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Mary Balogh: Seducir a un Ángel

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Mary Balogh Seducir a un Ángel

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Desterrada, en la indigencia, y tildada de asesina, Cassandra Belmont, lady Paget, llega a Londres en plena regencia, decidida a superar la reptación que la había precedido a fin de encontrar un rico caballero que pueda devolverla a la extravagante vida a la que estaba acostumbrada. Pone los ojos en Stephen Huxtable, conde de Merton, un hombre con posibilidades y de aspecto angelical, que no podría resistirse a ella. Intrigado por el encanto de Cassandra, Stephen acepta convertirla en su amante. Pero a pesar de su aspecto y su encanto, Stephen no es ningún ángel, y Cassandra no tarda en darse cuenta de que hay que pagar un precio por intentar tentar a uno.

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– ¿Por qué? -le preguntó-. ¿Vas a decírmelas todas? Me quedaría dormida muchísimo antes de que terminaras.

Lo escuchó reírse por lo bajo.

– Además, no creo que me canse nunca de escuchar esas palabras.

– Te quiero -dijo él, que le frotó la nariz con la suya tras apoyarse en un codo.

– Lo sé -aseveró antes de que se colocara sobre ella y se lo volviera a demostrar sin palabras.

– Te quiero -dijo ella al terminar.

Stephen correspondió con un gruñido antes de quedarse dormido.

Otro pájaro, o tal vez el mismo, trinaba para otra persona, para alguien que ya se había levantado al amanecer. No había pasado la noche en Warren Hall. Tampoco se había ido a Finchley Park con el resto de la familia. ¿Cómo hacerlo cuando había intercambiado apenas un par de palabras con Elliott desde hacía años?

Elliott lo acusaba de robarle a Jonathan, que era presa fácil. Elliott lo acusaba de ser un canalla, de haber engendrado varios bastardos con un buen número de mujeres de la propiedad.

Elliott, que en otro tiempo fue su mejor amigo y su compañero de travesuras.

Constantine nunca había negado las acusaciones.

Nunca lo haría.

Pasó la noche en casa de Phillip Grainger, un viejo amigo residente en la zona.

En ese momento estaba en el cementerio situado junto la capilla donde Stephen se había casado con lady Paget el día anterior. Todavía quedaban pétalos de rosa en el sendero y en la hierba, los mismos que los niños les habían tirado a los novios.

Estaba al pie de una tumba, mirándola con expresión meditabunda. El largo gabán y el sombrero de copa, que llevaba para protegerse del frío matinal, le conferían un aspecto casi siniestro.

– Jon -dijo en voz baja-, parece que la familia verá otra generación. Nadie lo ha admitido todavía, pero apostaría una fortuna a que lady Merton ya está esperando un hijo. Creo que es una buena persona después de todo. Sé que Stephen lo es, aunque al principio deseaba que no lo fuera. Te caerían bien los dos.

Unos cuantos pétalos de rosa, algo mustios ya, salpicaban la tumba. Se agachó para quitarlos y también quitó el único que había caído sobre la lápida.

– No, los querrías, Jon. Tú siempre querías sin medida y sin control. Incluso me querías a mí.

De un tiempo a esa parte no solía ir mucho a Warren Hall. A decir verdad, le resultaba un poco doloroso. Pero en ocasiones añoraba a Jon. Aunque solo fuera eso, lo único que le quedaba de su hermano: el contorno de una tumba y una lápida que ya acusaba el paso del tiempo.

Jon habría cumplido veinticuatro años.

– Ya me voy -dijo-. Hasta que volvamos a vernos, Jon. Descansa en paz.

Se dio la vuelta y se alejó sin mirar atrás.

EPÍLOGO

El mundo se había reducido a una sucesión de intervalos de dolor y de bendito alivio durante los cuales recuperaba el aliento pero que no bastaban para descansar.

El parto era largo y doloroso, tal como Margaret llevaba horas repitiéndole. Porque los niños llegaban al mundo con dolor.

– Los hombres son unos ignorantes -había comentado su cuñada tras una de las frecuentes visitas de Stephen, que no opuso mucha resistencia cuando lo obligaron a salir-. Ni siquiera soportan ser testigos del dolor.

Tal vez era difícil ser testigo del dolor, pensó Cassandra sumida en ese mundo de intervalos, cuando uno se sabía culpable del mismo y no se podía hacer nada para compartirlo. No ahondó mucho en ese tipo de reflexiones solidarias. Estaba muy ocupada repitiéndose que no volvería a dejar que Stephen se acercara a ella en la vida.

