Barbara Dunlop - Una vida prestada

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¿Podría un matrimonio basado en una mentira pasar la prueba de la verdadera pasión?
Emma McKinley deseaba salvar la empresa de su familia, pero sabía que era difícil. Lo que no esperaba era que el millonario magnate hotelero Alex Garrison le ofreciera ayuda… una ayuda acompañada de un anillo de boda y de un acuerdo prenupcial. Era el típico matrimonio de conveniencia: él saldaría sus deudas y ella le daría la mitad de la empresa.
Pero aquella farsa pronto se hizo mucho más intensa de lo que ninguno de los dos habría esperado…

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– Ella me lo ha contado todo -contestó Emma.

– Entonces ya sabe que puede quedarse con la mitad de la compañía. Y tiene que darme las gracias por permitir que se quede con tanto.

– ¿Se da cuenta de que está comprando una esposa?

– Claro. Y estoy pagando mucho por ella.

Emma se quedó sin palabras.

– ¿Hemos terminado ya? -le preguntó él.

Ella suponía que sí. No sabía cómo salir de aquella. Podía amenazarlo, salir dando un portazo o jurar que nunca conseguiría hacerse con sus hoteles. Pero todo le pareció inútil en ese momento.

El se dio cuenta de que la había dejado sin salida.

– Nadie sufre con este acuerdo -le dijo-. La publicidad nos ayudará a los dos. A la prensa va a encantarle la fusión de dos importantes familias hoteleras. Le pasaremos la historia a mujeres periodistas, van a emocionarse con una historía tan romántica…

Emma se pasó las manos por el pelo.

– ¿Se está oyendo?

– ¿Qué quiere decir? -preguntó él, atónito.

– No le parece que es un plan un poco frío y calculador.

– Ya le he dicho que así nadie sale perdiendo

– ¿Y Katie? ¿Y David?

– ¿Quién es David?

– Su novio. Un joven dulce y cariñoso con el que lleva seis meses saliendo. El se quedaría humillado y con el corazón roto.

Alex se quedó callado. Durante un segundo, a Emma le pareció ver algo humano en sus ojos, pero no duró mucho.

– Ese tal David lo superará. Siempre puede casarse con ella más tarde, cuando ella valga más dinero aún.

Emma abrió la boca, pero no dijo nada.

– ¿Y tú? -le preguntó Alex, tuteándola.

– Estoy bastante disgustada -repuso ella. Aunque eso era obvio.

– No me importa tu estado emocional. ¿Tienes novio?

– No -repuso ella, algo confusa.

– Pues problema resuelto.

– ¿Qué?

– Cásate tú conmigo.

Emma tuvo que agarrarse a la silla que tenía más cerca.

– ¿Qué?

Alex se quedó mirándola como si no acabara de decirle que se casara con él.

– La verdad es que no importa con qué hermana sea. Elegí a Katie porque ella es…

– La guapa -terminó Emma.

Sabía que todo el mundo lo pensaba, pero le fastidió que también él se hubiera dado cuenta, le dolía su frialdad.

– Eso no es…

– Ni mi hermana ni yo vamos a casarnos con usted -lo interrumpió ella.

– Hay una tercera opción. Intenta conseguir un crédito. Vais a quedaros sin nada -lo amenazó él.

– La tercera opción es que consiga dar con una solución para nuestros problemas económicos. Y voy a ponerme a trabajar en ello de inmediato.

Alex le dedicó otra media sonrisa.

– Entonces, no daré por concluida mi oferta hasta dentro de veinticuatro horas.

Emma se giró y fue hacia la puerta. Su tempestuosa salida de la sala no era más que un farol, y los dos lo sabían. Sabía que nunca podría perdonarle por lo que estaba haciendo.

– No tiene por qué hacerlo, señor Garrison.

– Emma, dadas las circunstancias, será mejor que me llames Alex.

Ella no se giró para mirarlo, pero el sonido de su propio nombre en los labios de Alex había conseguido estremecerla.

Dos horas más tarde, Alex se reunía con los hermanos Rockwell y con Ryan Hayes.

– Supongo que has concretado todos los detalles con ella, ¿no? -le preguntó Ryan.

Alex cerró la carpeta que estaba leyendo y la dejó sobre la mesa con cuidado.

– No del todo.

– ¿Qué quieres decir con eso? -insistió Ryan.

