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LaVyrle Spencer: Maravilla

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LaVyrle Spencer Maravilla

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En vísperas de la Segunda Guerra Mundial, en un tranquilo pueblo de Georgia, Will Parker responde a un anuncio en el que se solicita un marido. Elly Dinsmore es una joven de veintiséis años, viuda y embarazada. Cuando Will aparece, está encantada de tener a un hombre en casa, sin importarle las habladurías. Poco a poco, Will y Elly se van tendiendo mutuamente la mano y van descubriendo una pasión profunda, que ninguno de los dos había sentido jamás.

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Volvió a llenar las dos tazas y volvió a sentarse a la mesa con él. Will rodeó la taza caliente con ambas manos y contempló cómo la luz de la linterna jugaba en la superficie del líquido negro.

– ¿Por qué no me tiene miedo?

– Puede que se lo tenga.

– Pues no lo parece -comentó Will mirándola a los ojos.

– A veces la gente lo oculta.

– ¿Lo está usted ocultando? -Tenía que saberlo.

Volvieron a observarse a la luz de la linterna. Lo único que se oía era el ruido que hacía Donald Wade al golpear con los dedos de los pies descalzos el travesaño de la silla y el que hacía el pequeño al chuparse los dedos pringosos.

– ¿Qué pasaría si le dijera que sí?

– Que me iría por donde he venido.

– ¿Quiere hacerlo?

No estaba acostumbrado a que le permitieran opinar. En la cárcel había aprendido que lo mejor para evitarse problemas era tener la boca cerrada. Le resultaba extraño que le dieran libertad para decir lo que quisiera.

– No, supongo que no.

– ¿Quiere quedarse aquí a pesar de que todos los del pueblo creen que estoy como una cabra?

– ¿Lo está? -No había querido decir eso, pero había algo en Eleanor Dinsmore que inducía a un hombre a hablar.

– Puede que un poco. Lo que estoy haciendo ahora es una locura. ¿No le parece?

– Bueno…

Notó que era demasiado amable para decir que sí.

En ese momento, Will sintió una punzada en el vientre debido a las manzanas verdes, pero no quería admitirlo, así que se convenció de que sólo eran nervios. Solicitar un empleo como marido no es algo que uno haga todos los días.

– Puede pasar aquí la noche -ofreció Elly-. Así podrá verlo todo por la mañana, cuando haya luz. Y acabar de decidirse entonces. -Se detuvo un instante y añadió-: En el establo.

– Sí, señora. -Sintió otra punzada, esta vez más arriba, e hizo una mueca.

Eleanor creyó que era por lo que le había dicho, pero iba a llevarle cierto tiempo confiar en él para dejarle dormir dentro de la casa. Y, además, podía estar chiflada, pero no era ninguna fresca.

– Las noches son muy cálidas. Le prepararé un camastro.

Will asintió en silencio mientras toqueteaba el ala del sombrero como si estuviera impaciente por volver a ponérselo.

– Ve a buscar la almohada de papá, Donald Wade -pidió Elly a su hijo mayor. El pequeño la abrazó avergonzado, con los ojos fijos en Will. Elly le dio la mano-. Ven, te acompaño a buscarla.

Will observó cómo se iban, de la mano, y sintió una punzada que no tenía nada que ver con las manzanas verdes.

Cuando Eleanor regresó a la cocina, Will Parker no estaba. Thomas seguía en la trona, descontento porque ya se había terminado la galleta. Se sintió decepcionada al ver que se había marchado.

«Bueno, ¿y qué te esperabas?», pensó.

Entonces oyó unas arcadas procedentes del exterior de la casa. El sol se había ocultado tras los pinos y se había llevado su luz con él. Eleanor salió por la puerta trasera y lo oyó vomitar.

– Quédate dentro, Donald Wade -pidió a su hijo al que empujó suavemente hacia atrás antes de cerrar la puerta mosquitera. Aunque el pequeño rompió a llorar, no le hizo caso y se acercó a los peldaños medio podridos-. ¿Está enfermo, señor Parker? -No quería a ningún hombre que no estuviera sano.

– No, señora -respondió Will. Se irguió con dificultad, de espaldas a ella.

– Pero está devolviendo.

– Ya estoy bien -aseguró, después de inspirar aire fresco y secarse la frente con una manga tras echar la cabeza atrás-. Han sido las manzanas verdes.