«Por favor, por favor, por favor, por favor…», repetía una y otra vez mientras tomaba aliento al sentir la llegada de otra dolorosa contracción que le tensó el vientre de forma insoportable y le atravesó las entrañas.

Por favor, ¿qué?, se preguntó.

¿Que parara el dolor?

¿Que el bebé naciera?

¿Que naciera vivo?

¿Que naciera sano?

«Por favor, por favor…»

Los sietes meses de matrimonio que Stephen y ella llevaban habían sido increíblemente felices.

Aunque el terror siempre estuvo presente. Por su parte.

Y por la de Stephen, aunque él lo disimulaba tras una máscara de alegría.

– Lo está haciendo bien -escuchó que decía el médico con voz tranquila. Pero era un hombre, y los hombres eran unos ignorantes.

– Está al borde de la extenuación -dijo la voz de Margaret.

– Ya no falta nada -replicó la voz del médico. Después tomó una honda bocanada de aire y… «Por favor, por favor…»

El deseo irresistible de empujar. Y empujó, empujó y empujó hasta que una voz la instó a detenerse para conservar las fuerzas hasta la siguiente contracción. Y después…

«Por favor, por favor…»

Empujó de forma frenética y con todas sus fuerzas hasta quedarse sin aliento. Empujar y el dolor se convirtieron en todo su mundo.

De repente, la insoportable presión abandonó su cuerpo como si de un chorro de agua se tratara, dándole un instante para respirar y…

El llanto de un bebé.

¡Oh!

Y ella exclamó:

– ¡Oh!

– Tiene usted un hijo, milady -le comunicó el médico-. Y parece tener los diez dedos de los pies, los diez dedos de las manos, una nariz, dos ojos y una boca que durante un buen tiempo se encargará de avisarla cada vez que tenga hambre.

Margaret salió a toda prisa del dormitorio para decírselo a Stephen, a quien de todas formas no dejó entrar porque tenía que bañar al bebé, al que envolvió en una abrigada mantilla antes de colocárselo, Cassandra en los brazos. Después procedió a limpiarla a ella y a cambiar la ropa de la cama, y una vez que acabó se demoró un instante para mirarlos, a la madre y a su hijo, con enorme satisfacción.

Margaret y el médico salieron del dormitorio mientras ella contemplaba maravillada la carita enrojecida, fea y a la vez preciosa de su hijo.

Su hijo.

¿Dónde estaba Stephen?, pensó.

Y entonces lo vio, pálido y con unas enormes ojeras como si hubiera sido él quien había sufrido el larguísimo parto. Y en cierto modo así había sido, pobrecillo. Lo vio acercarse a la cama como si temiera hacerlo, con los ojos clavados en ella. Y como si temiera mirar a ese bulto que tenía en los brazos.

– Cass -lo oyó decir-, ¿estás bien?

– Estoy tan cansada que podría dormir un mes entero -le contestó con una sonrisa-. Te presento a nuestro hijo.

Maravillado, Stephen se inclinó con los ojos abiertos de par en par para mirarlo.

– ¿Te imaginas un niño más precioso? -le preguntó al cabo de unos momentos de asombrada contemplación.

Veía a su hijo a través de los ojos de un padre, tal como le sucedía a ella. Tanto Margaret como el médico le habían asegurado que la ligera deformación que presentaba el bebé en la cabeza desaparecería en cuestión de horas, o como mucho al cabo de un par de días.

– No -respondió-. No me lo imagino.

– Está llorando -dijo Stephen-. ¿No deberías hacer algo, Cass?

– Creo que quiere que lo coja su papá -contestó ella.

O tal vez que su madre le diera el pecho.

– No sé si… -Daba la sensación de estar aterrado.

Sin embargo, levantó el bulto envuelto en la mantilla, que no parecía pesar nada, y Stephen cogió al bebé, que dejó de llorar al instante.

– En fin -comentó ella-, fíjate lo agradecido que está por todo lo que ha pasado su madre…

Stephen se echó a reír entre dientes y ella se limitó, relajada y exhausta sobre los almohadones, a contemplarlo. A contemplarlos a los dos.

A sus dos hombres.

A sus dos amores.

Tal vez después de un largo y merecido descanso, un larguísimo descanso, le permitiera volver a tocarla.

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