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Mary Balogh: Seducir a un Ángel

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Mary Balogh Seducir a un Ángel

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Desterrada, en la indigencia, y tildada de asesina, Cassandra Belmont, lady Paget, llega a Londres en plena regencia, decidida a superar la reptación que la había precedido a fin de encontrar un rico caballero que pueda devolverla a la extravagante vida a la que estaba acostumbrada. Pone los ojos en Stephen Huxtable, conde de Merton, un hombre con posibilidades y de aspecto angelical, que no podría resistirse a ella. Intrigado por el encanto de Cassandra, Stephen acepta convertirla en su amante. Pero a pesar de su aspecto y su encanto, Stephen no es ningún ángel, y Cassandra no tarda en darse cuenta de que hay que pagar un precio por intentar tentar a uno.

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Sin embargo, tanto ella como su madre le habían echado el ojo a él en concreto. Y Stephen era muy consciente de ese hecho. Como también era muy consciente de ser uno de los solteros más cotizados de toda Inglaterra y de que el sector femenino de la alta sociedad había decidido, ese año con más ahínco que los anteriores, que había llegado la hora de que sentara cabeza, eligiera una esposa, engendrara un heredero y afrontara de esa forma su responsabilidad como par del reino. Ya había cumplido los veinticinco años y, al parecer, había cruzado la línea invisible que separaba la atolondrada e irresponsable juventud de la seria madurez.

Lady Christobel no era la única jovencita empeñada en cortejarlo y su madre no era la única decidida a echarle el lazo.

Por su parte, le caían bien todas las jovencitas a las que conocía. Le gustaba hablar con ellas, bailar con ellas, acompañarlas al teatro, a cabalgar y a pasear por el parque. No las evitaba, como solían hacer sus congéneres, por temor a caer en alguna trampa y acabar casado a la fuerza. Sin embargo, no estaba listo para casarse.

Ni hablar.

Creía en el amor. Tanto en el amor romántico como en el amor de cualquier otra índole. Dudaba mucho que pudiera contraer matrimonio a menos que sintiera un gran afecto por su futura esposa y estuviera seguro de que ella le correspondía. Sin embargo, su título y su fortuna se interponían en el camino para alcanzar ese a priori modesto sueño. De la misma forma que se interponía su físico, aunque pecara de presumido al pensarlo. Era muy consciente de que las damas lo encontraban guapo y atractivo. ¿Cómo iba una mujer a soslayar esa barrera para llegar a conocerlo y a entenderlo… y para amarlo?

Pero el amor era posible, incluso para un acaudalado conde. Sus hermanas, las tres, lo habían encontrado, aunque en los tres casos los comienzos habían sido muy tambaleantes.

Tal vez el amor lo estuviera esperando a la vuelta de una esquina en cualquier momento de su futuro.

Entretanto, estaba dispuesto a disfrutar de la vida, y a evitar las numerosas trampas matrimoniales con las que a esas alturas estaba tan familiarizado.

– Creo que la dama habría estado encantada de dejarse caer del asiento a tu regazo, Stephen -comentó Con-, de haber estado segura de que estabas lo bastante cerca como para cogerla.

Stephen chasqueó la lengua.

– Estaba a punto de preguntarte por los motivos del enfado que existe entre Elliott, Nessie y tú. Ha sido así desde que te conozco. ¿Qué lo ocasionó?

Hacía ocho años que conocía a Constantine. Elliott, en su papel de albacea del testamento del fallecido conde de Merton, fue quien le notificó que había heredado el título y todo lo que este conllevaba. Stephen vivía por aquel entonces con sus hermanas en una casita del pueblo de Throckbridge en Shropshire. Elliott, que poseía el título de vizconde de Lyngate, aunque a esas alturas era duque de Moreland, se convirtió de esa forma en su tutor legal durante cuatro años, hasta que alcanzó la mayoría de edad. Elliott se trasladó un tiempo con ellos a Warren Hall, la casa solariega del conde de Merton emplazada en Hampshire. Con también estuvo allí una breve temporada. Hasta que ellos aparecieron, Warren Hall era su hogar. Era el hermano mayor del conde que acababa de fallecer a la temprana edad de dieciséis años. Era el primogénito del conde que precedió a su hermano, aunque él no pudo heredar el título ya que había nacido dos días antes de que sus padres contrajeran matrimonio, lo que lo convirtió en un hijo ilegítimo a efectos legales.

