LaVyrle Spencer - Hacerse Querer

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En el siglo pasado, los hombres emprendedores se aventuraban solos en el lejano territorio de Minnesota, en el noroeste de los Estados Unidos. Así se hizo necesaria la costumbre de mandar a pedir esposas sin conocerlas previamente.
Ansiosa por escapar a la humillación de su sórdida existencia en Boston, Anna acepta convertirse en novia por correspondencia de Karl, un adinerado granjero. El esperaba una muchacha de veinticinco años, hábil cocinera, experta ama de casa, dispuesta al trabajo rural y… virgen. Generoso por naturaleza, Karl deberá perdonar a Anna todas sus mentiras. Pero hay un secreto que ella aún le oculta a fin de preservar el amor incipiente…

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Karl iba señalando y nombrando cada árbol (“un tipo de madera para cada uso que el hombre le quiera dar”) como si nunca pudiera agotar esa riqueza que poseía, no importaba cuántas veces la había calculado.

– Es curioso… -musitó Anna-. Siempre pensé que la madera era sólo madera.

– ¡Ah! Cuánto tienes que aprender. Cada madera tiene su personalidad. Cada árbol tiene un rasgo que lo hace… humano, individual. Aquí, en Minnesota, un hombre no debe preocuparse pensando que no tendrá el árbol adecuado a su necesidad.

Llegaron al lugar de los alerces, pinos altos y afinados con los troncos escamados y las copas escalonadas, que se balanceaban en las nubes de la mañana.

– Y éstos son mis alerces -dijo Karl con orgullo, levantando la mirada-. Más de cinco metros de tronco antes de comenzar a afinarse -comentó, orgulloso-. ¿Te das cuenta de lo que digo? Es el mejor. ¿Te parece bien una cabaña de más de cinco metros?

Miró a Anna de soslayo, preguntándose si creería que él pudiera construir una casa tan grande.

– ¿Eso es grande? -preguntó, mirando ella también hacia la cima de los alerces.

– La mayoría es de cuatro metros. Algunos son de cuatro y medio. Depende de los árboles. Aquí, donde un hombre tiene alerces… aquí… un hombre tiene mucho. -Karl hizo una pausa nuevamente-. Mucho más que suficiente.

Al bajar la mirada por el tronco de los alerces, Anna notó que Karl la estaba observando, y sintió como un estremecimiento.

– Mucho. Suficiente -dijo suavemente, coincidiendo con Karl-. Cinco metros es mucho.

Karl miró a James como si de pronto hubiera recordado que estaba allí.

– Y mucho trabajo. Ven, muchacho, te enseñaré a derribar un árbol.

Tomó su hacha y se acercó al alerce; caminó alrededor, midiéndolo, estimando el curso de su caída, mirando hacia arriba y hacia abajo, calculando el peso de las ramas. Después de meditar un momento, dijo:

– Sí, éste es bueno. Tiene treinta y cinco centímetros de diámetro. Recuerda ahora, muchacho: la tarea te será más fácil si los árboles tienen el mismo tamaño. Antes de empezar, debes tener en cuenta el viento.

James miró hacia el cielo y dijo:

– Pero no hay viento.

– ¡Bien! Ahora ya lo tuviste en cuenta. Si hay viento, hay que calcularlo desde el primer golpe de hacha.

Anna observaba y escuchaba sólo a medias en tanto Karl pacientemente describía los principios básicos de la tala. Estaba más bien absorbida por el efecto que producía Karl en su hermano.

James bebía cada una de sus palabras y hasta imitaba, inconscientemente, la forma en que Karl se paraba con las piernas separadas, mientras los dos observaban el imponente tronco y planeaban cómo derribarlo. Cuando James le hizo una pregunta, Karl barrió con su bota las agujas de pino que cubrían el suelo para despejar un pequeño espacio. Quebró entonces una rama resistente y se arrodilló para hacer con ella un simple dibujo en la tierra.

Anna sonrió otra vez cuando James imitó al hombrón, arrodillándose con una sola pierna y apoyando el codo en la otra, en un gesto varonil. Pero la espalda de James se veía mucho más delgada al lado de la de Karl mientras los dos se inclinaban para estudiar el dibujo. Karl le mostró dónde estaban las muescas, que llamó “cortes”; luego le explicó que la primera muesca que marcarían en el árbol estaría del lado opuesto a la dirección de su caída. Anna prestó aún menos atención a las explicaciones cuando Karl se estiró, haciendo que la espalda de su camisa quedara tan tirante que amenazaba partirse en dos. Los ojos de la muchacha bajaron hasta la cintura de Karl, hipnotizada al ver una pequeña franja de piel expuesta al subírsele la camisa. Las caderas de Karl eran estrechas pero los muslos sobresalían al estar arrodillado de esa manera.

