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Mary Balogh: Seducir a un Ángel

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Mary Balogh Seducir a un Ángel

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Desterrada, en la indigencia, y tildada de asesina, Cassandra Belmont, lady Paget, llega a Londres en plena regencia, decidida a superar la reptación que la había precedido a fin de encontrar un rico caballero que pueda devolverla a la extravagante vida a la que estaba acostumbrada. Pone los ojos en Stephen Huxtable, conde de Merton, un hombre con posibilidades y de aspecto angelical, que no podría resistirse a ella. Intrigado por el encanto de Cassandra, Stephen acepta convertirla en su amante. Pero a pesar de su aspecto y su encanto, Stephen no es ningún ángel, y Cassandra no tarda en darse cuenta de que hay que pagar un precio por intentar tentar a uno.

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– ¿Sigues empeñada en romper el compromiso a finales de verano? -le preguntó.

– Por supuesto -contestó ella-. Me lo exige la honradez. No voy a fallarte ni a retenerte, Stephen. Todo esto es temporal.

¿Sentiría algo por él?, se preguntó. Era imposible saberlo. Estaba casi seguro de que al menos le tenía cariño. Y en el aspecto físico sabía que lo deseaba. Pero ¿sentía algo cercano al amor, al amor romántico, a ese amor profundo que perduraría durante toda una vida?

Ya era una mujer libre para amar.

O para no amar.

Sin embargo, no era libre para confesar que lo amaba, ¿verdad? Le había prometido romper el compromiso cuando acabara la temporada social.

«No voy a fallarte ni a retenerte, Stephen.»

Cortejarla iba a ser arduo. Estaban atrapados en un compromiso que ella se sentía obligada a romper y que él se sentía obligado a convertir en un matrimonio.

El amor parecía lo de menos.

Salvo que lo era todo.

Bailaron el vals en silencio. Recluidos en un espacio donde solo existían ellos. Olía el perfume de las flores que Cassandra había ayudado a elegir, la fragancia de su pelo y la de su cuerpo. Sentía su calor corporal y escuchaba su aliento. Y veía la orgullosa curva de su cuello, la belleza de su rostro, el esplendor de su pelo y el reluciente color de su vestido.

Y tuvo la sensación de que la oscuridad que antes la rodeaba había desaparecido para ser reemplazada por la luz. ¿Habría contribuido él en algo? Si lo había hecho y la perdía al final de la temporada, tal vez esa idea le sirviera de consuelo durante los solitarios años que tendría que afrontar antes de llegar a olvidarla.

Pero no iba a perderla.

No necesitaría de ningún consuelo.

La vida siempre le había resultado bastante fácil. De pequeño siempre supo que Meg había guardado parte de la herencia que les correspondía tras la muerte de su madre para que pudiera estudiar en Oxford y contar con la educación necesaria para obtener un empleo digno y lucrativo con el que mantenerse durante el resto de su vida. Una vida que había disfrutado mucho desde que heredó el título y todo lo que este conllevaba. Una vida muy feliz. Nunca había tenido que esforzarse mucho para conseguir lo que quería.

Pero estaba dispuesto a esforzarse y luchar en ese momento.

Porque quería a Cass.

– Tienes una expresión casi feroz -le dijo ella.

– Ferozmente decidida -puntualizó.

– ¿Para hacer qué? ¿Para mantenerte alejado de los dedos de mis pies durante el resto del vals?

– Eso también -contestó-. Pero no es el único motivo. Estoy decidido a disfrutar de lo que queda de temporada. Estoy decidido a lograr que tú también disfrutes.

– ¿Cómo no voy a disfrutar de un trocito de eternidad en compañía de un ángel? -replicó Cassandra.

Sin embargo, lo dijo entre carcajadas y con un brillo risueño en los ojos, de modo que no supo si se trataba de una respuesta frívola y sin la menor importancia, o si había surgido del fondo de su corazón, lo que explicaba el regusto tan sentimental de sus palabras.

El vals llegó a su fin, lo mismo que el baile en sí.

Al cabo de unos veinte minutos todos los invitados se habían marchado, salvo por unos cuantos rezagados, casi todos familiares. El carruaje alquilado de Wesley Young ya estaba preparado a las puertas de Merton House y él aguardaba a su hermana para ayudarla a subir al vehículo. La señorita Haytor y el señor Golding ya estaban en el interior.