Alex suspiró y se echó hacia atrás en su sillón. Se frotó las sienes con los dedos. Cada vez le parecía más ridícula la idea de Gunter.

– Lo que quiero decir es que aún no hemos concretado lo detalles.

– Pero te casas.

– Lo estoy intentando -repuso él.

Ryan le habló mientras lo señalaba con el dedo índice.

– No vas a tocar esos hoteles a menos que te cases con una de las hermanas McKinley. Alex, sabes que si no la prensa nos crucificará.

Alex apretó los dientes. Había pensado mucho en todo aquello. Si sólo dependiera de él, pediría un crédito y compraría la cadena de hoteles. Al fin y al cabo, era el mundo de los negocios.

Pero Ryan y Gunter eran dos de los principales accionistas de la empresa. Los dos pensaban que la mala reputación de Alex como hombre de negocios frío y calculador estaba dañando la empresa.

Por eso le estaban forzando a comportarse como un niño bueno, al menos en público. No podía discutir ni fruncir el ceño. Pensaba que sólo era cuestión de tiempo antes de que le pidieran que besara a los bebés que se encontrara por la calle y que ayudara a ancianitas a cruzar los semáforos.

– ¿Por qué no te casas tú con ella? -le preguntó a Ryan.

– Porque yo no soy el que tengo un problema de imagen pública. Además, tampoco soy el director general ni la cara de la cadena de hoteles Garrison. Los resultados del último trimestre han aumentado un quince por ciento.

– Puede deberse a cualquier otra cosa -repuso Alex. No estaba dispuesto a admitir que el espectacular incremento de los beneficios se debiera a su mejorada imagen exterior.

– Entonces, ¿de qué detalles estamos hablando? -preguntó Ryan.

– ¿Cómo?

– Sí, ¿qué detalles tienes aún que concretar con Katie?

– Ninguno. No se trata ahora de Katie, sino de Emma. Y ella está aún pensándoselo.

Alex no podía creerse que, en menos de cuarenta y ocho horas, le hubiera pedido a dos mujeres distintas que se casaran con él.

– Pensé que se lo habías pedido a la guapa -le comentó Ryan.

– La guapa dijo que no, así que se lo pedí a Emma. Ella no tiene novio.

– Ya me imagino.

Alex se puso tenso. Era cierto que Emma no era espectacular como su hermana, pero creía que no había razón para insultar.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Que es dura y da bastante miedo. Alex se puso de pie.

– Eres un cobarde -le dijo.

A él no le parecía que Emma diese miedo ni que fuera especialmente dura. Creía, simplemente, que se sentía frustrada y asustada. Situación de la que podía beneficiarse.

Ryan también se puso en pie.

– Cualquiera de las dos, Alex. O consigues que funcione o tenemos que dejar pasar la oportunidad.

Él no estaba tan seguro. Algunos hoteles de McKinley estaban en excelentes localizaciones, como el de la playa en la isla de Kayven. Sabía que el valor de esas propiedades se incrementaría en gran medida en cuanto se instalara allí un muelle para cruceros.

A lo mejor tenía que mejorar su oferta o encontrar algún otro punto débil, pero lo que tenía claro era que no iba a dejar pasar esa oportunidad.

– ¿Qué vamos a hacer? -le preguntó Katie.

Estaban en el restaurante del hotel McKinley en la Quinta Avenida de Nueva York.

– No lo sé -le contestó Emma con sinceridad-. Voy a llamar al banco mañana por la mañana.

– ¿Y qué les vas a contar?

– Intentaremos renegociar las hipotecas. A lo mejor podemos usar la propiedad de Martha’s Vineyard como garantía.

– Eso no va a funcionar.

Emma no contestó. Sabía que su hermana tenía razón. Ni la venta de esa casa conseguiría pagar una mínima parte de la gran deuda contraída por su padre.

Los últimos años habían sido duros para la empresa. Los costes habían subido y la ocupación había bajado. Su padre siempre se negaba a despedir a empleado. Y sus tres hoteles en puertos de esquí estaban siendo remodelados. Pero los dos últimos inviernos habían sido muy malos, había nevado muy poco.

Estaban metidas en un lío, y Alex Garrison lo sabía. Era un hombre inmoral, pero no era tonto.

– Voy a tener que casarme con él -repuso Katie con cara de derrotada.

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