Esta tanda resultó perfecta, pero Karl no lo supo hasta que Anna trajo el plato a la mesa.
– Me gustaría esperar a que se hagan tus panqueques, así los comemos juntos -dijo.
– Pero éstos están calientes.
– Puedes usar el horno de la nueva cocina para mantenerlos calientes mientras cocinas los tuyos.
– Muy bien, Karl. Si tú lo dices…
Su fracaso por no haber alcanzado la perfección comenzó a dolerle menos, cuando puso los panqueques en el horno y preparó los demás. Mientras lo hacía, oyó a Karl levantarse y ubicar dos velas prendidas, una a cada lado de las flores. Anna volvió con los dos platos. El Sol ya se había ocultado; las velas eran bien recibidas ahora que el crepúsculo se avecinaba.
– ¿Ves… qué fácil? -dijo Karl, con diplomacia, cuando Anna se sentó, otra vez, frente a él-. Ahora has hecho unos panqueques magníficos.
– Oh, Karl, no digas eso. El tonto más grande del mundo puede hacer panqueques.
– No eres la tonta más grande del mundo, Anna.
En ese momento, lamentó haberla llamado tonta el día que se pelearon; se daba cuenta ahora de cómo esas palabras hirientes habían acrecentado su sensación de ineptitud.
– Bueno, casi -dijo Anna, con la mirada clavada en su plato.
– No -insistió él-, ni siquiera casi. -Se miraron por un momento, antes de que Karl dijera-: ¿Es mermelada de arándano lo que tienes allí o no dejarás que me entere?
– ¡Oh! ¡Sí… claro! -Se la alcanzó-. Pero no la hice yo. La hizo Katrene y me la dio.
– Deja de disculparte, Anna -le ordenó con suavidad.
De la manera más natural, cubrió sus panqueques con el dulce de arándano y comenzó a comer, mirándola a través de la mesa, con el rostro tan tranquilo como el agua de la laguna. Nunca en su vida tuvo Karl que forzarse para comer, como en ese momento. Si fuera por él, podría entrar la cabra y comerse todos los panqueques, con el dulce y todo, directamente del plato; a él no le importaría en lo más mínimo. Pero por Anna, debía comerse esos panqueques y pedir más.
Anna comía con desgano; Karl era mejor actor que ella. Saltó, agradecida, para ir a freír más cuando su esposo se lo pidió. Cuando trajo la segunda tanda, la luz de la vela había creado un clima de intimidad y desconcierto, delineando cada gesto que les cruzaba el semblante mientras se miraban -casi todo el tiempo en silencio, ahora- a través de los panqueques y la mermelada, las tazas y el té de rosas, las margaritas y las lisimaquias, la guinga y el trébol perfumado.
Cuando terminó, Karl se inclinó hacia atrás y apoyó un brazo sobre el respaldo de su silla.
– Nunca me dijiste qué pensaste de mis regalos, Anna.
Esos ojos azules la estudiaban de una manera tal, que la muchacha sintió que sus piernas tenían, en ese momento, la consistencia de la mermelada de Katrene.
– Te agradecí la cocina, Karl, me encanta la cocina, lo sabes bien.
– No estoy hablando de la cocina.
– ¿La guinga?
– Sí. La guinga.
– La guinga… me encanta la guinga. Hace que el lugar parezca más alegre.
– Quise comprarte un sombrero con una cinta rosa, pero Morisette no tenía ninguno en esta época del año.
– ¿De verdad? -Estaba sorprendida, y la preocupación de Karl la había enternecido.
– De verdad. Y tuve que traerte el jabón, en cambio.
Anna se puso a estudiar el mantel y a raspar el borde con una uña.
– Me encanta el jabón, Karl. Es… es algo tan especial…
– Me dio trabajo sacar esas palabras de tu boca.
– Me dio trabajo lograr que me lo compraras -dijo Anna con dulzura, y pensó en todas las palabras amargas que se dijeron ese día en que Karl salió corriendo, hecho una furia.
– La noche que lo traje a casa no pareció importarte.
– Lo estaba reservando.
– ¿Para esta noche?
– Sí. -Anna bajó los ojos.
– ¿Como los huevos para los panqueques?
La muchacha no contestó.
– ¿Cuánto tiempo estuviste planeando lo de esta noche? Anna sólo se encogió de hombros- ¿Cuánto tiempo? -repitió.