Stephen se encontraba en la calle, junto a la portezuela del carruaje, con las manos de Cassandra entre las suyas. Se las llevó a los labios primero una y luego la otra.

– Buenas noches, Stephen -le dijo ella.

– Buenas noches, amor mío.

Y lo era. Su amor.

¿Cómo iba a convencerla sin abrumarla con la verdad? Los cortejos no tenían nada de sencillo.

Y tal vez fuera lo mejor. Según rezaba el dicho: «Quien algo quiere, algo le cuesta».

Los refranes solían estar cargados de razón y sensatez. Cassandra se despidió agitando la mano por la ventanilla antes de que el carruaje se pusiera en marcha.

El mes siguiente transcurrió con mucha lentitud, pero también con mucha rapidez, para Cassandra.

Y lo que quería era que acabara pronto para poder comenzar con el resto de su vida. Los problemas entre Bruce y ella se habían zanjado con facilidad gracias a la ayuda de sus respectivos abogados y también gracias a Wesley. No solo había conseguido recuperar lo que le pertenecía según el acuerdo matrimonial, sino que además había logrado que Bruce le pasara la pensión estipulada en el testamento de Nigel, atrasos incluidos. Sin olvidar que ya le habían llegado las joyas que tuvo que dejar en Carmel House.

Era una mujer relativamente rica. Podía vivir con comodidad durante el resto de su vida, más aún teniendo en cuenta que aspiraba a disfrutar de una vida tranquila en el campo sin más gastos que el mantenimiento de una casita y los salarios de una servidumbre muy reducida.

Mary, por supuesto, se iría con William, que estaba en proceso de comprar una propiedad con una pequeña mansión en Dorsetshire. Esperaban poder mudarse en otoño. Entretanto se quedaron con ella, y Mary insistió en seguir ejerciendo de ama de llaves, criada y cocinera.

Belinda estaba emocionada por la idea de mudarse a una casa grande con su mamá y su papá.

Alice iba a casarse con el señor Golding en menos de un mes. Después de prometerle desvergonzadamente que se casaría con Stephen, Alice decidió seguir los dictados del corazón porque confiaba en su palabra. Estaba radiante de felicidad, de modo que ella no sintió el menor remordimiento de conciencia por haberle mentido. Llegado el momento solo tendría que convencerla de que había cambiado de opinión y le era imposible casarse con Stephen.

Para entonces ya sería demasiado tarde, puesto que Alice estaría casada y no podría chantajearla.

Necesitaba que Alice fuera feliz. Era la única forma de perdonarse a sí misma por el egoísmo que había demostrado al retenerla tanto tiempo a su lado.

El tiempo pasaba con demasiada lentitud aunque había muchos motivos para estar contenta, incluso para ser feliz. Y había muchas cosas que planear con emoción. El procurador que había ayudado a William a encontrar la propiedad que había comprado estaba buscándole a ella una casita adecuada.

El tiempo pasaba tan despacio porque cada día la acercaba más a Stephen e intensificaba el cariño que sentía por él. Lo veía todos los días, a veces en más de una ocasión. Salían a cabalgar por las mañanas, por ejemplo, y después asistían con un grupo de amigos a los jardines de Vauxhall por la noche.

Le gustaba Stephen. ¡Cómo le gustaba! El sentimiento era casi peor que el amor. Porque era consciente de que podía llegar a ser su amiga, de que una amistad con él duraría toda la vida. Estaba segurísima de ello. Salvo Alice, que había ocupado el puesto de institutriz y el de madre suplente durante tantos años, no había tenido amigos. O al menos no había contado con nadie con quien poder relajarse y charlar (¡y echarse unas risas!) sobre cualquier tema sin tener que esforzarse en absoluto para que la conversación no decayera. No había contado con nadie con quien sumirse en un cómodo silencio durante un rato sin devanarse los sesos en busca de un tema de conversación, fuera el que fuese, con el que ponerle fin.

Y lo amaba, por supuesto. Lo deseaba físicamente con un anhelo arrollador por la sencilla razón de haber estado dos veces con él y de saber que tenía el éxtasis al alcance de la mano. Pero el amor no se reducía a ese plano físico. Los sentimientos que albergaba hacia él eran demasiado profundos y complicados como para poder describirlos con palabras. O, en caso de que hubiera palabras que los describiesen, no estaba segura de conocerlas. La palabra «amor», en su opinión, era como la portezuela de entrada a una gigantesca mansión que ocupaba el vasto universo.

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