Cuando Karl dio una media vuelta, Anna dirigió la mirada hacia los alerces. Justo en ese momento, James sorprendió a Karl al pronunciar la palabra “cortes” y preguntar dónde deberían ir y qué profundidad deberían tener. Karl le sonrió a James y levantó los ojos hacia Anna, mientras instruía al muchacho al mismo tiempo que le hacía bromas. Entonces dijo:

– Yo aprendí derribando árboles -muchos, muchos árboles- en Suecia, con mi padre y mis hermanos, y aquí, en este lugar, antes de que tú vinieras. Se requiere mucha práctica para hacer estas cosas.

“Qué paciencia tiene”, pensó Anna, con admiración. Hasta su voz y su actitud eran pacientes, tanto como la expresión en su rostro. “Aun si yo supiera leer y escribir, cualquier chico sería mucho más feliz en tener un maestro como Karl”. Anna no era muy tolerante. El semblante de James irradiaba puro placer mientras estudiaba el simple dibujo, tratando de memorizar las lecciones.

Karl se incorporó apoyándose en el hacha. Se movió con agilidad, el hacha siempre en la mano, formando parte integral de su postura. Anna comenzó a comprender el significado de las palabras: “adonde va el hombre, va el hacha”. Karl la usaba como una extensión de sí mismo.

A pesar de que la herramienta era pesada, Karl la sostenía por el extremo del mango, perpendicular a su cuerpo, midiendo la distancia entre él y el árbol. Las venas del brazo se destacaban como ríos azules que desaparecían en la manga arrollada de la camisa. Los poderosos músculos del antebrazo parecían tener bordes cuadrados. Karl explicó que el primer corte debía ser horizontal, a la altura de la cintura, y se balanceó levemente para demostrarlo. Al girar la cadera y el hombro, Anna pudo ver cómo cada músculo se tensaba, y percibió la fortaleza que encerraba ese cuerpo tan bien adiestrado.

Karl levantó la herramienta y deslizó el mango por la palma hasta que el cotillo del hacha descansó sobre el borde de su mano. Señaló, entonces, con el borde afilado:

– Lleva a tu hermana para allá. Cuando un árbol cae, puede convertirse en asesino, si lo subestimas. El tronco puede partirse y saltar muy lejos tan rápidamente, que un chico ágil como tú no alcanzaría a escapar.

Volvió los ojos azules hacia Anna, que bajó los suyos y siguió a James con presteza.

Una vez que estuvieron a una distancia segura, Karl empezó a pronunciar palabras que estaba acostumbrado a escuchar desde que era chico.

– Un hombre que vale lo que pesa, debe saber exactamente dónde va a caer el árbol. Algunos dicen que si colocas un clavo en el suelo, un buen sueco digno de serlo es capaz de enterrarlo con el tronco del árbol que cae.

Sonriendo burlonamente, encontró una raíz nudosa y la señaló otra vez con el hacha.

– ¿Ves esa raíz, allí, cerca del roble? Pues se partirá en dos.

Se volvió nuevamente hacia el alerce. Desde su primer movimiento, Anna se sintió como transportada. Karl levantó el hacha, la balanceó primero a la izquierda, después a la derecha, mientras ella seguía observando. Con un movimiento fluido, manipuló la herramienta con un ritmo perfecto, la mano derecha deslizándose para encontrar la izquierda en el momento justo del impacto. Con la soltura propia de la larga experiencia, iba y venía de derecha a izquierda, haciendo que las astillas volaran muy alto por el aire. El ritmo era implacable y los ojos de Karl jamás se apartaban del tronco del árbol. El hacha producía un silbido al rasgar el aire, y un golpe de percusión cada vez que el acero se encontraba con la madera.

Anna y James no pudieron menos que levantar la mirada cuando los cortes cada vez más profundos comenzaron a hacer temblar el árbol. Un gran temblor empezó, también, a sacudir el estómago de Anna. El hombre, el hacha, el movimiento, el árbol: todo contribuía a crear un espectáculo embriagante que aceleró el ritmo de su corazón y la obligó a sujetarse el estómago con ambas manos. Empezó, entonces, el angustiante crujido final y, lentamente, el rugoso tronco comenzó a inclinarse. Karl apoyó otra vez el cotillo del hacha contra el árbol, dio un empujón y retrocedió. Se dio vuelta para observar a sus dos aprendices, que tenían el mentón en el aire. Anna se agarró el estómago, en tanto el muchacho tenía las manos apretadas sobre la cabeza en una especie de éxtasis. La cabeza del hacha resbaló hasta descansar sobre la mano de Karl mientras el tronco se sacudió, tembloroso, y cedió finalmente con un estampido final de corteza y médula, hasta que llegó el bramido de las ramas y el follaje en el instante en que el árbol se derrumbó, con un estrépito infernal, sobre la tierra sembrada de agujas.

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