LaVyrle Spencer - Dulces Recuerdos

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La escultural Theresa Brubaker no está nada contenta con su cuerpo, los hombres se acercan a ella, pero ninguno de ellos quiere realmente conocerla. Su hermano Jeff lleva a su amigo, Brian Scanlon, a pasar unas vacaciones a su casa y por primera vez en su vida Theresa prueba el placer del amor. Pero sus pasadas experiencias crean muros en su relación y Brian debe ir con sumo cuidado sino quiere romper su relación antes de que ella tome la decisión más adecuada.

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Desde la sala en penumbra, él la observaba… no veía a nadie sino a ella. El pelo rojo y las pecas, cuyo brillo le había resultado demasiado llamativo la primera vez que la vio, cobraban sentido debido al ardor apasionado con que se integraba en la música. Observó que sus ojos se cerraron varias veces. En otras ocasiones sonrió y, de alguna manera, Brian supo con certeza que no se daba cuenta de que lo estaba haciendo.

El concierto finalizó con un bis de Joy to the World y el último clamor de aplausos hizo que todos los miembros de la orquesta se pusieran en pie para inclinarse al unísono.

Cuando se encendieron las luces, la mirada de Theresa se deslizó a lo largo de la línea de caras conocidas que había en la fila cuatro, pero al final quedó fija en Brian, el cual estaba aplaudiendo con una sonrisa llena de orgullo, igual que los demás. Theresa le devolvió el gesto con una sonrisa de oreja a oreja, y había deseado que supiera que no era para los otros, sino sólo para él. Brian dejó de aplaudir y le hizo una seña de triunfo levantando los pulgares. Theresa sintió una grata sensación de satisfacción cuando volvió a sentarse para guardar el violín en su funda.

Estaban esperándola en el vestíbulo cuando salió con los guantes y el abrigo puestos, y el violín bajo el brazo.

Todos empezaron a hablar a la vez, hasta que al fin Theresa tuvo la oportunidad de preguntarles agradecida:

– ¿Por qué no me dijisteis que vendríais?

– Queríamos darte una sorpresa. Además, pensamos que podríamos ponerte nerviosa.

– ¡Bien, pues lo habéis conseguido! ¡No, no es cierto! Oh, no sé ni lo que estoy diciendo, excepto que saber que estabais entre el público ha hecho del concierto algo muy especial. Gracias a todos por haber venido.

– Lo has hecho muy bien, hermana -dijo Jeff abrazándola.

Entonces Margaret asumió el mando.

– Tenemos que adornar el árbol esta noche, y ya sabéis que vuestro padre siempre tiene problemas con las luces. ¡En marcha!

Se dirigieron hacia el aparcamiento y Theresa preguntó:

– ¿Viene alguien conmigo?

Se dio cuenta de que Amy estaba reservándose su respuesta hasta ver lo que decía Brian.

– Yo voy contigo -dijo Brian, poniéndose a su lado y quitándole el violín de las manos.

– Yo también… -comenzó Amy, pero Margaret la interrumpió en medio de la frase.

– Tú vendrás con nosotros, Amy. Quiero que vayas a comprar leche de camino a casa.

– ¿Jeff? ¿Patricia? -insistió Theresa, sintiendo que había obligado a Brian a decir sí, ya que nadie más lo había hecho.

– Patricia se dejó el bolso en el coche de papá, así que iremos con ellos.

Los dos grupos se separaron y, mientras se dirigía hacia su pequeño Toyota gris, Theresa tuvo la sospecha de que Patricia no se había separado de su bolso en ningún momento.

Se instalaron en el coche y Theresa puso una cinta. La música de Rachmaninoff los envolvió.

– Lo siento -dijo Theresa de pronto, quitando la cinta.

Sin ninguna vacilación, Brian volvió a ponerla.

– Me da la sensación de que crees que soy un fanático del rock duro. La música es la música. Si es buena, me gusta.

Rodaron a través de la noche iluminada por la luna con el encanto y la fuerza de Rachmaninoff acompañándolos, seguido por los compases mucho más suaves del Liebestraum de Listz. Cuando la dulce melodía resonó en sus oídos, Theresa pensó en su traducción, Sueño de Amor. Pero mantuvo la mirada fija en la carretera, pensando que tenía desatada la imaginación a causa del entusiasmo del concierto y la Navidad. Pero no era sólo el concierto y ni siquiera que Jeff estuviera en casa, lo que hacía que aquellas Navidades fuesen tan especiales. Era Brian Scanlon.

