Nunca volvería a hacerlo.
– La ayudarás -dijo Ty, antes de darle un mordisco a su hamburguesa-. Es tu forma de ser.
Lacey asintió.
Hunter sentía cada vez más frustración.
– No habéis escuchado una sola palabra de lo que os he dicho.
Lacey tomó un sorbito de su refresco y lo miró fijamente.
– Molly te necesita.
Hunter pronunció un juramento entre dientes y miró al techo.
– ¿Y qué pasa con lo que quiero y necesito yo? -preguntó él.
Ty le dio una palmadita en la espalda.
– En lo referente a las mujeres, no importa lo que nosotros queramos. Es más importante lo que quieren ellas.
Lacey sonrió.
– Aprende rápido.
– Los hombres casados no tienen otro remedio -le dijo Ty.
– Pero el matrimonio también tiene sus ventajas, ¿no? -le preguntó ella, pasándole la mano por el pelo de un modo juguetón.
– Por mucho que me entusiasme que seáis asquerosamente felices, tengo que volver a trabajar -dijo.
Era cierto que le entusiasmaba que sus mejores amigos tuvieran toda la felicidad que se merecían, pero no podía soportar estar con ellos cuando hacían gala de su dicha matrimonial.
Se levantó y dijo:
– Me marcho.
Lacey frunció el ceño.
– Quédate a los postres -le pidió.
– No puedo.
– No quieres -puntualizó Ty-. El trabajo no tiene nada que ver. Prefieres llevarte a casa a una mujer que no signifique nada para ti, siempre y cuando se vaya antes del amanecer.
Lacey hizo un gesto de dolor.
– ¿Por qué tienes que ser tan claro?
– ¿Te he contado que la de ayer no se había marchado todavía cuando Molly apareció? -le preguntó Ty a su esposa.
Lacey abrió unos ojos como platos.
– Dime que está bromeando -le pidió a Daniel.
Él sacudió la cabeza. Recordaba perfectamente cómo había palidecido Molly al darse cuenta de que no estaba solo, y dejó escapar un lento gruñido.
– Ojalá estuviera bromeando, pero no. Es cierto.
En el silencio condenatorio que siguió a sus palabras, Hunter lamentó no haberse marchado cuando había tenido la oportunidad.
– No sabía que ella iba a venir -murmuró.
– Tienes excusa -admitió Lacey.
– Ya es hora de que sientes la cabeza -le dijo Tyler a Hunter. Después se dirigió a Lacey-. ¿Y tú por qué siempre tienes que darle la razón cuando está equivocado? -le preguntó, disgustado.
Lacey se rió y lo abrazó hasta que Ty se ablandó y le devolvió la caricia.
Hunter, Ty y Lacey habían estado en situaciones similares. Los tres amigos habían pasado por muchas cosas juntos. La madre de Ty había sido la última de las madres de acogida de Daniel, la mejor de todas. También había acogido a Lacey, y desde el principio, la muchacha había sabido que Hunter necesitaba una amiga. Cada vez que Ty se metía con Hunter, ella salía en su defensa. Siempre había creído en Daniel, aunque nadie más lo hiciera. Ty había terminado haciendo lo mismo.
Lacey tenía un gran corazón, motivo por el que Hunter se había enamorado de ella cuando eran adolescentes. Al pasar los años, él se había dado cuenta de que lo que sentía por ella era amor fraternal. Aquello era beneficioso, porque Lacey siempre había estado loca por Ty.
Y Hunter había entendido la diferencia entre el cariño y el amor el día que había conocido a Molly Gifford, aquella chica que vestía de un modo llamativo y que decía lo que pensaba. Desde el principio, entre Hunter y Molly había una química innegable, pero también algo más. En Molly, Daniel había encontrado a alguien que estaba a su altura, intelectualmente hablando. Además, había percibido que ella tenía un vacío por dentro, un vacío que él comprendía a la perfección, porque era igual que el suyo. Daniel había creído que él podía satisfacer aquellas necesidades.
