Danielle Steel - Vacaciones en Saint-Tropez

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Pasar el Año Nuevo juntos era una tradición sagrada para las tres parejas de amigos compuestas por Diana y Eric, Pascale y John, y Anne y Robert. Durante la fiesta los seis amigos tuvieron la idea de alquilar todos juntos una mansión en el sur de Francia el verano siguiente. Pero la vida tenía otros planes: apenas dos semanas después de año nuevo, Robert se queda inesperdamente viudo; sus amigos no dudan un instante apoyarle en ese duro trance, al tiempo que lo alietan a ir con ellos a Saint-Tropez en verano.
Pero, al llegar finalmente el mes de agosto, descubre que la mansión de ensueño en los folletos turísticos no es más que una vieja casona destruida, a cargo de una extravagante mujer que se pasea por todos lados con un bikini de leopardo, acompañada de un trío de horrendos perritos.

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– Por lo menos, nunca quedaré traumatizada por que alguien me llame abuela -dijo Pascale, con un tono ligero, pero todos sabían que le dolía más de lo que su comentario dejaba suponer.

Todos recordaban la media docena de años durante los cuales había ido informándoles regularmente sobre los tratamientos intensivos, los medicamentos que tomaba, las inyecciones que John tenía que ponerle varias veces al día y sobre su fracaso en quedarse embarazada. El grupo les había prestado un apoyo inquebrantable, pero todo había sido en vano. Fue una época horrible para John y Pascale y todos temieron que acabara costándoles su matrimonio, pero por fortuna, no fue así.

Para Pascale la auténtica tragedia llegó cuando John se negó de forma tajante a adoptar un niño. Para ella, fue la sentencia definitiva a que la condenaban; nunca tendría un hijo. Y, por lo menos en aquella época, eso era lo único que quería. En los últimos años afirmaba que ya no pensaba en ello, pero todavía parecía nostálgica, a veces, cuando los demás hablaban de sus hijos. Eric incluso había tratado de hablar con John, de convencerlo para que adoptaran a un niño, pero él se había mostrado intransigente al respecto. Su obstinación era absoluta y por mucho que significara para Pascale, se negaba a considerar siquiera la posibilidad de la adopción. No quería criar, mantener o tratar de querer al hijo de otros. Había dejado muy claro que no podía hacerlo, ni siquiera por ella. Los demás lo habían lamentado mucho por ellos.

Pero no hablaron de eso entonces mientras se dirigían hacia la mesa elegantemente dispuesta. Diana preparaba las mesas más bonitas del grupo y hacía los arreglos florales más estéticos. Esa noche había combinado aves del paraíso con orquídeas y había distribuido por toda la mesa campanillas de plata y bellos candelabros, también de plata, con altas velas blancas. El mantel bordado que cubría la mesa había pertenecido a su madre y era espectacular. El conjunto tenía un aspecto soberbio.

– No sé cómo lo haces -dijo Anne con admiración, captando la magia que Diana había creado.

Mientras, la propia Diana permanecía de pie con un porte tan elegante como su mesa, vestida con un traje de satén blanco que tenía el mismo color que su pelo y realzaba su juvenil figura. Se conservaba casi en tan buena forma como Pascale, aunque no del todo, porque esta pasaba seis horas al día bailando con sus alumnos. Anne no había recibido tantos dones como las otras dos mujeres; era atractiva, pero también alta y con huesos más grandes que ellas y, de vez en cuando, se quejaba de que la hacían sentir como una amazona cuando estaban a su lado. Pero en realidad, no le preocupaba; era brillante, divertida, segura de sí misma y era evidente, incluso para ella, lo mucho que Robert la amaba. Le había dicho con frecuencia, a lo largo de los años, que era la mujer más hermosa que había visto nunca y lo decía en serio.

Eric rodeó con el brazo a Diana y la besó antes de sentarse a la mesa, agradeciéndole el bello trabajo que había hecho, mientras Pascale dirigía una mirada fulminante a John desde el otro lado de la mesa.

– Si tú me hicieras eso, la conmoción me provocaría un ataque cardíaco -dijo riñéndolo-. Tú nunca me besas y nunca me das las gracias. ¡Por nada!

Pero pese a sus frecuentes quejas, no había rencor en su voz.

– Gracias, cariño -le respondió John sonriéndole con benevolencia desde su asiento-, por todas esas maravillosas cenas que me dejas congeladas.

