Danielle Steel - Vacaciones en Saint-Tropez

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Vacaciones en Saint-Tropez: краткое содержание, описание и аннотация

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Pasar el Año Nuevo juntos era una tradición sagrada para las tres parejas de amigos compuestas por Diana y Eric, Pascale y John, y Anne y Robert. Durante la fiesta los seis amigos tuvieron la idea de alquilar todos juntos una mansión en el sur de Francia el verano siguiente. Pero la vida tenía otros planes: apenas dos semanas después de año nuevo, Robert se queda inesperdamente viudo; sus amigos no dudan un instante apoyarle en ese duro trance, al tiempo que lo alietan a ir con ellos a Saint-Tropez en verano.
Pero, al llegar finalmente el mes de agosto, descubre que la mansión de ensueño en los folletos turísticos no es más que una vieja casona destruida, a cargo de una extravagante mujer que se pasea por todos lados con un bikini de leopardo, acompañada de un trío de horrendos perritos.

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– ¿Cuándo empezó? -le preguntó Eric a Robert.

Diana apretaba la mano de su amigo entre las suyas y Eric le rodeaba los hombros con el brazo, mientras Robert lloraba lastimeramente al contarles lo que había pasado.

– No lo sé. Me desperté a las cuatro. Ella estaba tosiendo y pensé que estaba vomitando por el ruido que hacía. Esperé unos minutos y luego, ya no se oía nada; y cuando entré estaba en el suelo, inconsciente.

– ¿Tenía dolores en el pecho cuando llegasteis a casa anoche? -Eric frunció el ceño al preguntarlo.

No es que en esos momentos importara. Empezara cuando empezara, había sido un ataque muy fuerte y el cardiólogo tenía muchas dudas sobre sus posibilidades de sobrevivir. No presentaba buen aspecto.

– Solo estaba muy cansada, pero por lo demás, parecía estar bien. Habló de la casa en el sur de Francia y de ir al cine mañana. -La cabeza le daba vueltas y miró a Diana desde su considerable estatura, pero casi parecía no verla. Estaba en estado de choque por todo lo que acababa de pasar-. Tendría que llamar a los chicos, ¿no? Pero no quiero asustarlos.

– Ya los llamo yo -dijo Diana en voz baja-. ¿Te acuerdas de sus números?

Robert recitó una serie de números. Diana los fue anotando y luego dejó a Robert con Eric y fue a llamar a los hijos de Anne y Robert. Los conocía lo bastante como para asumir la responsabilidad de darles malas noticias.

– Oh, Dios mío -balbuceó Robert cuando Eric lo obligó a sentarse-, ¿y si…?

– No te precipites, la gente sobrevive a cosas así. Procura mantener la calma. No la vas a ayudar si te desmoronas o te pones enfermo. Va a necesitar que seas fuerte, Robert.

– La necesito -dijo este con voz estrangulada-, no podría vivir sin ella.

Eric rogaba en silencio por que no tuviera que hacerlo, pero no parecía, en absoluto, nada seguro. Solo podía imaginar lo duro que debía de resultarle. Sabía lo unidos que estaban y lo felices que habían sido durante casi cuarenta años. A veces, como todos los que han vivido venturosamente tanto tiempo juntos, parecían dos mitades de una misma persona.

– Ahora tienes que aguantar -decía Eric, de pie a su lado, palmeándole la espalda cuando Diana volvió.

Había hablado con los tres hijos de Robert y Anne y le habían dicho que irían al hospital inmediatamente. Los dos chicos vivían en el Upper East Side y su hija Amanda vivía en SoHo, pero a esa hora -ya eran las cinco de la mañana- sería fácil encontrar taxis. Hacía casi una hora que Robert había encontrado a Anne y que la pesadilla había empezado.

– ¿Me dejarán verla? -dijo Robert con una voz llena de pánico.

Nunca se había sentido tan débil, tan incapaz de hacer frente a una situación. A todos los efectos prácticos, siempre se había considerado un hombre fuerte, y lo mismo había hecho Anne, pero sin ella, de repente sentía que todo su mundo, toda su vida se desmoronaba a su alrededor y lo único que podía pensar era en el aspecto que ella tenía, caída allí en el cuarto de baño, con el rostro grisáceo e inconsciente.

– Te dejarán verla en cuanto sea posible -dijo Eric tranquilizándolo-. Ahora están trabajando muy duro, haciendo muchas cosas. Que tú estuvieras allí, solo aumentaría la confusión.

