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Mary Balogh: Una Aventura Secreta

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Mary Balogh Una Aventura Secreta

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Por fin la oveja negra de los Huxtable está a punto de encontrar una compañera a la altura de las circunstancias… una mujer con una reputación aún más escandalosa. Su nombre es Hannah Reid. Nacida plebeya, se convirtió en la duquesa de Dunbarton desde que a los diecinueve años se casó con el anciano duque al que, según los rumores, le fue constantemente infiel. Y ahora que su marido ha muerto, Hannah, más femenina y bella que nunca a sus treinta años, ha obtenido la libertad que tanto deseaba y sabe muy bien lo primero que va a hacer con ella: buscarse un amante; no cualquier amante, sino el más peligroso y atractivo de toda la alta sociedad londinense, Constantine Huxtable. Siendo un hijo ilegítimo, Constantine no ha podido acceder al título de conde, así que nunca se ha negado ningún placer que pudiera manchar su reputación. Se dice de él que lleva una vida de asueto y placer carnal en su villa del campo y que siempre elige como amantes a las viudas más recientes. Con lo que Hannah parece entrar dentro de sus expectativas. Pero una vez que estos dos apasionados y escandalosos personajes cruzan sus vidas, se dan cuenta de que no es tan fácil liberar las llamas del deseo… sin salir chamuscado, y que ambos guardan secretos que, cuando sean revelados, nadie será capaz de decidir quién de los dos se enamorará primero, quién domará a quién y quien saldrá ganador de este juego de corazones.

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Una elección de palabras algo desafortunada. «Con que Hannah, ¿no?», pensó.

– No -aseguró-. Tengo que asimilar la idea de que voy a hincar una rodilla en el suelo y a soltar un apasionado discurso, así que necesitaré algo más de tiempo. Y de coraje, por supuesto.

Elliott volvió a reír por lo bajo.

– ¡Pero todo eso merecerá la pena, ya lo verás! -exclamó Vanessa con los ojos brillantes y las mejillas sonrosadas-. Elliott estaba espléndido cuando lo hizo. Y la hierba estaba húmeda, por cierto.

Con le lanzó una mirada de reproche a su sonriente primo.

– Fue después de que me propusiera matrimonio -aclaró el aludido al tiempo que levantaba la mano derecha-. No podía permitir que dijera la última palabra, ¿no? Tardó menos que yo en darme el sí.

La suya debía de ser una historia digna de conocer, pensó Con.

La impulsiva visita a Dunbarton House que hizo a las dos horas de su llegada a Londres habría solucionado todo el asunto con Hannah. Sin embargo, al enterarse de que había salido y de que estaba en Hyde Park, decidió ir en su busca y descubrió (sin necesidad de pensarlo siquiera) la forma perfecta de declararse.

Claro que no se le había ocurrido siquiera que ella se negara a subirse a su caballo. De hecho, no lo hizo.

Una vez que la tuvo delante, ni siquiera se le ocurrió que podía rechazar su proposición matrimonial mientras la estaba besando ni mientras ella le devolvía el escandaloso beso en público.

Pero tampoco lo había rechazado.

El problema era que no se lo había preguntado.

Y no se había percatado de ese detalle hasta que ella se lo señaló. ¡Maldita fuera su estampa! Era muy distinto preguntar qué afirmar y él se había limitado a afirmarlo.

Con la torpeza de un adolescente.

¿Por qué no enseñaban en la universidad la mejor forma de pedir matrimonio a la mujer elegida? ¿Acaso todos los hombres acababan embrollando tanto el asunto como él?

De modo que llevaba tres días intentando enmendar el error.

O más bien retrasando el asunto. Según quisiera ser sincero consigo mismo o no.

No obstante, en cuanto empezó con el plan de tres días se vio obligado a continuar. No podía lanzarse a proponerle matrimonio después de mandarle la solitaria rosa y la nota donde confesaba que la deseaba, ¿verdad?

En caso de que Hannah tuviera la intención de rechazarlo, llevaba tres días haciendo el ridículo más espantoso.

Sin embargo, comprendió que era absurdo pensar en eso mientras se arreglaba para ir a Dunbarton House la tarde del tercer día. A esas alturas ya era imposible no poner fin al calvario, con independencia del resultado.

¿Y si Hannah no se encontraba en casa? Podía haber mil y una razones para que hubiera salido. Meriendas campestres, fiestas al aire libre, excursiones a los jardines de Kew o a Richmond Park, compras, paseos por el parque… por citar algunas posibilidades. De hecho, pensó mientras llamaba a la puerta, lo raro sería que estuviese en casa.

Una parte de su cabeza, la más cobarde, le hizo desear que no estuviera.

Eso sí, jamás podría volver a pasar por lo mismo.

El mayordomo, como era habitual, desconocía quién se encontraba en sus dominios. Tuvo que ir a la planta alta con toda la tranquilidad del mundo, para ver si la duquesa de Dunbarton estaba o no estaba en casa.

