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Mary Balogh: Seducir a un Ángel

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Mary Balogh Seducir a un Ángel

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Desterrada, en la indigencia, y tildada de asesina, Cassandra Belmont, lady Paget, llega a Londres en plena regencia, decidida a superar la reptación que la había precedido a fin de encontrar un rico caballero que pueda devolverla a la extravagante vida a la que estaba acostumbrada. Pone los ojos en Stephen Huxtable, conde de Merton, un hombre con posibilidades y de aspecto angelical, que no podría resistirse a ella. Intrigado por el encanto de Cassandra, Stephen acepta convertirla en su amante. Pero a pesar de su aspecto y su encanto, Stephen no es ningún ángel, y Cassandra no tarda en darse cuenta de que hay que pagar un precio por intentar tentar a uno.

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– Paget, no vas a hablar en mi casa a menos que yo te dé permiso -le dijo sin alzar la voz-. Y no vas a usar un vocabulario tan vulgar delante de las damas aunque te lo dé. -La ligera presión que aplicaba con los nudillos sobre su nuez hizo que lord Paget comenzara a ponerse morado.

– ¿Qué damas? -Replicó Paget-. La única mujer que tengo delante no es una dama, Merton.

Esa fue la gota que colmó el vaso de su paciencia. Stephen estampó a Paget contra la pared que tenía por detrás sin soltarle el cuello. La mano libre, con el puño apretado, estaba ya a la altura de su hombro. El sombrero de Paget había quedado en un ángulo imposible, de modo que acabó en el suelo.

– Creo que me falla el oído -dijo-. Pero en el caso de que no sea así, vas a disculparte.

– ¡Al cuerno con las disculpas! -Exclamó Wesley Young, que hervía de furia, por detrás de él-. Déjamelo a mí, Merton. Nadie le habla así a mi hermana y se va de rositas.

– Será mejor que te disculpes, Paget -aconsejó Elliott con voz altiva desde el otro lado-, y que aceptes la propuesta de lady Paget. Pronto llegarán los invitados y nadie quiere que te vean con la nariz rota. Supongo que tú el primero. Será mejor que mantengáis esta discusión en privado. El hermano de lady Paget y su prometido estarán encantados de acompañarte, no me cabe la menor duda.

– Pido disculpas a las damas presentes por el vocabulario empleado -masculló Paget.

Stephen se vio obligado a bajar el puño y soltarle el cuello aunque el significado y la insolencia de sus palabras eran evidentes. Cassandra no estaba incluida en la disculpa.

Paget se enderezó el gabán y la fulminó con la mirada.

– En otra época y en otro lugar, hace mucho que te habrían quemado por bruja, antes de que pudieras hacer ningún daño. Me habría encantado echarle leña a la hoguera.

El puño de Stephen hizo que la cabeza de Paget rebotara contra la pared y que le brotara sangre de la nariz.

– ¡Bravo, Stephen! -exclamó Vanessa.

Paget se sacó un pañuelo de un bolsillo del gabán y se lo llevó a la nariz, tras lo cual le echó un vistazo a la mancha que se extendió por la tela.

– Merton, supongo que os ha convencido a ti y a todos los hombres de Londres, incluso a alguna dama, de que no asesinó a mi padre a sangre fría -dijo Paget-. Y supongo que te ha convencido de que no te pasará lo mismo cuando se canse de ti y quiera buscarse otra víctima. Y supongo que también apoyas incondicionalmente su escandalosa demanda para hacerse con el dinero de mi padre y todas las joyas que le regaló antes de que le disparara en el corazón. Además de ser el mismísimo demonio, también es muy lista.

– No, no lo hagas, Stephen -terció Margaret-. No vuelvas a pegarle. La violencia solo proporciona una satisfacción momentánea, pero no soluciona los problemas.

Era la lógica femenina.

– No, no lo hagas, Wes -le suplicó Cassandra a su hermano.

Stephen no apartó la mirada de la cara de Paget.

– Y yo supongo que te has convencido durante toda una vida de autoengaño de que tu padre no era un alcohólico ocasional que se convertía en un maltratador cruel y violento cuando bebía -replicó en voz baja-. Supongo que creías que la violencia que ejercía no se podía calificar de tal porque la ejercía contra su esposa. Las esposas necesitan disciplina y los maridos están en su derecho legal de administrársela. Aunque dicha violencia tenga como consecuencia que la mujer pierda los hijos que está esperando.

– ¡Ay, Stephen! -exclamó Katherine con voz chillona y estrangulada.