Al decirlo, se echó a reír con buen humor. Con frecuencia, ella asistía a clase de danza por la noche, después de las clases que ella misma daba durante todo el día, y no tenía tiempo de prepararle la cena.

– ¿Cómo puedes decir eso? La semana pasada te dejé un cassoulet y hace dos días un coq au vin… ¡No te los mereces!

– No, tienes razón. Además, cocino mejor que tú -dijo riéndose de ella.

– ¡Eres un monstruo! -exclamó ella, con los verdes ojos relampagueando-. Y no pienso coger el autobús para volver a casa. Voy a coger un taxi sola, John Donnally, y no te permitiré que vengas conmigo.

Tenía un aspecto absoluta e increíblemente francés. La relación entre los dos siempre había estado hecha de fuego y pasión.

– Tenía esperanzas de que dijeras eso -replicó él, sonriendo a Diana, que servía su primer plato de ostras de Long Island.

Los seis compartían una afición particular por el marisco. Iban a tomar langosta como plato principal, seguida de ensalada y queso, como deferencia hacia Pascale, que no soportaba tomar la ensalada primero y siempre se sentía estafada si no había queso después del plato principal. Como postre, había Alaska flambeado, que era el favorito de Eric y que a los demás también les gustaba mucho. Era una comida de fiesta y una noche perfecta para los seis.

– ¡Dios mío, ¡qué bien se come en tu casa! -dijo John con admiración cuando Diana salió de la cocina con el postre llameante y todos los asistentes aplaudieron-. Pascale, ¿por qué no le pides a Diana algunas de sus recetas en lugar de todas esas tripas, vísceras, sesos, riñones y morcillas con que me alimentas?

– Aunque lo hiciera, no me dejarías gastar el dinero -dijo Pascale con franqueza-. Además, te encantan los sesos y los riñones -añadió con naturalidad.

– He mentido. Prefiero comer langosta -replicó él sonriendo ampliamente a su anfitriona, mientras Robert se reía entre dientes.

Las constantes peleas y pullas de los Donnally le divertían, aun después de veinticinco años oyéndolas. A todos ellos les parecían inofensivas. Sus matrimonios eran sólidos, sus parejas fiables y estables y sus relaciones sorprendentemente armoniosas en un mundo que, a la mayoría de personas, les ofrecía una escasa armonía. Todos eran conscientes de que habían sido bendecidos no solo en sus parejas, sino también en su vínculo de amistad mutua. Robert decía que eran los seis mosqueteros y, aunque sus intereses eran diversos y, a veces, diferentes, sin embargo siempre disfrutaban del tiempo que pasaban juntos.

Eran más de las once cuando Anne comentó que tanto John como Eric habían cumplido los sesenta aquel año y que, ahora, ya no se sentía tan anciana. Era un año mayor y, el año anterior, odió llegar a los sesenta la primera.

– Tendríamos que hacer algo para celebrarlo -dijo Diana mientras tomaban el café y John encendía un puro, ya que a los demás no les importaba.

Era un gusto que Pascale compartía con él y, de vez en cuando, fumaba con él. En los últimos años, fumar puros se había puesto de moda entre las mujeres, pero Pascale lo había hecho siempre, desde que se casaron. Parecía incongruente, a la luz de su delicado aspecto.

– ¿Qué propones para celebrar que ya tenemos sesenta años? -le preguntó Eric a su esposa, con una sonrisa-. ¿Un estiramiento facial para todos? Por lo menos para los hombres; ninguna de vosotras lo necesita -dijo, mirando con admiración a su esposa. Era el único secreto que no habían compartido con sus amigos, el hecho de que, siguiendo su consejo, ella se había retocado los ojos. Incluso había sido él quien le buscó el cirujano-. Creo que John tendría un aire estupendo con algunos retoques.

La verdad es que él tenía unas cuantas arrugas, pero le sentaban bien. Tenía un aire muy masculino, que encajaba perfectamente con su personalidad.

– Mejor una liposucción -dijo Pascale, mirando a su marido a través del humo.

Él encajó el comentario, impertérrito.

– Son esas malditas morcillas que me haces comer -dijo, acusador.

– ¿Y si dejara de hacértelas? -lo desafió ella.

– Te mataría -respondió él sonriendo y pasándole el puro para que diera una calada, lo cual ella hizo con aire de placer.

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