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Mary Balogh: Seducir a un Ángel

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Mary Balogh Seducir a un Ángel

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Desterrada, en la indigencia, y tildada de asesina, Cassandra Belmont, lady Paget, llega a Londres en plena regencia, decidida a superar la reptación que la había precedido a fin de encontrar un rico caballero que pueda devolverla a la extravagante vida a la que estaba acostumbrada. Pone los ojos en Stephen Huxtable, conde de Merton, un hombre con posibilidades y de aspecto angelical, que no podría resistirse a ella. Intrigado por el encanto de Cassandra, Stephen acepta convertirla en su amante. Pero a pesar de su aspecto y su encanto, Stephen no es ningún ángel, y Cassandra no tarda en darse cuenta de que hay que pagar un precio por intentar tentar a uno.

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Su primera impresión de los condes había sido buena. Tal vez porque podía identificarse con su notoriedad y conocía perfectamente el dolor que debió de causarles… y que seguramente todavía les causaba.

Estar sola no era una sensación agradable. Todas las damas parecían contar con un acompañante, una pareja o una carabina. Todos los caballeros parecían formar parte de un grupo.

Sin embargo, no solo era su aislamiento lo que la inquietaba. Era la atmósfera del salón de baile. Sintió un escalofrío en la espalda al comprender que otras muchas personas habían escuchado su nombre, además de los condes de Sheringford y del marqués de Claverbrook. Y aquellos que no lo habían hecho en su momento lo estaban haciendo en ese preciso instante, ya que los susurros corrían rápidamente por el salón. Tan rápidos como la pólvora.

Se detuvo, abrió el abanico de nuevo y empezó a abanicarse muy despacio mientras miraba a su alrededor con la barbilla en alto y una leve sonrisa en los labios.

Nadie la miraba directamente. Y sin embargo todo el mundo la veía. Era una contradicción curiosa, pero muy cierta. Nadie se había apartado de ella mientras paseaba y nadie la evitaba de forma exagerada una vez quieta, pero se sentía aislada en un mar de vacío, como si la rodeara un aura invisible de medio metro de grosor.

Aunque al mismo tiempo se sentía desnuda.

Evidentemente, ya había previsto algo así. Había decidido no utilizar un nombre falso ni su apellido de soltera. Y había ido con la cara descubierta. No tenía un velo negro tras el que ocultarse. Era inevitable que alguien la reconociera.

Sin embargo, no creía que la echaran aunque eso sucediera.

De hecho, toda esa atención bien podría jugar a su favor. Si la alta sociedad había asistido esa noche al baile para ver a un hombre que en el pasado se fugó con una mujer casada, ¿no encontraría muchísimo más fascinante a la asesina del hacha? Era consciente de que los rumores y los cotilleos preferían esa descripción de su persona a cualquier aproximación a la verdad.

Miró a su alrededor de forma deliberada, convencidísima de que nadie iba a devolverle la mirada y a pillarla. No reconoció a nadie. Se concentró en los caballeros, y se dio cuenta de la difícil tarea que se había impuesto. Había jóvenes y viejos, y de cualquier edad intermedia, y todos iban de punta en blanco. Sin embargo, no había modo de saber quiénes estaban casados y quiénes solteros, quiénes eran ricos y quiénes pobres, quiénes tenían firmes valores morales y quiénes eran unos libertinos… y quiénes se encontraban en algún estadio intermedio en dicha escala. No disponía de tiempo para averiguar lo que necesitaba saber antes de tomar una decisión y pasar a la acción.

Y en ese momento su mirada se posó en una cara familiar. En realidad, en tres caras. Allí estaba el demonio del día anterior, con el mismo aspecto satánico vestido con el traje de gala negro. A su lado estaba la amazona del paseo, con la mano sobre su brazo, riendo y hablando. El caballero que le pareció tan exageradamente guapo observaba la escena con una sonrisa alegre en los labios.

El demonio la miró desde el otro lado de la estancia, directamente a los ojos. Cassandra movió despacio el abanico y le devolvió la mirada. El hombre enarcó una ceja antes de inclinar la cabeza para decirle algo a la dama, que se echó a reír de nuevo. Supuso que no estaban hablando de ella.

El demonio era el señor Huxtable. Siguió mirándolo un poco más. Le había proporcionado una excusa, que ella podría utilizar más adelante si no se le presentaba nada mejor.

