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LaVyrle Spencer: Hacerse Querer

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LaVyrle Spencer Hacerse Querer

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En el siglo pasado, los hombres emprendedores se aventuraban solos en el lejano territorio de Minnesota, en el noroeste de los Estados Unidos. Así se hizo necesaria la costumbre de mandar a pedir esposas sin conocerlas previamente. Ansiosa por escapar a la humillación de su sórdida existencia en Boston, Anna acepta convertirse en novia por correspondencia de Karl, un adinerado granjero. El esperaba una muchacha de veinticinco años, hábil cocinera, experta ama de casa, dispuesta al trabajo rural y… virgen. Generoso por naturaleza, Karl deberá perdonar a Anna todas sus mentiras. Pero hay un secreto que ella aún le oculta a fin de preservar el amor incipiente…

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– Vivo en una casa de un solo cuarto, Anna.

Anna dejó de escarbarse la cutícula. Sintió que se le encendía la cara al comprender plenamente lo que Karl sugería. La forma cortés en que insinuó que necesitarían mayor privacidad, la emocionó. Era diferente de cualquier otro hombre que ella hubiera conocido. Nunca había encontrado antes un ser humano que fuese bueno del todo. Esa bondad la llenó de autorreproches y lamentó no haber podido ser ella misma mejor para merecerlo.

Si en ese momento Karl se hubiera animado a mirarla, habría notado un tenue rubor asomar por debajo de sus pecas. Pero no lo hizo. Tenía la mirada ausente, preocupado por otra idea decepcionante. ¿Si acaso Anna hubiera contado con esa falta de privacidad para librarse, así, de cumplir con ese deber que algunas esposas -según le habían dicho- encontraban desagradable? De esto no podía acusarla, sobre todo delante del muchacho.

Todo lo que Karl deseaba era llevar a su nueva esposa a su pequeña casa, que los estaba esperando. Allí tendría tiempo y privacidad para hacerle la corte en la forma acostumbrada.”¡Ah! ¡Qué modo tan extraño de encontrarnos, Anna!”, pensó.

Un pesado manto de tristeza cubrió su corazón. Cómo había esperado este día, pensando en lo orgullosa que se sentiría Anna la primera vez que la llevara a su casa de adobe, su Anna, rubia como el whisky. Le mostraría, con orgullo, la chimenea que había construido con las piedras de sus propias tierras, la mesa y las sillas que había fabricado con el sólido nogal de sus propios árboles. Recordó las largas horas que había pasado trenzando la hierba para adornar el marco de la cama, hecho de troncos. Con qué cuidado había puesto a secar las cascaras del maíz de la última cosecha para obtener la tela más suave que cualquier mujer pudiera desear. Había dedicado horas preciosas a recoger aneas y arrancarles el plumón para rellenar almohadas. Las pieles de búfalo habían sido ventiladas, sacudidas y frotadas con hierbas silvestres para que olieran mejor. Por último, había recogido un manojo de trébol oloroso, de fragancia embriagadora, y lo había colocado en el hueco entre las dos almohadas, en el centro de la cama.

De todas estas maneras había buscado manifestarle a Anna su aprecio, su deseo de recibirla y su esfuerzo por complacerla. Y ahora que estaba aquí, descubría que era una mentirosa, que tal vez no mereciera tanta preocupación; una mentirosa, con un hermano que estaría durmiendo en el suelo la misma noche en que Karl Lindstrom llevara a una esposa a su cama por primera vez.

Karl se quedó un rato pensando en silencio; tampoco Anna y su hermano hablaban. Por fin, incapaz de soportar el tenso silencio, Anna dijo, mordiéndose el interior de la mejilla:

– Si me acepta, no mentiré nunca más.

Karl por fin la miró. La mancha de la culpa era visible en su piel, lo que en sí mismo no le disgustaba. Le revelaba que ella no mentía sin sentirse mezquina al ser descubierta. Tenía las mejillas del color de las rosas silvestres que adornaban la tierra de Karl en primavera. Del mismo modo que al descubrir una rosa en un recodo del camino, al descubrir ahora ese tinte rosado en las mejillas de Anna, sintió deseos de recogerla y llevársela a su casa.

Era un hombre para quien la soledad era algo terrible. Pensó otra vez en despertarse y encontrar junto a él la flor de su mejilla sobre la almohada de anea, y el rostro se le encendió. Se puso a contemplar sus pecas doradas; parecían atenuar la gravedad de su culpa. La hacían parecer totalmente inocente. En ese momento, pensó que sus mentiras eran como un cuento de niños contado por un chiquillo para obtener lo que quería.

– ¿Me lo prometes? -preguntó, mirándola directo a los ojos-. Que no me mentirás más. -Su voz era suave una vez más, sosegada.