Los ojos llenos de lágrimas resplandecieron por un instante a la luz de las velas, mientras ella lo miraba suplicante.
– Oh, Karl, viniste a casa aquella noche y de lo único que hablaste fue de Kerstin.
– Y tal vez hable de Kerstin a menudo. Es nuestra amiga, Anna. ¿Puedes entender eso? Me hizo ver las cosas más claras, me hizo hablar acerca de cosas que sólo un verdadero amigo puede hacerte ver.
Anna apoyó la frente en las manos y trató de contener las lágrimas.
– No quiero hablar de Kerstin -dijo, cansada.
– Pero para hablar de nosotros, debo hablar de Kerstin.
– ¿Por qué, Karl? -Lo miró, una vez más, directo a la cara- ¿Porque es ella la que está entre nosotros? ¿Porque es a ella a la que quieres?
– ¿Es eso lo que piensas, Anna?
– Bueno, ¿qué se supone que piense cuando, desde que ella vino, podrías haber tenido todo al alcance de tu mano, si hubieras esperado sólo unas pocas semanas más antes de traerme aquí para casarme contigo?
– Esas son tus palabras, Anna, no las mías.
– Bueno, son la verdad -insistió, caprichosa-. ¿Crees que no me doy cuenta de cómo te sientes cuando estás en casa de los Johanson? Se nota, Karl. Se te ve… feliz, sonríes, hablas sueco, comes panqueques suecos ¡como si estuvieras de regreso en Skane!
Karl se inclinó hacia adelante, apoyó los brazos sobre el borde de la mesa, y la miró profundamente a los ojos.
– Escúchame, Anna, y escúchate a ti misma. Hace un momento dijiste en casa de los Johanson. Eso es lo que Kerstin me hizo ver. Es la casa de los Johanson lo que me hace sentir feliz. Sí, soy feliz allí, pero eso no tiene que ver sólo con Kerstin, tiene que ver con todos los Johanson. Pero ella me hizo ver cómo esto te afectaba a ti. Por eso debo hablar de Kerstin.
Anna estaba sentada frente a Karl, con los delgados hombros echados hacia adelante, mientras sujetaba las manos apretadas entre las rodillas.
– Karl -dijo en tono de queja-, nunca podré ser Kerstin, ni aunque lo intentara más de mil veces.
Se le partió el corazón al pensar que la había hecho sentir tan insegura. Pero, al mismo tiempo, lo enterneció el ver que Anna, llevada por su amor y por su afán de hacerse querer, había llegado hasta el punto de tratar de convertirse en lo que ella pensaba que Karl quería.
– Anna, Anna -dijo, profundamente emocionado-, no quiero que lo seas.
De pronto, se sintió confusa.
– Pero tú dijiste…
– Dije muchas cosas que hubiera sido mejor no haber dicho, Anna.
– Pero Karl, ella es todo lo querías para ti, todo eso que yo fingí ser… y ¡mucho más! Tiene veinticuatro años, y sabe cocinar y llevar una casa y cuidar un jardín y hablar en sueco y…
– ¿Y usar trenzas? -terminó Karl, sonriendo y echándole una breve mirada al pelo de Anna.
– ¡Sí! -dijo Anna con amargura-. Y usar trenzas.
– ¿Entonces pensaste que tratarías de ser como ella y no resultó?
– ¡Sí! ¡Ya no sabía qué más hacer!
Su voz denotaba la más profunda infelicidad. Karl estaba tan atractivo, sentado allí, al resplandor de la vela, hablando tan bien. Cada vez que se encontraba con esos ojos azules, quería cruzar la mesa volando para ir a besarlo. En cambio, se quedó mirándose la falda, apretando las manos entre los pliegues de la guinga rosada, para evitar que se le escaparan hacia Karl.
– ¿No pensaste, Anna, que tal vez era yo el que debía cambiar, y no tú? -preguntó con voz acariciadora.
– ¿Tú? -Levantó la cabeza bruscamente y se rió con ironía-. Pero si tú eres perfecto. Cualquier mujer sería una tonta en pretender que tú cambiaras. No hay una sola cosa en este mundo que no sepas o no trates de hacer, que no intentes aprender. Eres tolerante, y tienes… tienes sentido del humor y te importan tanto las cosas y eres honesto y… no he visto, todavía, que algo te doblegue. No he descubierto nada que no sepas hacer.
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