– Vi que seguías el ritmo con los pies -dijo en tono burlón.

– ¿Y?

– Signo evidente de una bailarina.

– Todavía estoy pensándolo.

– Estupendo. Porque ya no tengo muchas oportunidades de bailar. Siempre estoy promocionando la música.

– No te preocupes. Si yo no voy, habrá muchas chicas.

– Eso es lo que me preocupa. Chicas sin ritmo que me harán polvo los pies y no pararán de hablar.

– ¿No te gusta hablar cuando bailas?

Theresa siempre se había imaginado que las parejas aprovechaban la proximidad del baile para intercambiar intimidades.

– No especialmente.

– Yo creía que los hombres y las mujeres aprovechaban esos momentos para susurrarse… bueno, lo que se conoce como «dulces naderías».

Brian volvió la cabeza para observar su rostro, sonriendo por la anticuada expresión y preguntándose si conocía alguna otra mujer que la utilizara.

– ¿Dulces naderías?

Theresa intuyó que sonreía, pero mantuvo los ojos en la carretera.

– Yo no tengo conocimiento directo de ninguna, compréndelo.

– Lo comprendo. Yo tampoco.

– Pero pensaré lo del baile.

– Yo ya lo he hecho. Y no me parece una idea nada mala.

Theresa pensó que a pesar de no saber nada de dulces naderías, ella y Brian estaban intercambiándolas en aquel mismísimo instante.

Llegaron a la casa antes que los demás, y Theresa se excusó para marcharse a su cuarto a ponerse de nuevo los vaqueros, la blusa y la rebeca. Desde su cuarto podía oír las notas suaves e inseguras de una canción de moda que Brian estaba sacando del piano con un solo dedo. Estaba de pie, con un pulgar enganchado en el bolsillo trasero de los pantalones, mientras pulsaba distraídamente las teclas con el dedo índice. Alzó la vista. Theresa se cruzó de brazos, y se quedó pensando en todo lo que le gustaba de él… la forma de sus cejas, su forma de hablar pausada, que hacía que se sintiera mucho más a gusto cuanto más tiempo pasaba con él…

– Me ha gustado mucho el concierto.

– Me alegro.

– Es la primera vez que veo a una orquesta en directo.

– No es nada en comparación con la Minneapolis Orchestra. Tendrías que oírla.

– Tal vez la oiga algún día. ¿Tocan cosas de Chopin?

– ¡Oh, tocan de todo! Y el Orchestra Hall es definitivamente increíble. La acústica de la sala es mundialmente famosa. El techo se compone de grandes cupos blancos de todos los tamaños que parecen haber sido lanzados allí y pegados en ángulos extraños. Las notas rebotan en los cubos y…

Theresa había alzado la vista como esperando que el techo de la sala estuviera compuesto por los mismos cubos que estaba describiendo, y en su animación no se dio cuenta del aspecto tan juvenil y atractivo que tenía, ni de que había abierto los brazos de lado a lado.

Cuando bajó la vista, descubrió a Brian sonriendo divertido.

La puerta de la cocina se abrió de golpe y el alboroto comenzó una vez más.

Cuando la familia Brubaker decoraba su árbol de Navidad, la escena era como un circo con Margaret en el papel de directora. Repartía órdenes a diestro y siniestro: decía qué lado del árbol debía dar al frente, quién debería recoger las agujas de pino esparcidas por la alfombra, quién debería decorar el árbol… El pobre Willard tenía problemas con las luces del árbol, eso era cierto, pero su mayor problema era su mujer.

– Willard quiero que coloques esa luz roja debajo de la rama en vez de encima. Hay un hueco muy grande allí.

Jeff cogió a su madre por la cintura, la balanceó jugueteando y luego le dio un beso silencioso.

– Sí, mi pequeña tortolita. Cierra la boca, mi pequeña tortolita -se burló, ganándose a cambio una sonrisa.

– Habla a tu madre de ese modo, Jeffrey. Pero no olvides que aún te podría dar una buena zurra -le dijo, pero con una sonrisa de oreja a oreja-. Patricia, quítame a este chico de encima.

Patricia se abalanzó sobre Jeff y los dos acabaron en el sofá haciéndose cosquillas entre risas.

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