LaVyrle Spencer - Destino y deseo

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La hermosa Lisa Walker desempeña una labor intachable en el departamento de Licitaciones de una empresa constructora, hasta que se ve involucrada en un asunto desafortunado que le hace perder su trabajo. El causante tiene un nombre: Sam Brown, el apuesto y atractivo dueño de una compañía rival. Lisa está enfurecida, pero su enojo desaparece cuando recibe una oferta formal de Sam para contratarla en su empresa. Aunque se siente irresistiblemente atraída por él, le invade el temor de que su relación personal pueda interferir con la laboral y de que Sam pueda no aceptar su pasado. Dos corazones extraviados que se necesitan y se niegan, que rechazan el amor que golpea con fuerza a la puerta de sus corazones.

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Él inclinó la silla hasta que esta quedó sobre dos patas.

– Porque usted deseaba comprobar si soy tan pervertido como se desprende de mí material de lectura. Dicen que todas las mujeres se sienten atraídas por el tipo equivocado por lo menos una vez en su vida. ¿Quién sabe? Quizá es lo que yo represento para usted.

– Y quizá no. -Lisa inclinó la cabeza y observó con detenimiento a Brown. Era un ejemplar masculino de aspecto sumamente agradable… ella tenía que reconocerlo. Y su malévolo sentido del humor no era hiriente. Pero Lisa recordó de nuevo que Brown no era el tipo de hombre con el cual ella podía intercambiar escarceos sexuales. Las conversaciones de esta clase causaban vibraciones que decían mucho más que lo que se expresaba en las meras palabras, y ella de ningún modo estaba preparada para aceptar otra vez esas vibraciones. Sus heridas no se habían curado después de su última y desastrosa relación. Pero incluso, mientras se autocriticaba por incurrir en ese toma y da, los ojos de Sam se mantuvieron fijos en ella, mientras su silla se sostenía de nuevo sobre las cuatro patas. Sam apoyó los brazos sobre el borde de la mesa y se inclinó un poco hacia ella.

– Dígame -preguntó, en voz grave e íntima- ¿Qué le pareció la mujer tendida sobre la roca, al lado del río?

¡No estaba dispuesta aparecerse a una adolescente vergonzosa a quien sorprendían espiando los pechos de una africana en un ejemplar de la revista National Geographic ! Lisa miró a Brown a los ojos y replicó sin vacilar:

– El fotógrafo seguramente se olvidó de untar la cara interior de la pantorrilla derecha y el agua no llegó hasta allí.

Sam Brown la recompensó con una risa sonora y apreciativa, mientras Lisa censuraba su propia conducta y su actitud demasiado precoz. Un momento después él depositó su servilleta sobre la mesa, recogió la cuenta, y estaba de pie detrás de la silla de Lisa, esperando para retirarla. Pero antes de ejecutar el movimiento, se inclinó hasta quedar muy cerca y, hablando casi al lado de una de las plumas, dijo:

– El jefe Toro Sentado la habría expulsado de la tribu si él hubiera, ja… ja… -Se apartó a tiempo-. ¡Achís!

Ella lo miró por encima del hombro, y con los labios dibujó una sonrisa descarada.

– Dios mío, Brown, parece que usted es alérgico a mi persona. No se acerque tanto la próxima vez.

El estaba limpiándose la nariz con un pañuelo.

– Es ese perfume que usted usa.

– Le presento mis disculpas -sonrió ella, sin sentir el más mínimo arrepentimiento.

Pensó que así estaba bien. Ella no tenía ningún motivo para compartir con él la cena. Pero de todos modos necesitaba sonreír y lo hizo pues en el camino de regreso a sus respectivas habitaciones estornudó tres veces más y, cuando llegaron a la puerta de la habitación de Lisa, Brown se mantenía a respetable distancia.

Capítulo 3

Floyd A. Thorpe tenía su oficina más o menos como sus dientes…manchados en los bordes. Planos enrollados, muestras de suelos, taladros, accesorios para caños de hierro fundido, clavijas, la correspondencia recibida, llaves inglesas y francesas, y tazas de café usadas… el conjunto creaba un montón casual de restos rara vez ordenado o desempolvado, pues Floyd se irritaba especialmente si alguien interfería en su desorden especial. La habitación tenía un olor desagradable, una combinación de tabaco de mascar rancio, polvo, alcohol expuesto al aire, alquitrán y arcilla seca, todo mezclado con el olor peculiar del hierro fundido. Cuando Lisa se había incorporado a la empresa de Construcciones Thorpe, Floyd estaba en uno de sus períodos esporádicos de abstinencia, en esos momentos se mostraba menos abusivo y más razonable. La oficina estaba más limpia, y lo mismo podía decirse de Floyd.

