LaVyrle Spencer - Maravilla

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En vísperas de la Segunda Guerra Mundial, en un tranquilo pueblo de Georgia, Will Parker responde a un anuncio en el que se solicita un marido. Elly Dinsmore es una joven de veintiséis años, viuda y embarazada.
Cuando Will aparece, está encantada de tener a un hombre en casa, sin importarle las habladurías. Poco a poco, Will y Elly se van tendiendo mutuamente la mano y van descubriendo una pasión profunda, que ninguno de los dos había sentido jamás.

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Cuando tendió la mano hacia la anilla de la trampilla, Will ya estaba esperando para cerrársela. Su expresión de sorpresa indicó a Will que no estaba acostumbrada a que un hombre hiciera eso por ella. También hacía mucho tiempo que él no tenía atenciones con ninguna mujer, pero le resultaba intolerable ver a una embarazada subir con dificultades de un sótano y no ofrecerse a ayudarla.

Ambos estuvieron un instante sin saber qué decir.

– Gracias, señor Parker -soltó por fin Elly tras desviar la mirada. Y cuando él hubo cerrado la trampilla, añadió-. Ningún hombre me había abierto ni cerrado jamás una puerta. Glendon no lo hizo nunca. Me resulta un poco embarazoso. En cualquier caso, creo haberle dicho que no se moviera. Seguro que le duele la tripa después de haber devuelto las manzanas.

Así que se sentó, sonriendo por la forma campechana en que Eleanor había cambiado de tema, y se quedó mirando cómo añadía leña a la cocina y ponía la olla a calentar.

– Siento lo que ha pasado en el patio. Supongo que la he hecho sentir incómoda.

– Es una cosa natural, señor Parker -comentó Elly mientras removía el contenido del cacharro-. Además, no es tan fácil hacerme sentir incómoda. -Dejó la cuchara y le dirigió una sonrisa irónica-. Y, por lo menos, lo ha hecho antes de probar mi comida.

Esa engatusadora sonrisa le hizo esbozar otra, algo poco habitual en él. Mientras sonreía trató de recordar si había conocido nunca a una mujer con sentido del humor, pero no le vino ninguna a la cabeza. Contempló cómo se movía por la cocina, anadeando, desgarbada, poniéndose una mano sobre la barriga cada vez que se estiraba o se agachaba para buscar algo. Se preguntó si sería verdad que estaba chiflada, si él también lo estaba. Ya era bastante malo casarse con una desconocida. Pero todavía era peor hacerlo con una que estaba embarazada. ¿Qué diablos sabía él sobre embarazadas? Sólo que, en sus buenos tiempos, tal vez había dejado algunas tras de sí.

– Es probable que se sienta mejor si se lava un poco -sugirió Elly.

Como era su costumbre, Will ni se movió ni contestó.

– Ahí tiene la jofaina -le indicó a la vez que se la señalaba, y se volvió para seguir con lo que estaba haciendo.

Will dirigió una mirada anhelante a la palangana, al jabón y al paño para lavarse que colgaba de un clavo delante del fregadero.

– ¿Qué pasa? -preguntó Elly, pasado un minuto-. ¿Le duele demasiado la tripa para levantarse?

– No, señora.

Aún no se había acostumbrado a la libertad, no se la creía del todo. Tenía la impresión de que si tendía la mano hacia algo se la apartarían de un golpe. En la cárcel se aprendía pronto a no dar nada por sentado, ni siquiera las comodidades más básicas. La casa, el jabón y el agua eran de aquella mujer, y era imposible que ella comprendiera lo valiosas que esas cosas le parecían a un hombre recién salido de la cárcel.

– Bueno, ¿qué ocurre? -le preguntó Elly con impaciencia.

– Nada.

– Pues sírvase del agua y de la jofaina.

Se puso de pie, pero se movió con precaución. Pasó por detrás de ella y echó un vistazo a la palangana blanca limpia que había en el fregadero y al paño para lavarse que estaba colgado de un clavo. Era muy blanco. Lo más blanco que había visto nunca. En la cárcel, los paños para lavarse eran verdosos y olían a humedad mucho antes de que los cambiaran por otros limpios.

Eleanor volvió la cabeza cuando oyó que llenaba la palangana, y vio cómo sumergía las manos en el agua fría.

– ¿No quiere agua caliente?