– Lo prometo -dijo, respondiendo de igual manera a su mirada firme y a su tono apacible.

– Entonces quiero que me digas tu verdadera edad.

Anna bajó la mirada, se mordió el labio, y Karl la sintió esquiva otra vez.

– Veinte -dijo.

Pero el color de sus mejillas se había acentuado hasta adquirir el matiz del heliotropo en las praderas cubiertas de cardos; plantas que Karl jamás hubiera recogido para llevar a su casa.

– ¿Si te digo que no te creo?

Anna se encogió de hombros y evitó los ojos de Karl.

– Le pediría a tu hermano que me dijera la verdad, pero ya veo que los dos están confabulados en esta trama que urdieron para mí.

El tono amable de su voz no la engañó esta vez. Ocultaba una voluntad inquebrantable de llegar a la verdad. Anna levantó ambas manos a la vez.

– ¡Por el amor de Dios! Está bien. Tengo diecisiete. Entonces, ¿qué?

Lo miró a la cara, desafiante y furiosa; su repentino estallido casi lo hizo sonreír, pero se cuidó de hacerlo.

– Entonces, ¿qué? -repitió él, enarcando las cejas y echándose hacia atrás, relajado. Era como un gato jugando con un ratón antes de hundirle los dientes. -Entonces me pregunto si serás tan hábil cocinera y ama de casa como dijiste.

Ella frunció la hermosa boca y permaneció con la mirada fija al frente.

– No lo olvides, dijiste que habías terminado con las mentiras -le recordó.

– Dije que tengo diecisiete. ¿Qué más quiere saber?

– Quiero una mujer que sepa cocinar. ¿Sabes cocinar?

– Un poco.

– ¿Un poco?

– Bueno, no mucho -dijo-. Pero puedo aprender, ¿no?

– No sé. ¿Cómo? ¿Voy a tener que enseñarte, también?

Prefirió no contestar.

– ¿Qué sabes del trabajo de la casa?

Silencio.

Karl la tomó del brazo.

– ¿Qué sabes?

Anna desprendió el brazo de un tirón.

– Lo mismo que cocinar.

– ¿Sabes hacer jabón?

No hubo respuesta.

– ¿Sabes hacer velas de sebo?

No hubo respuesta.

– ¿Hacer pan?

No hubo respuesta.

– Supongo que no habrás hecho mucho trabajo de campo, tampoco, o de jardinería o de la casa.

– Sé coser -fue todo lo que dijo.

– Coser… -repitió Karl con demasiado sarcasmo por ser él-. Sabe coser -le dijo a la rueda de su carreta. Entonces Karl empezó a hablar consigo mismo en sueco, lo que sacó de quicio a Anna pues no podía entender una sola palabra.

Por fin se quedó en silencio, estudiando la rueda de su carreta. Anna estaba rígida como un poste, los brazos cruzados sobre el pecho.

– Mejor hubiera sido esperar a que esas muchachas suecas llegaran a Minnesota, ¿no? -preguntó con amargura, poniéndose ahora ella a mirar el cuello de los caballos.

– Sí, hubiera sido mejor -dijo Karl. Entonces murmuró, una vez más, para rematar-: Diecisiete, y lo único que sabe es coser.

Meditó un momento en silencio, luego se volvió para enfrentarla, preguntándose cómo un hombre de su edad podría llevarse a la cama a una chica de diecisiete años sin sentirse como un profanador de la inocencia. Su mirada se posó apenas sobre sus pechos, luego sobre James, enseguida otra vez sobre su cara.

– Parece que hay muchas cosas que no sabes hacer.

– Puedo hacer cualquier cosa que usted me pida, tenga o no diecisiete, ¡maldición! -Pero rogó no haberse sonrojado.

– Realmente sabes maldecir. Pero yo no necesito ninguna mujer que se lo pase maldiciendo. -Se preguntó cómo sobreviviría el resto de su vida con ese temperamento irlandés. Pero también lo preocupaba cómo sobreviviría uno o dos años más sin mujer. Todo lo que dijo fue-: Tengo que pensarlo.

– Señor… -comenzó a decir James -, Anna me dijo…

– No me molestes cuando pienso -le ordenó Karl.

James y Anna se miraron de soslayo. Pensaron que haría arrancar a los caballos, pero él siguió pensando en silencio. Era su modo, el modo en que su padre le había enseñado, el modo en que su abuelo le había enseñado a su padre. Primero pasaba un largo tiempo meditando acerca de una situación, luego reflexionaba antes de tomar una decisión; de modo que cuando abordaba el problema, lo tenía casi resuelto. Estaba sentado inmóvil como un estatua, mientras los pájaros piaban; era como un dulce canto vespertino con el que arrullaban a sus pichones en el nido.

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