Danielle Steel - La casa

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Sarah es una exitosa abogada y socia del bufete en el que trabaja en San Francisco. Sin embargo, su vida personal es bastante desastrosa, pues vive desde hace cuatro años una relación que no le satisface en absoluto a Phil, un colega abogado. Todo cambia el día en que su cliente favorito, un anciano millonario, le lega una cuantiosa suma de dinero en su testamento y la posibilidad de adquirir la inmensa mansión en la que él residía. En esta casa solariega a Sarah le esperan muchas sorpresas: una emotiva historia familiar, la felicidad de ver sus sueños cumplidos… y un hombre completamente diferente a Phil.

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En cuanto llegó al despacho llamó a una agente inmobiliaria. Quedaron en ir a ver la casa la semana siguiente. Iba a ser la primera vez que Sarah la recorrería entera. Tenía las llaves pero no quería ir sola. Sabía que se pondría muy triste. Recorrer la casa le parecía, en cierto modo, una intrusión, así que sería más fácil en compañía de la agente inmobiliaria y, como había dicho Phil, más profesional. Estaba trabajando para un cliente además de un amigo. A su sepelio Sarah había asistido exclusivamente como amiga.

Después de hablar con la agente inmobiliaria su secretaria le comunicó por el interfono que tenía a su madre al teléfono. Sarah vaciló unos instantes, respiró hondo y atendió la llamada. Adoraba a su madre, pero le desagradaba la forma en que conseguía invadir su espacio.

– Hola, mamá -dijo en un tono alegre y despreocupado.

No le gustaba compartir con ella sus congojas, porque siempre acababan hablando de cosas de las que no quería hablar. A Audrey no le importaba sobrepasar los límites que Sarah le ponía. Sus años en terapia y en grupos de alcohólicos anónimos no habían conseguido enseñarle eso-. Anoche oí tu mensaje, pero como decías que estabas preparándote para salir no te llamé -explicó Sarah.

– Pareces deprimida. ¿Qué te ocurre?

Al cuerno con el tono alegre y despreocupado.

– Nada, es solo que estoy cansada. Tengo mucho trabajo. Uno de mis clientes falleció ayer y estoy intentando organizarlo todo para el tema de la herencia. Hay mucho que hacer.

– Lo siento de veras. -Audrey sonaba sincera, lo cual era de agradecer. A Sarah no le molestaban las muestras de solidaridad de su madre, sino lo que solía venir después. Sus preguntas, y hasta sus comentarios amables, resultaban siempre invasores y excesivos-. ¿Te ocurre algo más?

– No. Estoy bien. -Sarah advirtió que su voz se debilitaba y se odió por ello. Arriba, arriba, arriba, se dijo, o mamá empezará a acorralarte. Audrey siempre notaba si estaba disgustada, por mucho que ella se esforzara por disimularlo, y después de eso empezaban el interrogatorio y las acusaciones. O, peor aún, los consejos. Todo aquello que Sarah no tenía ganas de escuchar-. ¿Cómo estás tú? ¿Adónde fuiste anoche? -preguntó, tratando de distraer a su madre. A veces funcionaba.

– A un nuevo club de lectura con Mary Ann.

Mary Ann era una de las muchas amigas de su madre. Audrey había pasado sus veintidós años de viudez distrayéndose con otras mujeres, jugando al bridge, asistiendo a cursos, yendo a grupos de mujeres y haciendo viajes con ellas. A lo largo de los años había salido con algunos hombres, pero el que no era alcohólico era problemático o estaba casado. Se diría que atraía a los hombres disfuncionales como un imán. Y cuando se hartaba de ellos, regresaba con sus amigas. En esos momentos se hallaba en una de sus fases célibes después de un breve idilio con otro alcohólico, o eso decía ella. A Sarah le costaba creer que hubiera tantos alcohólicos en el planeta, pero si había uno en los alrededores, seguro que Audrey daba con él.

– Qué divertido -dijo Sarah, refiriéndose al club de lectura.

No podía imaginar nada peor que asistir a un club de lectura con un montón de mujeres. El simple hecho de imaginar algo así la animaba a seguir viendo a Phil los fines de semana. No quería terminar como su madre. Y aunque Audrey llevaba años insistiéndole, jamás había asistido a una reunión de Hijos Adultos de Alcohólicos, un grupo que su madre estaba convencida de que era lo que Sarah necesitaba. Sarah había hecho terapia durante un breve período entre la escuela universitaria y la facultad de derecho, y creía haber resuelto al menos algunos de sus traumas, tanto con respecto a su madre como a su padre. Nunca había salido con un alcohólico. Los hombres que elegía eran emocionalmente inaccesibles, su especialidad, porque pese a su presencia física en la casa, en realidad nunca llegó a conocer a su padre. Éste, como consecuencia de su alcoholismo, había vivido desconectado de ellas.

