Danielle Steel
Vacaciones en Saint-Tropez
© 2002, Danielle Steel
Título original: Sunset in St. Tropez
© 2003, Isabel Merino Sánchez, por la traducción
Para los seis grandes:
Jerry y David,
Knud y Kirsten
Beverly y John,
por estar siempre disponibles para mí
en los buenos y en los malos momentos
y en los momentos importantes;
mis muy queridos amigos
con todo mi cariño,
D.S.
Diana Morrison encendió las velas que adornaban la mesa del comedor, puesta para seis personas. El piso era grande y elegante, con vistas a Central Park. Diana y Eric habían vivido allí diecinueve de los treinta y dos años que llevaban casados y, durante la mayor parte de ese tiempo, sus dos hijas habían vivido también allí, con ellos. Las dos se habían marchado en los últimos años, Samantha a un apartamento para ella sola, después de licenciarse en Brown, y Katherine al casarse, cinco años atrás. Eran buenas, inteligentes, cariñosas y divertidas y, pese a las previsibles discusiones que habían tenido durante la adolescencia se llevaba muy bien con ellas y las echaba de menos, ahora que eran mayores.
Pero ella y Eric disfrutaban de su tiempo solos. A los cincuenta y cinco años, seguía siendo bella y Eric siempre se había esforzado por mantener vivo el idilio entre los dos. Oía suficientes historias en su trabajo para comprender lo que las mujeres necesitaban de sus hombres. A los sesenta, era un hombre apuesto, de aspecto joven. Un año antes había convencido a Diana para que se arreglara los ojos. Sabía que ella se sentiría mejor si lo hacía, y estaba en lo cierto. Tenía un aspecto maravilloso a la luz de las velas, mientras comprobaba, una vez más, que no faltara nada en la mesa puesta para la cena de Nochevieja. Con la pequeña operación de cirugía estética se había quitado diez años de encima.
Hacía años que dejaba que el pelo mostrara su color natural, un blanco que en esos momentos refulgía como nieve recién caída. Lo llevaba en melena, con un corte inclinado perfecto que destacaba sus delicados rasgos y sus enormes ojos azules. Eric siempre le decía que estaba tan bonita ahora como cuando se conocieron. Ella era enfermera en el Columbia-Presbyterian, él, médico interno de obstetricia; se casaron seis meses más tarde y no se habían separado desde entonces. Ella dejó de trabajar al quedar embarazada de Katherine y después permaneció en casa, ocupándose de las niñas y mostrándose comprensiva con su marido cuando él se levantaba una noche tras otra para ayudar a traer niños al mundo. A Eric le encantaba su trabajo y ella estaba orgullosa de él.
Tenía una de las consultas de obstetricia y ginecología más prósperas de Nueva York y decía que todavía no estaba cansado, aunque dos de sus socios se habían retirado el año anterior. Pero a Eric no le importaban las horas extra y Diana ya estaba acostumbrada. No le molestaba que se marchara en mitad de la noche o que tuviera que cancelar una cena en el último minuto. Llevaban más de treinta años viviendo de esa manera. Él trabajaba en vacaciones y los fines de semana y adoraba lo que hacía. Fue él quien atendió a su hija Katherine cuando dio a luz a sus dos hijos.
Eran una familia perfecta en muchos sentidos y la vida se había portado bien con ellos. Tenían una vida fácil y gratificadora y un matrimonio sólido. Ahora que sus hijas eran mayores, Diana estaba muy ocupada trabajando como voluntaria en Sloan-Kettering y organizando actividades para recaudar fondos para investigación. No sintió ningún deseo de volver a su trabajo de enfermera cuando sus hijas se hicieron mayores; además, sabía que lo había dejado durante demasiado tiempo. Por otro lado, ahora tenía otros intereses; su vida había crecido a pasos agigantados en torno a ella. Su trabajo benéfico, el tiempo que pasaba con Eric, los muchos intereses compartidos, los viajes y sus dos nietos llenaban sus días.
