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Colleen McCullough: La Pasión Del Doctor Christian

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Colleen McCullough La Pasión Del Doctor Christian

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En el año 2032, la vida en Estados Unidos es difícil por falta de combustible; la calefacción funciona media hora al día. Ha comenzado una nueva era glacial y en invierno se ha de evacuar a los habitantes de los Estados del Norte. Asimismo está prohibido tener más de un hijo. El presidente decide animar a la población lanzando la operación Mesías. Se trata de seleccionar a un hombre o mujer de 30 a 45 años, religioso sin dogmatismo y, sobre todo, dotado de un carisma irrefutable; también debe tener, por lo menos, cinco generaciones de antepasados norteamericanos. Dentro de la comisión que realiza la búsqueda del personaje está la doctora Judith Carriol. Es ella la que se decide por la candidatura del médico Joshua Christian, quien, aunque reacio a publicar sus trabajos, ha alcanzado notoriedad local con su descubrimiento de la «neurosis del milenio». Judith arregla un encuentro casual con Christiany le convence para que escriba un libro que ha de ser el más importante de toda la historia de la Humanidad. Con la publicación del libro empieza el lanzamiento del nuevo Mesías, quien no sospecha que forma parte de un proyecto de la Casa Blanca.

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El café y el coñac se servían en la sala de estar, un gran salón que se comunicaba con el comedor a través de una arcada. Se sentaban en semicírculo alrededor de una mesita laqueada en tonos rosados.

Las paredes eran de un blanco satinado; más allá del marco de las ventanas ni siquiera se alcanzaba a ver el alféizar, que había sido retirado para que nadie recordara que por allí, medio año antes, se advertía el espectáculo de la calle. El piso estaba cubierto de baldosas de cerámica y, frente a los sillones, había réplicas sintéticas de alfombras de piel de oveja, pues habían llegado a la conclusión de que con toda el agua que derramaban los domingos, las pieles auténticas correrían el riesgo de pudrirse. Los sofás y sillones estaban tapizados en suaves tonos rosados y verdes, haciendo juego con las mesitas laqueadas.

Había plantas por todos lados, en su mayoría verdes, pero también las había de tonos rojos, rosados y púrpuras. Estaban colocadas sobre pedestales blancos de distintas alturas, caían en cascada o se erguían extendiendo delicadamente sus ramas por doquier. Y cada hoja, palma o zarcillo resplandecían bajo la brillante luz blanca, que entraba a través del cielorraso. En primavera, la casa se convertía en una explosión de flores: los largos tallos de las orquídeas se arqueaban entre los jacintos y los narcisos; había veinte clases diferentes de begonias en flor, ciclámenes, gloxíneas y violetas africanas, una mimosa completamente cubierta de pequeñas bolitas doradas, y por toda la casa se expandía la fragancia de los azahares de los naranjos en flor, de los jazmines y las gardenias. En verano empezaban a florecer los hibiscus, que conservaban la flor a lo largo del otoño y hasta principios del invierno, junto con la buganvilla rosada, que se adhería al enrejado de la pared frontal de la sala de estar. En pleno invierno desaparecían las flores, pero aun así las plantas mantenían su esplendor y sus tonos verdes, como si no sintieran la necesidad de exhibir una gloria mayor.

El aire siempre era fragante y dulce y se establecía una relación simbiótica respiratoria; el dióxido de carbono alimentaba a las plantas, el oxígeno a los seres humanos, y cada uno inhalaba lo que el otro exhalaba. La planta baja era siempre mucho más calentita que el primer piso, donde se encontraban los dormitorios, porque las plantas producían calor, al igual que la luz fluorescente, en constante funcionar miento. En ese piso consumían casi toda la preciosa ración de electricidad y casi todo el gas que les estaba permitido consumir para calefacción, que ahorraban para las épocas en que el frío era tan intenso, que sólo la energía radiante conseguía mantener vivas a las plantas. Durante el día, vivían en ese piso; los dos pisos superiores eran exclusivamente para dormir.

La familia dedicaba todo el domingo a las plantas, las regaban, las nutrían, las lavaban y podaban las hojas secas, curaban sus heridas y combatían las pestes. Todos disfrutaban enormemente con ese cambio en la rutina diaria y no les parecía una fastidiosa obligación, pues sentían que sus trabajos eran premiados. Los domingos, las plantas más sufridas que habían pasado la semana en la clínica, eran trasladadas a la planta baja del 1.047 y, remplazadas por otras en el 1.045.