– Mi padre rara vez bebía -se defendió Paget, que miró a los presentes con furia y desdén-. Bebía muchísimo menos que la mayoría de los hombres. No voy a consentir que mancilles su memoria con las mentiras que te ha contado esta mujer, Merton. Es cierto que cuando lo hacía podía perder un poco el control, pero solo cuando la persona en cuestión merecía el castigo. Esta mujer tenía a todos los hombres del vecindario detrás de ella. A saber qué…

– ¿Y tu madre también? -Lo interrumpió Stephen en voz baja-. ¿Tu madre también merecía ser castigada? ¿Merecía incluso ese último castigo? -Se había pasado de la raya. Estaba furioso y no se había parado a medir sus palabras.

Sin embargo, Paget se había puesto blanco. Lo vio limpiarse los hilillos de sangre que le caían por la nariz.

– ¿Qué te ha dicho de mi madre? -quiso saber Paget.

– Aunque Cassie hubiera matado a tu padre -intervino Wesley Young-, seguiría apoyándola. La aplaudiría. Ese cabrón merecía morir. Pido disculpas a las damas por mi vocabulario, pero no pienso retirar la palabra. De todas maneras, ella no lo mató.

– ¿Qué te ha contado de mi madre? -repitió Paget, como si Young no hubiera hablado.

– Solo los rumores que circulan -contestó Stephen con un suspiro-. Todos sabemos lo poco fiables que son los rumores. Pero lo que mi prometida padeció a manos de su marido, tu padre, durante nueve años no es un rumor. Y tú lo sabes, Paget. Y también sabes que si lo hubiera matado, lo habría hecho para salvar su propia vida o la de otra persona que estuviera en peligro a causa de su violencia. Seguro que sabes que no lo mató. Pero te ha venido muy bien fingir que creías que lo hizo y que podrías hacer que la detuvieran y la condenaran por el asesinato. Esa actitud, junto con tu forma de avasallarla para hacerle creer que estaba a tu merced, te ha reportado una enorme fortuna.

– Mi madre murió al caerse de un caballo -le aseguró Paget-. Intentó saltar una cerca demasiado alta para ella.

Stephen asintió con la cabeza. El tiempo pasaba volando. ¿Qué hora era?

– Bruce -dijo Cassandra, y él se giró para mirarla-, si quieres decirme algo más, puedes venir a verme mañana. Vivo en Portman Street.

– Lo sé -replicó el aludido-. Vengo de allí.

– No maté a tu padre -le aseguró ella-. No puedo demostrarlo y tú no puedes demostrar que lo hice. Se dictaminó que su muerte fue un trágico accidente, y así fue. No tengo deseos de entrometerme en tu vida. No tengo deseo alguno de vivir en la residencia de la viuda ni en la residencia de la ciudad. Solo quiero lo que es mío para poder vivir mi vida sin tener que verte ni molestarte nunca más. Lo mejor es que accedas a las demandas más que razonables de mi abogado. No puedes objetar nada contra ellas.

Paget hervía nuevamente de furia. Señaló a Cassandra con un dedo e inspiró hondo para hablar. Pero alguien más apareció en la puerta. Por un terrible instante Stephen creyó que era un invitado que llegaba pronto, aunque la hora se acercaba. Sin embargo, se trataba de William Belmont.

– ¡Por Dios, Bruce! -Exclamó el recién llegado, que recorrió con la mirada a los presentes-. Hace media hora que volví a casa y Mary me dijo que habías estado allí… y que te había dicho que Cassie estaba aquí. Mary no suele dar ese tipo de información a tontas y a locas, sobre todo cuando fuiste tú quien la puso de patitas en la calle. Ya veo que tienes la nariz ensangrentada. ¿Cortesía de Merton? ¿O ha sido Young?

– No tengo nada que decirte -respondió Paget con el ceño fruncido.

– Pues yo sí que tengo algo que decirte -dijo Belmont, que volvió a mirar a su alrededor-. Y como parece que no has tenido el buen tino de solicitar hablar en privado con Cassie al llegar, lo diré delante de todos los presentes.

– No, no hace falta, William -replicó Cassandra.

– Voy a hacerlo -insistió su hijastro-. Era mi padre, Cassie, además de tu esposo. También era el padre de Bruce, y mi hermano debería saber la verdad. Al igual que todas estas personas que están dispuestas a abrirte los brazos como la esposa de Merton. Cassie no disparó a nuestro padre, Bruce. Ni yo tampoco, aunque debes saber que estaba en la biblioteca, aferrándolo de la muñeca en un intento por quitarle la pistola de la mano. A esas alturas le había pegado a Mary porque esa misma mañana yo le había contado que me había casado con ella y que Belinda era hija mía. Ese fue el motivo de que empezara a beber. Cassie acudió primero y después la señorita Haytor al escuchar los gritos de Mary. Cuando llegué a casa, lo escuché vociferar en la biblioteca y fui a ver qué pasaba. Estaba apuntando a Cassie con una pistola. Pero cuando me abalancé sobre él para quitarle el arma, se apuntó al corazón y apretó el gatillo.

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