Will se volvió a mirarla. Cuando no eran inexpresivos, sus ojos eran inquisitivos e inseguros.

– Sí, señora -contestó.

Pero después de secarse las manos no hizo nada para acercarse al caldero. Así que Elly lo levantó del fuego, vertió el agua caliente y se volvió fingiendo preparar algo. Pero lo miraba sin que él la viera, desconcertada por su extraña vacilación. Vio cómo apoyaba las dos palmas en el fondo de la palangana y se inclinaba hacia delante con la cabeza agachada. Y cómo se quedaba así, con los brazos rígidos, como transfigurado. ¿Qué diablos estaría haciendo? Se movió hacia un lado y se volvió un poco para mirarlo: tenía los ojos cerrados y la boca abierta. Al fin se echó agua en la cara y se estremeció. ¡Por Dios, así que era eso! Lo comprendió de golpe y sintió que una oleada de calor le recorría el cuerpo, conmovida.

– ¿Cuánto tiempo hace? -preguntó en voz baja.

Will levantó la cabeza pero no se dio la vuelta, ni tampoco habló. El agua le resbalaba por la cara y los brazos hacia la palangana.

– ¿Cuánto tiempo hace que no se lava con agua caliente? -insistió ella, en el tono más amable posible.

– Mucho.

– ¿Cuánto?

– Cinco años -contestó. No quería que le tuviera lástima.

– ¿Se ha pasado cinco años en la cárcel?

– Sí, señora. -Hundió la cara en el paño para lavarse; olía a jabón de sosa casero y a aire fresco, y se deleitó con su suavidad y su aroma.

– ¿Quiere decir que en la cárcel el agua es fría?

Colgó el paño sin contestarle. Para él, el agua había sido siempre fría en todas partes: en los arroyos, en los lagos y en los abrevaderos. Y, a menudo, se secaba con la camisa, o los días que tenía suerte, con el sol.

– ¿Cuánto tiempo lleva fuera?

– Un par de meses.

– ¿Cuánto hace que no ha tomado una comida decente?

Se abrochó en silencio dos botones de la camisa mientras miraba por la ventana que había encima del fregadero.

– Le he hecho una pregunta, señor Parker.

Un espejito redondo reflejaba la imagen de Eleanor desde un rudimentario estante que había a su izquierda. Vio su obstinación.

– Un poco -respondió sin ninguna inflexión mientras sus ojos se encontraban en el espejo.

Eleanor se percató de que era un hombre que hubiese aceptado un reto antes que una limosna, así que suprimió cuidadosamente toda compasión de su voz.

– Diría que a alguien que ha estado viviendo sin comodidades le iría bien un poco de jabón -lo reprendió, tras acercarse para situarse detrás de él sin dejar de mirarlo a los ojos por el espejo. Y lo rodeó para tomar una pastilla de jabón perfumado que le puso en la mano-. Ya no está en la cárcel, señor Parker -prosiguió, con una mano en la cadera-. Aquí puede usar el jabón cuando quiera, y siempre hay agua caliente. Lo único que le pido es que, cuando haya terminado, vacíe y enjuague la jofaina.

Al verla en el espejo, Will se sintió aliviado. Había adoptado una postura combativa, como si quisiera desafiarlo, pero notó que, bajo esa fachada severa, se ocultaba una gran generosidad.

– Sí, señora -dijo en voz baja. Y esa vez, antes de inclinarse sobre el agua caliente, se quitó la camisa.

¡Por favor, qué delgado estaba! Situada aún detrás de él, pudo verle las costillas. Le sobresalían como el armazón de una cometa cuando sopla un fuerte viento. Empezó a enjabonarse con las manos el pecho, los brazos, el cuello y el tórax hasta donde podía llegar. Cuando se inclinó hacia delante, observó el contraste entre la espalda morena y la franja blanca de piel que asomaba por debajo de la pretina oscurecida de los calzoncillos.

No había visto lavarse a ningún hombre aparte de Glendon. Su abuelo era el único otro varón con el que había convivido, y no se desnudaba nunca si había una mujer delante. Al ver cómo Will Parker realizaba sus abluciones, Eleanor se percató de repente de que estaba contemplando algo muy personal, y se volvió, sintiéndose culpable.

– El paño es para usted; úselo. -Salió de la habitación para que tuviera intimidad.

Regresó unos minutos después y se lo encontró abrochándose la camisa con el rostro resplandeciente.

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