«Antes le vi mirándome, señor -podría decirle-. Y desde entonces no dejo de pensar si nos hemos visto antes. Por favor, sáqueme de dudas.»

Ambos sabrían que no se habían visto antes, y él sabría que lo había hecho de forma intencionada. Sin embargo, ya tendría la puerta abierta y se aseguraría de que el señor Huxtable la atravesara.

Salvo por el hecho de que estaba convencida de que era un hombre peligroso. Y al fin y al cabo, ella no era una cortesana experimentada. Solo era una mujer desesperada que se sabía atractiva a ojos de los hombres. Esa característica le había parecido una desventaja durante años. Esa noche la convertiría en una ventaja.

Dejó de mirarlo y siguió con su escrutinio. Y en ese momento, justo al otro lado del salón, vio a su ángel.

Parecía incluso más guapo que el día anterior en el parque. Iba ataviado con un frac negro, unas calzas plateadas, un chaleco bordado, una prístina camisa blanca, y corbata y medias de ese mismo color. Era alto y de constitución perfecta, delgado pero musculoso en los lugares precisos. Su pelo rubio, aunque corto y bien peinado, tenía tendencia a rizarse y daba la impresión de que estaría alborotado sin una mano experta. También parecía un resplandeciente halo alrededor de su cabeza.

Estaba con una dama y un caballero tan parecido al señor Huxtable que tuvo que mirar de nuevo al susodicho a fin de comprobar que no había atravesado a toda velocidad el salón para colocarse delante de ella. Sin embargo, ese hombre no iba vestido de negro y su rostro era mucho más agradable. Aunque podían ser hermanos. Incluso gemelos.

Miró una vez más al ángel, al conde de Merton. Era el único caballero del salón del que sabía algo. Si se fiaba de los comentarios de las cinco damas del parque, y ya habían acertado al predecir el éxito del baile, era un hombre muy rico. Y estaba soltero.

Y tenía un aura de inocencia. ¿Eso era algo bueno o malo?

En ese preciso instante, tal como le había sucedido con el señor Huxtable, sus ojos se encontraron a través de la distancia.

El ángel no le sonrió. Ni tampoco enarcó una ceja con gesto burlón. Se limitó a mirarla de frente mientras ella se abanicaba y le regalaba una ligera sonrisa antes de arquear las cejas. El conde inclinó ligeramente la cabeza a modo de saludo… y alguien se interpuso entre ellos, bloqueándole la visión.

Le latía el corazón con fuerza. El juego había comenzado. Ya había hecho su elección.

Por fin llegó la hora de comenzar el baile, aunque calculó que no llevaba más de cinco o diez minutos en el salón. Los condes de Sheringford salieron a la pista y los demás los imitaron. El conde de Merton, según comprobó, estaba en la línea de los caballeros y le sonreía a su pareja de baile, una jovencita muy guapa. La orquesta, tras recibir la señal, tocó un acorde y las damas hicieron una reverencia que fue correspondida por los caballeros. Comenzó una alegre contradanza.

Por su parte, Cassandra retomó el atento escrutinio de los caballeros presentes mientras ese mar de vacío que la rodeaba parecía expandirse.

Stephen había cenado en Claverbrook House con sus hermanas y sus cuñados, y también con el marqués de Claverbrook y con sir Graham y lady Carling, el padrastro y la madre de Sherry.

Meg estaba nerviosísima por el baile. Estaba convencida de que nadie asistiría, a pesar de que todo el mundo le había dado la razón a Monty cuando afirmó que habría que echar abajo las paredes del salón de baile antes de que acabara la noche para dejar espacio a todos los que querían entrar.

Y a pesar de que casi todo aquel que había recibido una invitación había confirmado su presencia.

El baile había sido idea de Meg. En palabras de su hermana, no tenía sentido regresar a la ciudad ese año si iban a entrar a hurtadillas en Londres con la esperanza de que nadie se diera cuenta. Lo mejor era coger el toro por los cuernos y organizar un gran baile en plena temporada social. El abuelo de Sherry, que llevaba años sin salir de casa antes de que Meg se casara con su nieto y que desde entonces tampoco se prodigaba mucho salvo por sus frecuentes y largas visitas al campo, los sorprendió a todos al ofrecer Claverbrook House para celebrar el acto antes de que Elliott o Stephen mismo pudieran ofrecer sus residencias londinenses.

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