Robert asintió y cerró los ojos. Diana, sentada a su lado, le sostenía la mano, apretándosela con fuerza. Rezaba por Anne, pero no quería decírselo a Robert. Ni siquiera se había entretenido en peinarse antes de salir corriendo con Eric.

– Quiero verla -dijo Robert finalmente, con aire de desesperación.

Eric se ofreció para entrar en las profundidades de la UCI para ver qué tal estaba Anne. Pero cuando llegó allí, lo que vio no fue un panorama tranquilizador. La habían intubado, estaba conectada a un respirador artificial y había media docena de monitores a su alrededor, pitando frenéticamente. Le habían puesto una vía intravenosa y todo el equipo estaba ocupándose de ella, con el jefe gritando órdenes a todos los demás. Eric supo con una sola mirada que no había modo alguno de que dejaran entrar a Robert para verla y pensó que, por el momento, era mejor así. Robert se hubiera sentido aterrorizado.

Cuando Eric volvió afuera, a la sala de espera, ya habían llegado los dos hijos de Robert, con caras preocupadas, y Amanda llegó solo unos minutos más tarde. Al parecer, todos habían hablado con ella en los últimos días y todos ellos se sentían anonadados. Les había parecido que estaba bien, sana, activa como de costumbre y dominando la situación y ahora, en un instante, estaba luchando por su vida y todos eran impotentes para salvarla. Mandy se abrazó a su hermano menor, llorando, de pie en el vestíbulo. El mayor estaba sentado al lado de su padre, con Diana al otro lado, todavía cogiéndole la mano. Pero no había nada que ninguno de ellos pudiera hacer, solo esperar.

Acababan de dar las siete cuando el cardiólogo jefe salió para decirles que Anne había tenido otro ataque cardíaco masivo, sin recuperar el conocimiento, y que no hacía falta que les dijera lo grave que era la situación; todos lo sabían. Robert se cubrió la cara con las manos y rompió a llorar. Estaba totalmente deshecho por lo que había pasado y no le avergonzaba mostrarlo. Si el amor hubiera podido traerla de vuelta, lo que él sentía por ella lo habría logrado.

Fue una noche larga y triste y justo a las ocho de la mañana, cuando Diana volvía de la cafetería con cafés para todos, regresó el cardiólogo con una expresión solemne. Eric lo vio primero y supo sin necesidad de palabras lo que había sucedido.

Robert también lo comprendió; se puso en pie y lo miró, como queriendo conjurar las palabras, antes de que las dijera.

– No -dijo, negándose a creer lo que todavía no se había dicho-, no. No quiero oírlo.

Parecía aterrado, pero súbitamente fuerte y casi furioso. Tenía una mirada enloquecida, extraña para todos los que le conocían. Rompía el corazón verlo de aquella manera.

– Lo siento, señor Smith. Su esposa no ha sobrevivido al segundo ataque. Hemos hecho todo lo que hemos podido. Intentamos reanimarla… pero se nos quedó entre las manos. Lo siento muchísimo.

Robert permaneció de pie, con la mirada fija en el médico, como si estuviera a punto de desplomarse. En un instante, Amanda se lanzó entre sus brazos, sollozando sin control por la pérdida de su madre. Ninguno de ellos podía creer lo que acababa de suceder. Parecía imposible, solo unas horas antes habían estado cenando juntos todos los amigos y, ahora, ella estaba muerta. Robert ni siquiera podía empezar a asimilarlo; mientras abrazaba a su hija, se sentía como si fuera de madera y, al mirar por encima del hombro de Amanda, lo único que veía era a Eric y a Diana, llorando, y a sus dos hijos abrazados y sollozando.

El doctor le dijo con el máximo tacto posible que tendría que hablar con alguien para hacer los arreglos necesarios y que, mientras tanto, tendrían a Anne allí. Mientras lo escuchaba, Robert empezó a sollozar.

– ¿Qué arreglos? -preguntó con voz ronca.

– Tendrá que llamar a una funeraria, señor Smith, y hablar con ellos. Lo siento mucho -repitió y luego se dirigió al mostrador de la UCI para hablar con las enfermeras. Había formularios que tenía que rellenar antes de acabar su guardia.

Robert y los demás permanecieron sin objeto en la sala de espera, mientras empezaban a llegar otras visitas. Eran casi las nueve de un sábado por la mañana y venían a ver a otros pacientes.

– ¿Por qué no vamos a nuestra casa un rato? -propuso Eric con voz queda, secándose los ojos y rodeando a Robert con un brazo firme-. Podemos tomar un café y hablar -dijo, mirando a Diana, quien asintió, tomando a Amanda bajo su protección.

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