Estaba en casa. Y al parecer iba a recibirlo. El mayordomo lo invitó a seguirlo escaleras arriba.

¿Estaría con la señorita Leavensworth?

Dejaron atrás la puerta del salón y subieron otro tramo de escaleras. Se detuvieron delante de una puerta de una sola hoja y el mayordomo llamó muy discretamente antes de abrirla para anunciarlo.

Era un gabinete o una salita, no un dormitorio. Hannah estaba sola.

En la mesa situada junto a la puerta descansaba un jarrón de cristal con una docena de rosas blancas. En la que ocupaba el centro de la estancia había un florero de plata con dos docenas de rosas rojas. El perfume dulzón de ambos ramos flotaba en el aire.

La duquesa estaba sentada de lado en el alféizar acolchado de una ventana, con las piernas dobladas y abrazándose la cintura. Estaba preciosa y resplandeciente con un vestido rojo, cuyo tono era casi el mismo que el de las rosas. Su pelo, liso y lustroso en la parte superior de la cabeza, estaba recogido en la nuca con unos delicados rizos. Algunos mechones le caían por las sienes y por las orejas. Estaba mirando hacia el interior de la estancia. Sus ojos azules se clavaron en él con expresión soñadora.

La imagen le recordó a la de su propio dormitorio la noche que se convirtieron en amantes. Salvo que en aquel entonces Hannah llevaba su camisa y tenía el pelo suelto.

El mayordomo cerró la puerta y se marchó.

– Duquesa -dijo Con.

– Constantine…

Hannah sonrió, un gesto también soñador, al ver que él no hablaba.

– Necesito que me protejas -la oyó decir-. He estado recibiendo anónimos.

– ¿Ah, sí? -replicó.

– Alguien dice que me desea.

– Lo retaré a un duelo con pistolas al amanecer -se ofreció.

– También afirma que está enamorado de mí -añadió ella.

– Eso es fácil decirlo -repuso-. Es un sentimiento poco profundo, ¿verdad? Todo euforia y romanticismo.

– Pero es uno de los sentimientos más bonitos del mundo -aseguró ella-. Quizá el más bonito. Por mi parte, yo también estoy locamente enamorada de él.

– Qué tipo más afortunado -replicó-. Definitivamente pienso retarlo a duelo.

– Dice que me quiere -siguió Hannah y su expresión sufrió un cambio, casi imperceptible pero asombroso, y pasó de soñadora a radiante.

– ¿Qué se supone que significa eso? -preguntó él.

– Pues que me quiere en cuerpo y, sobre todo, en alma -respondió ella.

– La parte del cuerpo también es importante.

– Pues sí -convino ella con un hilo de voz-. Lo es.

– Sin defensas -precisó-. Sin máscaras ni disfraces. Sin miedos.

– Sin nada -repuso ella, meneando la cabeza-. Sin secretos. Dos individuos unidos en un solo ser indivisible.

– ¿Eso es lo que te dicen las cartas anónimas?

– Con letras mayúsculas.

– Un tipo ostentoso.

– Desde luego. Solo hay que fijarse en la cantidad de rosas que me ha enviado.

– Hannah… -dijo.

– Sí.

Aún seguía parado junto a la puerta. Atravesó la estancia y Hannah le tendió la mano derecha. La tomó entre las suyas y se la llevó a los labios.

– Te quiero -confesó-. Con letras mayúsculas, con minúsculas y de todas las formas posibles. O imposibles, ya puestos.

La oyó tomar aire despacio.

Había llegado el momento. Y ya no estaba nervioso. Hincó una rodilla en el suelo sin soltarla de la mano. Sus rostros quedaron a la misma altura. Vio que tenía las mejillas sonrojadas. Los labios, entreabiertos. Los ojos, brillantes y muy azules. Como el trozo de cielo al otro lado de la ventana.

– Hannah -repitió-, ¿quieres casarte conmigo?

Llevaba tres largos días ensayando una declaración. No recordaba ni una sola palabra.

– Sí -respondió ella.

Hasta ese momento estaba convencido de que iba a torturarlo, de que representaría el papel de duquesa de Dunbarton al menos durante un rato antes de capitular. Si acaso capitulaba, claro. De hecho, estaba tan convencido que apenas reparó en su respuesta.

Al menos con los oídos.

Porque con el corazón era otra historia.

«Sí», había dicho, y no había nada más que añadir.

Se miraron a los ojos y volvió a llevarse su mano a los labios.

– Solía hablarme mucho de esto -dijo Hannah-. Me refiero al duque. Me hablaba del amor. Me prometía que algún día yo también sabría lo que era. Confié y creí en sus palabras cada minuto de cada día de mi vida desde que nos conocimos hasta que exhaló su último aliento, Constantine, pero en ese sentido jamás le hice mucho caso. Sí creía que él había conocido un amor extraordinario durante más de cincuenta años, pero me daba miedo creer que eso mismo me sucedería llegado el momento. Mis miedos eran infundados y sus afirmaciones, ciertas. Te quiero.

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