Pero ese día había sido el más desagradable del mes para el doctor Joshua. Era el día que dedicaba a rellenar todos los formularios para enviarlos a Holloman, Hartford y Washington para satisfacer el apetito burocrático de papeles y más papeles; la jornada en que debía pagar todas las cuentas y revisar los libros. En ese día, que él llamaba de expiación, no solía visitar la clínica, pero aquel día la inesperada crisis de las Pat-Pat a última hora había distraído su atención, y deseaba saber qué opinaban los demás respecto a los últimos acontecimientos ocurridos en casa de la quinta integrante del clan Pat-Pat.

Mamá le sirvió el café y James la copa de coñac. La comida, incluso la de mamá no interesaba demasiado al doctor, en cambio, mientras cerraba los ojos para saborear su coñac «Napoleón», pensó que sin duda la combinación del buen café y el coñac caldeaba el cuerpo, desde el estómago hasta el extremo de la espina dorsal. En esas épocas era el mejor preludio para la cama, lo que posiblemente explicaba el incremento en el consumo de bebidas fuertes después de las comidas, producido en los últimos años, y el descenso en el consumo de esas bebidas antes de las comidas.

Su bisabuelo y su abuelo paterno habían sido comerciantes mayoristas de vinos y coñacs franceses, así como entusiastas bebedores, y habían construido en esas épocas importantes bodegas familiares. Con el paso de los años, los vinos desaparecieron, porque resultaba imposible mantener las botellas a la temperatura constante que necesitaban; un sótano frío las deterioraba tanto como una alacena demasiado calurosa. Sin embargo, el coñac logró sobrevivir y, a pesar de que los glaciares iban descendiendo a través de Canadá, Rusia, Escandinavia y Siberia a una velocidad vertiginosa, Francia todavía conseguía producir coñac y armañac la mayoría de los años, de tal modo que las bodegas del doctor Christian se mantenían bien surtidas. En la actualidad, la familia no consumía demasiado vino, pues el coñac le resultaba mucho más provechoso.

– Nuestra Pat-Pat tuvo hoy un éxito resonante -comentó el doctor Christian.

– ¡Ya lo creo! -exclamó Miriam, con orgullo.

– Le di de alta.

– Me parece perfecto. ¿Te comentó que ella y su marido van a solicitar que les reubiquen? Por lo visto, hace tiempo que «Texas A & M» quiere contratar a Bob, pero él se aferraba a Chubb alegando los motivos de siempre: que sólo las ratas abandonan el barco que se hunde, miedo a lo desconocido, la típica desconfianza que sienten los yanquis por cualquier parte del país que no sea Nueva Inglaterra. Por otra parte, a Patti le horrorizaba la idea de ser la primera Pat-Pat que se iba de Holloman, quebrando así la unidad del grupo -comentó Andrew en su habitual tono mesurado.

– Me fascinan las Pat-Pat -dijo James-. Es raro encontrar a un grupo de mujeres que antepongan la amistad a su matrimonio. Gracias a Dios que una de ellas ha conseguido ver el grupo de una forma más objetiva. Y una reubicación será la mejor manera de liberarse. Me sorprende que ninguno de sus maridos haya pensado antes en la reubicación como una forma de solucionar el problema.

– La reubicación es un paso muy trascendente -comentó Mary con aire pensativo-. Comprendo que hayan dudado. No olvidéis que son gente de Chubb, de los pies a la cabeza.

El doctor Christian hizo caso omiso de los comentarios de James y Mary y reaccionó ante la noticia que le acababa de dar Andrew.

– No, Andrew, Patti no me comentó que hubieran solicitado la reubicación. ¡Me alegro muchísimo por ella y la aplaudo! Ya era hora de que antepusieran las necesidades y el bienestar de su familia a las del grupo de las Pat-Pat. ¿Llegó a admitir que le daba miedo ser la primera en romper la unidad del grupo?

– Sí, lo admitió abiertamente y con toda honestidad. Y es mejor así. Me alegro de que este incidente haya servido para arrancar unas cuantas máscaras. Lo que Patti descubrió en algunas de sus amigas, le dio el coraje necesario para decidirse, y le hizo comprender que el grupo debió haberse disuelto naturalmente cuando terminaron sus estudios universitarios, o incluso antes, al finalizar la Escuela Secundaria.

– Sólo trataban de aferrarse a su juventud -comentó Mary-. Actualmente, ser adulto no es demasiado divertido.

– ¡A mí me encanta Patti Fane! -exclamó Martha de improviso.

El doctor Christian se inclinó y miró directamente los grandes ojos grises que ahora se clavaban en los suyos, pues, desde su niñez tuvo la capacidad de obligar a la gente a mirarle a los ojos.

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