– ¿Qué manzanas verdes?

– Las que he almorzado.

– ¡Un hombre hecho y derecho como usted debería tener más sentido común! -replicó Elly.

– El sentido común no ha tenido nada que ver, señora. Tenía hambre.

Eleanor estaba en la penumbra, con la almohada de Glendon Dinsmore contra la inmensa tripa, observando y escuchando cómo a Will Parker le daba otra arcada y se inclinaba hacia delante. Pero ya no le quedaba dentro nada que devolver. Dejó la almohada en la barandilla del porche y fue a situarse junto a él, que estaba agachado con las manos en las rodillas, intentando recuperar el aliento. Vio que las vértebras le sobresalían como piedras dispuestas para cruzar un río. Acercó la mano para ponérsela en la espalda, pero se lo pensó mejor y cruzó los brazos con firmeza.

Will se enderezó tembloroso, músculo a músculo, y soltó el aire.

– ¿Por qué no ha dicho nada? -quiso saber Elly.

– Creía que se me pasaría.

– ¿Y no ha almorzado nada más?

No respondió.

– ¿Tampoco cenó ayer?

Siguió callado.

– ¿De dónde ha sacado las manzanas?

– Las he robado de un árbol. De una casa muy bonita, con flores rosas en un tocón, que está en la carretera principal que va desde aquí hasta el aserradero.

– La casa de Tom Marsh. Son buena gente. Bueno, espero que aprenda la lección. -Se volvió hacia los peldaños-. Entre en la casa y le prepararé algo.

– No es necesario, señora. No estoy…

– Entre en la casa antes de que ese absurdo orgullo suyo haga que las costillas le atraviesen la piel, Will Parker -dijo Elly, en un tono más áspero.

Will se frotó el vientre dolorido y observó cómo Eleanor subía los peldaños pisándolos cerca de los extremos, donde todavía estaban en buen estado. La puerta mosquitera se cerró de golpe tras ella. Dentro, Donald Wade dejó de llorar. Fuera, los grillos empezaron a cantar. Volvió la cabeza y miró hacia atrás. Las sombras conferían un aspecto aterciopelado al claro en penumbra, lo que disimulaba los trastos viejos oxidados, los excrementos y los hierbajos. Pero recordaba el mal aspecto que tenía a la luz del día. Y lo destartalada que estaba la casa. Y lo agotada y apagada que parecía Eleanor Dinsmore. Y cómo le había dejado claro que no quería a ningún presidiario durmiendo en su casa. Mientras entraba, se preguntó qué rayos estaba haciendo.

Capítulo 2

Se quedó sentado en la cocina mientras ella iba a acostar a los niños, y echó un vistazo a la habitación. Los armarios, sin puertas, eran estantes llenos de cacharros y platos con un tablero encima, rudimentariamente forrado con un linóleo agrietado y con agujeros entre los clavos que lo sujetaban. El fregadero era viejo, estaba resquebrajado y manchado, y disponía de una única cañería de desagüe que desembocaba en una cubeta para agua sucia situada debajo. No había bomba de agua. En su lugar, el asa de un cazo sobresalía de un cubo de esmalte blanco que descansaba en un punto del linóleo desde donde irradiaban numerosas grietas en todas direcciones. El suelo también era de linóleo, de otro tipo, más negro que verde. El techo estaba sucio, tiznado por el hollín de la cocina económica a leña. Al parecer, alguien había querido forrar las paredes, pero sólo había llegado a rascar el yeso de una pared y media, con lo que las tablas de madera habían quedado al descubierto como los huesos de un esqueleto. A Will le sorprendió que una habitación tan destartalada pudiera oler tan bien.

Miró el pan e hizo un esfuerzo por quedarse sentado y esperar.

Cuando Eleanor Dinsmore regresó a la cocina, se aseguró de haber dejado el sombrero sobre la mesa en lugar de llevarlo puesto. Se levantó con dificultad de la silla Windsor sujetándose el vientre con un brazo.

– No hace falta que se levante. Descanse mientras le preparo algo.

Se dejó caer de nuevo en la silla mientras ella abría una trampilla de madera en el suelo y desaparecía por una escalera tosca y escarpada. Luego, vio que su mano reaparecía para dejar una olla tapada en el suelo y, acto seguido, que ella subía con torpeza.

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