– Quería informarte de que vamos a celebrar Acción de Gracias en casa de Mimi.

Mimi era la madre de Audrey y la abuela de Sarah. Tenía ochenta y dos años, hacía diez que había enviudado tras un largo y feliz matrimonio y llevaba una vida amorosa más sana que su hija o incluso que Sarah. Se diría que había una fuente inagotable de viudos agradables, normales y felices de su edad. Mimi salía casi todas las noches y, a diferencia de Audrey, casi nunca con otras mujeres. Se lo pasaba mucho mejor que su hija y su nieta.

– Muy bien -dijo Sarah, anotándolo en el calendario-. ¿Quieres que lleve algo?

– Puedes ayudarme a preparar el pavo.

– ¿Irá alguien más?

A veces su madre invitaba a alguna amiga que no tenía dónde ir. Y su abuela solía invitar a algún amigo, o incluso al novio de turno, algo que siempre conseguía irritar a Audrey. Sarah sospechaba que era envidia, pero nunca se lo decía.

– No estoy segura. Ya conoces a tu abuela. Dijo algo de invitar a uno de esos hombres con los que sale porque tiene a los hijos en las Bermudas. -Mimi poseía una fuente inagotable de hombres y amigos y nunca había estado en un club de lectura. Tenía cosas mucho más divertidas que hacer.

– Ya -dijo distraídamente Sarah.

– No estarás pensando en invitar a Phil, ¿verdad? -preguntó deliberadamente Audrey.

Con el tono de su voz lo decía todo. Había catalogado acertadamente a Phil de problema desde el principio. Audrey era una experta en hombres neuróticos. Lo había dicho como si estuviera preguntando si pensaba llevar un tubo de ensayo con lepra a la cena. Cada año hacía la misma pregunta y cada año conseguía irritar a Sarah. Conocía perfectamente la respuesta. Sarah nunca invitaba a Phil el día de Acción de Gracias. Él pasaba ese día con sus hijos y nunca la invitaba a sumarse a ellos. En cuatro años, Sarah jamás había pasado una festividad con Phil.

– Naturalmente que no. Estará esquiando con sus hijos en Tahoe.

Cada año hacían lo mismo, como bien sabía Audrey. Ese año no sería diferente. Nada en la relación lo era desde hacía cuatro años.

– Imagino que no te ha invitado, para variar -repuso su madre en un tono ácido. Había odiado a Phil desde el primer día y la situación no había hecho más que empeorar desde entonces. De lo único de lo que no lo había acusado aún era de homosexual y alcohólico-. Me parece una vergüenza que no te invite. Eso demuestra lo poco que le importa esta relación. Sarah, tienes treinta y ocho años. Si quieres tener hijos será mejor que te busques a otro hombre y te cases. Phil nunca cambiará. Tiene demasiados traumas. -Su madre, naturalmente, tenía toda la razón, y Sarah sabía que Phil se negaba a recibir cualquier tipo de ayuda terapéutica.

– Eso no es lo que me tiene preocupada esta mañana, mamá. Tengo otras cosas de que ocuparme aquí, en el despacho. Además, Phil necesita estar con sus hijos y es bueno que pase tiempo a solas con ellos.

Aunque no tenía intención alguna de confesárselo, hacía un año que ese asunto también le molestaba a ella. Había coincidido con los hijos de Phil en varias ocasiones pero él nunca la incluía en los fines de semana o las vacaciones que pasaban juntos. Phil le decía exactamente lo que ella acababa de decirle a su madre. Que necesitaba pasar tiempo a solas con sus hijos, que eso era sagrado. Como ir al gimnasio cinco noches por semana, lo que excluía la posibilidad de verse si no era durante los fines de semana. Después de cuatro años de relación, a Sarah le habría gustado que Phil la hubiera invitado a pasar las vacaciones con él, pero eso no formaba parte del trato. Ella era estrictamente su novia de fin de semana. No le resultaba fácil aceptar el hecho de que llevara tanto tiempo aguantando esa situación. En cuatro años nada había cambiado. Aunque no fuera su intención casarse, a Sarah le habría gustado que en esos cuatro años Phil hubiera suavizado un poco sus rígidas normas.

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