Se había equivocado. Y aquella equivocación había tenido un alto precio emocional para él.
Aún estaba sufriendo las consecuencias, pero no podía decir que Lacey y Ty se confundieran. Lo que le habían dicho tenía lógica.
– De verdad, tengo que irme -dijo Hunter, y se dio la vuelta para alejarse.
– Antes de irte, toma esto -le dijo Ty.
Hunter se volvió de nuevo hacia ellos y tomó el papel que le tendía su amigo.
– ¿Qué es?
– La dirección del general Frank Addams. Vive en Dentonville, Connecticut. Te ahorrará unos cuantos minutos de teléfono móvil. Sabes muy bien que ibas a llamarme para conseguir esta información -le dijo Ty.
Aquella sonrisita petulante de su amigo irritó mucho a Hunter, porque sabía que Ty tenía razón. En algún momento de aquella reunión tan indignante, había decidido tomar un avión hacia Connecticut para averiguar lo que estaba ocurriendo en la vida de Molly y el motivo por el que le había pedido ayuda.
Lacey tenía razón en otra cosa, aunque él no estuviera dispuesto a darle la satisfacción de reconocerlo. Daniel había puesto a Lacey por encima de su confianza en Molly. Ty y Lacey eran la única familia que tenía, los únicos que habían estado siempre a su lado. Él no había querido arriesgar aquello, ni siquiera por Molly, así que era cierto que tenía una deuda con ella.
Sin embargo, aquel sentimiento de obligación no era la única razón por la que iba a acudir a su llamada. Aquella noche, Lacey y Ty lo habían mirado con la misma expresión de disgusto que él veía en el espejo todas las mañanas.
Hunter se había hartado de acostarse con mujeres que no le importaban, y estaba harto de beber y beber y despertarse con resacas horribles. Había trabajado mucho para conseguir el éxito profesional, y lo estaba tirando todo por la borda.
Ayudaría a Molly sin enamorarse de ella otra vez. Se demostraría a sí mismo que lo había superado todo, ganaría el caso de su padre y se alejaría de ella sin mirar atrás.
A primera hora de la mañana del lunes, Molly fue a visitar a su padre. Se sentó frente a él y lo miró atentamente, buscando cambios, aunque sabía que no habría ninguno. Sólo había pasado unas cuantas noches en la cárcel, y eso no podía afectar al general, que era una persona fuerte y equilibrada. Tenía el pelo canoso y muy corto. Casi le quedaba a juego con el traje naranja de la prisión. Sin embargo, él no tenía por qué estar allí, y ella lo demostraría.
– ¿Cómo estás? -le preguntó.
Le habían advertido que no podía haber contacto entre ellos, así que mantuvo las manos inmóviles sobre la mesa.
– Estoy bien, de veras. ¿Y tú?
– Muy bien -respondió Molly, y se apretó los dedos.
– ¿Y el resto de la familia? ¿Cómo lo llevan?
Molly sonrió.
– Costó mucho convencerla, pero Robin ha vuelto a la universidad para pasar allí la semana, y la comandante le dice a todo el mundo que esto es una injusticia.
Él se rió.
– ¿Y Jessie?
– Creo que para ella es muy duro -dijo Molly, con un suspiro. Se le rompía el corazón al pensar en la adolescente, pese a que su relación con ella fuera difícil-. Normalmente, se apoyaría en Seth -añadió.
Seth era el mejor amigo de Jessie. Además, era hijo de Paul Markham, el hombre de cuya muerte habían acusado al general. Frank y Paul habían sido compañeros en el ejército. Ambos se habían retirado con honores, y después se habían convertido en socios de un negocio inmobiliario. Las familias tenían una relación muy cercana. Seth, su padre y su madre, Sonya, vivían en la casa de al lado.
– Pero Seth está intentando superar la muerte de su padre y sé que Jessie se siente sola, aunque no quiera admitirlo. Tampoco acude a mí para nada -le explicó Molly.
– Esto no debería estar sucediendo -dijo su padre; aunque mantuvo el control, como de costumbre, se puso tenso de frustración.
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