otra situación no hubiese aceptado el regalo, pero es Navidad y a las chicas les encantaba ese árbol, así que gracias.

Duncan iba a decir que él no tenía nada que ver, pero decidió encogerse de hombros.

– Tengo que volver a la oficina y estabas tardando mucho en elegir.

– ¿Sabes una cosa? No eres tan mala persona -rió Annie entonces-. ¿Por que todo el mundo cree que lo eres?

– No tiene nada que ver con ser buena o mala persona sino con ser firme, enérgico. Y eso significa tomar decisiones difíciles.

También significaba depender sólo de uno mismo.

– No hace falta ser malo para ser fuerte.

– A veces sí -dijo él, mientras arrancaba la camioneta.

Annie nunca había prestado atención a los libros sobre relajación o meditación. Su vida era muy ajetreada y no tenía tiempo para «fusionarse con el planeta». En los mejores días, sólo iba ligeramente retrasada en todo. En los días peores, la lista de cosas que hacer era interminable.

Pero ahora, sentada en el restaurante del puerto con los socios de Duncan, mirando los nueve cubiertos que había alrededor de su plato, con la mayoría de los cuales no sabría qué hacer, deseó al menos haber leído algo sobre cómo respirar para evitar un ataque de pánico.

Sabía que había que empezar de fuera adentro y también existía la posibilidad de que los tres cubiertos que había sobre el plato fuesen para el postre. O tal vez para el queso y el café. El tenedor raro podría ser para el marisco… ¿pero para qué servían los otros tres?

La carta daba aún más miedo. Aunque estaba en su idioma y no en francés, todo lo que ofrecía eran productos de lujo: langosta, caviar y buey de Kobe, Annie sabía que era el más caro del mundo. Pero no pensaba pedir nada de eso, de modo que miró la lista de pastas.

– ¿Estás bien? -le preguntó Duncan-. Pareces nerviosa.

– No, no. Pero podríamos haber cenado una hamburguesa, este sitio debe ser carísimo -bromeó ella.

– No te preocupes por eso -rió Duncan.

Su risa le gustaba cada día más, debía reconocerlo. Y estaba muy guapo con el traje de chaqueta oscuro. Duncan podía ser el empresario más odiado del país, pero sabía llevar un traje de chaqueta.

– Es una cena de negocios y este restaurante es muy tranquilo, por eso hemos venido.

– También McDonald's está muy tranquilo a esta hora -dijo ella.

Uno de los tres camareros que los atendían se acercó a Annie entonces.

– ¿Le apetece tomar un cóctel, señorita?

Ella vaciló, sin saber qué decir. ¿No sería más apropiado esperar el vino?

– Pues…

– ¿Has probado el Cosmopolitan? -le preguntó Duncan.

– ¿Como las chicas de Sexo en Nueva York ? No, pero me encantaría probarlo. ¿De verdad son de color rosa?

– Desgraciadamente -sonrió Duncan, antes de pedir un Cosmopolitan para ella y un whisky para él.

Un hombre mayor se sentó entonces al otro lado de Annie y ella sonrió durante las presentaciones. Will Preston era el presidente de la mayor empresa de instalación de tuberías de la Costa Oeste, por lo visto.

– Encantado de conocerla -dijo el hombre-. ¿En qué trabaja, señorita McCoy?

– Soy profesora de primaria.

– Ah, entonces tal vez pueda contestarme a una pregunta: a mi mujer le encanta que los nietos se queden a dormir en casa y yo suelo leerles cuentos. Y no me importa hacerlo, pero es que siempre quieren que les lea el mismo cuento. Se lo leo y quieren que vuelva a hacerlo. ¿Puede usted explicarme por qué?

– El cerebro de un niño no está tan desarrollado como el de un adulto y no tiene una vida entera de experiencias, así que todo es nuevo para él -respondió Annie-. Un cuento le ofrece la seguridad de algo que le es familiar y eso le gusta. Se siente conectado con algo que conoce y, además, seguramente escucha algo nuevo cada vez. Es una forma de aprendizaje y, además, con toda seguridad le gusta escuchar su voz porque pronuncia las palabras de forma diferente a como lo hace él. Todo eso lo asocia con usted, de modo que está creando recuerdos.

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