Pero ahora ya llevaba varios meses bebiendo bastante. La nariz le brillaba como un faro, y las mejillas exhibían las manchas rojizas y el perfil abotargado del hombre bebedor.

Aquella mañana Lisa no tuvo más remedio que enfrentarse a él sobre la maraña de objetos que ocupaba su escritorio.

– ¿Cómo dice? -rugió Floyd Thorpe.

Lisa retrocedió un paso. La segunda copa que estaba bebiendo Thorpe originaba un olor demasiado intenso.

– Se apoderó por error de mi maleta, dentro encontró la oferta y la presentó al mismo tiempo que la suya.

– ¡Y se adueñó de la licitación, como si hubiera sido una barra de caramelo arrancada de las manos de un niño de pecho! -Thorpe estaba irritado y se paseaba; por fin, se apoderó de un recipiente de papel y escupió en su interior. Lisa clavó la mirada en un pedazo de tubo de PVC depositado sobre un cajón, detrás de su jefe, en lugar de observar el desagradable espectáculo de la espuma marrón-. ¡Y por unos mezquinos cuatro mil dólares! -Floyd Thorpe descargó el puño sobre el centro del escritorio, levantando polvo y consiguiendo que el teléfono bailoteara. Se acomodó en su sillón, frente al escritorio, y miró hostil a Lisa. De pronto, adoptó una expresión pensativa-. Es el hijo del viejo Wayne Brown, ¿verdad? Caramba… parece que el hijo tiene más inteligencia que el viejo. -Thorpe entrecerró los ojos con un gesto de astucia, y emitió un sonido regocijado. Después volvió a clavar en Lisa sus pequeños ojos-. Espero que esto le haya enseñado una lección. En este mundo cada uno trata de destruir al resto, y Sam Brown así lo ha demostrado. -Con un rápido movimiento de cuerpo se acomodó mejor en su sillón-. ¿Ha vuelto a pensar en la vicepresidencia que le propuse?

– Lo siento, prefiero dedicarme a los concursos.

Otra vez él descargó un puñetazo sobre el escritorio.

– Maldita sea, Walker, he soportado muchas cosas de usted, entre ellas que lleve sus ofertas en una maleta Como si fuera novata, o que se equivoque de tal modo que pierda una obra por valor de más de cuatro millones de dólares. ¿Cuánto tiempo cree que podremos soportar errores de esta clase? Quiero que su nombre aparezca en los documentos de la empresa. Es lo menos que puede hacer después del error que ha cometido Con este asunto de Denver.

– Lamento haber perdido la maleta, pero el resto del asunto no fue culpa mía. Si Sam Brown comparó mi oferta con la suya, no lo va a reconocer.

– ¡Por supuesto! ¿Quién lo haría? -Floyd Thorpe tenía un vientre tan duro que apenas se hundió un poco cuando él cruzó las manos por encima-. Le diré una cosa, muchacha, le concederé hasta el viernes para pensarlo. O me ayuda a salir adelante con este asunto de las minorías, y acepta ocupar el cargo de vicepresidenta, o puede buscarse otro lugar para trabajar. Está costándome dinero, y, a menos que me ayude a recuperar una parte, llegaré a la conclusión de que usted no me interesa.

De regreso a su oficina, Lisa se acercó irritada a su sillón, se acomodó muy deprimida, maldijo por lo bajo, y contempló la posibilidad devolver al despacho de Thorpe para decirle dónde podía guardarse su vicepresidencia y su saliva cargada de tabaco.

No habría nada tan dulce como entrar allí y demostrarle a ese cerdo maloliente que no necesitaba ni un momento más su precioso empleo ni su mente calculadora.

Pero la amarga verdad era que lo necesitaba.

No tenía un marido que recibiera el cheque de otro empleo para mantenerla. Se valía de su propio esfuerzo, y necesitaba el sueldo semanal para sobrevivir. Sam Brown había dicho la verdad al resumir el mercado de trabajo para los especialistas en licitaciones… ¡no había nada! Dos años atrás, antes de la crisis económica que se había abatido sobre el país, Kansas City y las urbanizaciones de los alrededores habrían reunido unos veinte contratistas más que en ese caso. En ese momento, las comunicaciones internas en el ámbito de la industria aludían siempre a rumores de que esta o aquella empresa estaba aun paso de cerrar sus puertas, y todos contenían la respiración, con la esperanza de que la próxima quiebra no los alcanzara.

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