Desde el principio estuvo claro que Elliott y Con no se soportaban. Más concretamente, quedó claro que eran enemigos acérrimos. Entre ellos había pasado algo grave.

– Tendrás que preguntárselo a Moreland -contestó su primo-. Creo que tiene algo que ver con su condición de imbécil arrogante.

Elliott no era arrogante. Ni imbécil. Sin embargo, su actitud se tornaba muy tensa en presencia de Constantine.

Decidió dejar correr el tema. Era evidente que Con no iba a contarle lo que había pasado, y tenía todo el derecho a salvaguardar sus secretos. Porque Constantine era un hombre muy misterioso, la verdad. Aunque siempre se había mostrado agradable con sus hermanas y con él, su carácter tenía un halo insondable y taciturno pese a su simpatía y a su presta sonrisa. Después de la muerte de su hermano había comprado una propiedad en algún lugar de Gloucestershire, pero nunca los había invitado a visitarlo. Ni a ellos ni a nadie que Stephen conociera. Y nadie sabía cómo podía haberse permitido semejante gasto. Su padre le había dejado dinero en herencia, por supuesto, pero ¿tanto como para poder comprar una propiedad campestre con una mansión?

Claro que eso no era asunto suyo.

Sin embargo, muchas veces se preguntaba por qué Constantine se había mostrado siempre amable con ellos. Tanto sus hermanas como él eran unos completos desconocidos cuando invadieron su hogar y lo reclamaron. El heredó el título de conde de Merton, el mismo título que tenía su hermano, que murió meses antes, y que también había tenido su padre. Un título que podía haber sido de Con si hubiera nacido tres días después o si sus padres hubieran contraído matrimonio tres días antes.

¿No debería haberles demostrado cierto resentimiento o incluso odio? ¿No debería guardarles rencor todavía?

En muchas ocasiones se preguntaba qué guardaba Con en su cabeza, algo que no se permitía expresar ni con palabras ni con actos.

– Debe de estar pasando un calor infernal -comentó Constantine justo después de haber retomado el paseo tras saludar a un grupo de amigos. Acompañó el comentario con un gesto de la cabeza en dirección a la izquierda del camino.

Stephen vio un nutrido grupo de personas paseando por la zona, pero no le costó trabajo entender a quién se refería.

Delante de un grupo de damas ataviadas con vestidos a la moda de colores apropiados para la época estival caminaban otras dos mujeres, una de ellas vestida de un tono marrón rojizo, un color tal vez más propio del otoño, y la otra, de riguroso luto. Vestida de negro de la cabeza a los pies. El velo con el que se ocultaba el rostro era tan tupido que resultaba imposible verle la cara, aunque estaba apenas a unos metros de distancia.

– Pobre mujer -se lamentó Stephen-. Debe de haber enviudado hace poco.

– Y a una edad muy temprana, por lo que se ve -añadió Constantine-. Me pregunto si su cara le hará justicia a su figura.

Stephen se sentía muy atraído por las jovencitas, cuyas figuras tendían a ser delgadas y esbeltas. El día que por fin se decidiera a pensar en el matrimonio, elegiría a su novia entre el grupo más reciente de jovencitas llegado al mercado matrimonial, y entre ellas se decantaría con frío mercantilismo por una belleza que lo atrajera tanto por su físico como por su carácter y a la que pudiera llegar a amar. Una dama que estuviera dispuesta a mirar más allá de su título y de su fortuna para llegar a conocerlo y a quererlo por ser quien era.

La mujer vestida de luto distaba mucho de su ideal femenino. No parecía estar en la flor de la juventud. Así lo atestiguaban las curvas de su figura. Una figura que evidentemente era magnífica, si bien su atuendo no estuviera diseñado para resaltarla ni mucho menos.

Sintió una repentina punzada de deseo y se avergonzó al instante. Se habría avergonzado aunque la mujer no llevara luto. No tenía por costumbre comerse con los ojos a las desconocidas, como solían hacer muchos de sus amigos.

– Espero que no se ase con este calor -comentó-. Ah, mira, por ahí vienen Kate y Monty.

Katherine Finley, la baronesa Montford, era su tercera hermana. Había perfeccionado sus habilidades de amazona durante los cinco años transcurridos desde su matrimonio, y en ese momento se acercaba a caballo. Les sonrió a ambos. Al igual que Monty.

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