De pie en el comedor, se volvió al oír que Eric entraba en la sala y, por un instante, él permaneció en el umbral del comedor, sonriéndole cuando sus miradas se encontraron. El lazo que los unía era evidente, la solidez de su matrimonio, rara.
– Buenas noches, señora Morrison… tienes un aspecto increíble.
Sus ojos, lo dijeron antes de que lo hicieran sus palabras. Siempre era fácil ver y saber lo mucho que la amaba. Su cara era atractiva, juvenil, de rasgos pronunciados, con un hoyuelo en la barbilla y los ojos del mismo azul brillante que ella, y su pelo había pasado sin esfuerzo de rubio rojizo a gris. Tenía un aspecto particularmente atractivo vestido de esmoquin; su estado físico era bueno y se mantenía en forma, con el mismo talle esbelto y los mismos hombros anchos que cuando se casaron. Montaba en bicicleta por el parque los domingos por la tarde y jugaba al tenis siempre que no estaba de guardia el fin de semana. Por muy cansado que estuviera, jugaba a squash o nadaba todas las noches después de acabar el trabajo en la consulta. Los dos parecían salir de un anuncio de personas sanas y atractivas de mediana edad.
– Feliz Año Nuevo, cariño -añadió él, mientras se acercaba, la rodeaba con el brazo y la besaba-. ¿A qué hora vienen?
Se refería a las dos parejas que eran sus compañeros favoritos y sus mejores amigos.
– A las ocho -dijo ella, mientras comprobaba el champán que se estaba enfriando en una cubitera de plata y él se servía un martini-. Al menos, Robert y Anne llegarán a esa hora. Pascale y John lo harán en algún momento antes de medianoche.
Eric se echó a reír al tiempo que se ponía una aceituna extra en el vaso y miraba a Diana.
Él y John Donnally habían ido juntos a Harvard y eran amigos desde entonces. Eran tan diferentes como la noche y el día. Eric era alto y enjuto, fácil de trato y de espíritu generoso. Amaba a las mujeres y, como hacía cada día en su consulta, podía pasar horas hablando con ellas. John era fornido, fuerte, irascible, tenía mal genio, discutía constantemente con su esposa y pretendía ser muy mujeriego, aunque nadie lo había visto nunca hacer nada en ese sentido. La verdad es que John amaba a su esposa, aunque habría preferido morirse antes que reconocerlo públicamente, incluso ante sus mejores amigos. Oírles hablar, a él y a Pascale, era como oír una serie de ráfagas de fuego graneado. Ella tenía un genio tan vivo como él y ocho años menos que Diana. Pascale era francesa y, cuando conoció a su marido, bailaba con el New York City Ballet. En aquel momento, tenía veintidós años y, veinticinco años después, seguía tan diminuta y graciosa como entonces, con unos grandes ojos verdes, pelo castaño oscuro y una figura increíble. Enseñaba ballet desde hacía diez años, en su tiempo libre. Solo había dos cosas evidentes que eran similares en Pascale y en John; ninguno de los dos era puntual y ambos tenían un carácter difícil y les encantaba discutir horas y horas. Habían convertido el arte de discutir por insignificancias en un deporte olímpico.
Los últimos invitados de Diana para Nochevieja eran Robert y Anne Smith. Se habían conocido treinta años atrás, cuando Eric atendió a Anne en su primer parto, y su amistad con ellos nació en ese mismo momento. Tanto Anne como Robert eran abogados. Con sesenta y un años, ella seguía ejerciendo y Robert era juez de un tribunal superior. A los sesenta y tres años, tenía el aspecto adecuadamente solemne que correspondía a su cargo. Pero su porte, a veces adusto, era una máscara que ocultaba un corazón bondadoso y tierno. Amaba a su esposa, a sus tres hijos y a sus amigos. Eric había ayudado a traer al mundo a los tres niños y se había convertido en uno de los mejores amigos de Anne.
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